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Los expresivos ojos y los pesados párpados de Asta Nielsen Anotaciones a Der Absturz, de Ludwig Wolff (1922)
©ENRIQUE CASTAÑOS
La película Der Absturz (literalmente, «El precipicio») es una producción alemana dirigida por Ludwig Wolff en 1922. Se estrenó en Copenhague, en el Kinopalæet de la calle Gammel Kongevej, el 11 de noviembre de ese año. Titulada en español indistintamente como Caída, El abismo o El castigo del pecado, su título en danés es Mod Afgrunden y en inglés Downfall. El original, de 2421 metros, tiene una duración de 93 minutos. No debe confundirse con la película danesa Afgrunden, dirigida en 1910 por Urban Gad y asimismo protagonizada por una primeriza Asta Nielsen (1881 – 1972). Con un guión de Ludwig Wolff, fotografía de Axel Graatkjaer y George Krause, y decorados de Fritz Seyffert y Heinz Beisenherz, Der Absturz contó con un reparto formado, además de por la omnipresente gran diva danesa, por Gregori Chmara, Albert Bozenhard, Ivan Bulatov, Adele Sandrock, Charlotte Schultz (1899 – 1946) e Ida Wogau. El realizador, Ludwig Ernst Wolff (Bielitz, Silesia, 7 de marzo de 1876 – Estados Unidos, ca. 1958), nació en el seno de una familia judía de la Silesia austriaca, hoy en territorio polaco, y, además de dirigir varias películas entre 1918 y 1924, fue novelista y guionista cinematográfico.
El filme narra la desdichada historia de una afamada cantante de cabaret, Kaja Falk (Asta Nielsen), cuyo protector y eventual amante, el conde Lamotte (Ivan Bulatov), es un hombre mucho mayor que ella y al que en el fondo desprecia. Invitada a pasar una temporada de descanso en la majestuosa mansión del acaudalado aristócrata, situada en un pequeño pueblo de pescadores, hasta allí la persigue su antiguo empresario, Frank Lorris (Albert Bozenhard), un individuo avieso y sin escrúpulos que actúa bajo el pretexto de que la cabaretera le debe una suma de dinero. Muy cerca del mar se encuentra la humilde casa de un pescador, Peter Karsten (Gregori Chmara), quien vive con su madre (Adele Sandrock) y una sobrina de ésta y prima suya, la joven y hermosa Hendrike Thomsen (Charlotte Schultz), quien está enamorada de su honrado y laborioso primo, amor que es tímidamente correspondido. La llegada de Kaja al lugar lo trastoca todo, pues casi inmediatamente siente una irresistible atracción por Peter, que, sin solución de continuidad, se convertirá en una ardiente pasión. Rendido ante el deslumbrante porte de Kaja, Peter rechaza a Hendrike e inicia una furtiva relación con la sofisticada cantante. Ante las amenazas directas de Lorris, que se ha atrevido a irrumpir en la villa de Lamotte y solicitar descaradamente una entrevista privada con Kaja, ésta planea huir con Peter, haciéndoselo saber en uno de sus encuentros secretos. Pero Hendrike, despechada, aunque en un primer momento duda, se decide a informar a Lamotte de la infidelidad de Kaja, indicándole el lugar exacto de sus citas, en lo alto de un acantilado. Incrédulo, desagradablemente sorprendido y enfadado, el conde sube a la escarpada cima, justo poco después de que Kaja haya acordado la huida con su nuevo amante y regresado a la villa. Lamotte y Peter intercambian unas ásperas palabras, llegando el conde a agarrar por dos veces uno de los brazos de Karsten, aunque, la segunda vez, éste aparta con vehemencia al indignado aristócrata, quien, ante la inercia del impulso y por encontrarse al borde mismo del acantilado, pierde el equilibrio y cae precipitándose contra las rocas. Peter, responsable de este homicidio involuntario, se asoma atónito al abismo, gritando desesperado ante la imprevista tragedia. Agitado, temeroso y aturdido, acude corriendo a la villa, en cuyo jardín se esconde, detrás de un seto, Lorris, quien, no satisfecho con la respuesta que le había dado Kaja y temiendo no obtener su dinero, ha permanecido al acecho. Razón de más ahora, cuando ve llegar a un descompuesto Peter. Desde el solemne pórtico de la fachada principal de la casa, escucha la confesión de Karsten, que Kaja recibe con zozobra, pero también como una liberación. Ambos deciden adelantar la partida. Pero Lorris irrumpe con inicua arrogancia y acusa a Peter de asesinato ante los criados. Se inicia así una breve etapa en la que, mientras Kaja se recupera en un sanatorio de la merma de su voz, como consecuencia del impacto sufrido por el ingreso en prisión de Peter, que ha sido condenado a diez años, Lorris ve el camino expedito para aprovecharse despiadadamente de la cantante. No sólo vende sin permiso valiosas pertenencias de la casa de Kaja, sino que intenta su vuelta a los escenarios, aunque sin éxito. La cantante ha perdido irremediablemente sus facultades, como se pone de manifiesto en su primera reaparición en el escenario, donde cosecha un rotundo fracaso. Mientras tanto, la madre de Peter y su prima Hendrike sufren en silencio, resignándose ante tan prolongada espera. Transcurren esos diez años, durante los cuales Kaja ha perdido su belleza de antaño. Se ha convertido en una mujer ajada, entregada a la bebida, que malvive en una sórdida buhardilla donde el amoral Lorris la explota como proxeneta. Sin embargo, su amor por Peter se ha mantenido inalterable; es más, se ha acentuado, lo mismo que el del prisionero, quien sólo conserva en su memoria la imagen de una Kaja resplandeciente durante los escasos y felices días junto al mar. Las cartas que se envían constituyen un acicate para ambos, proporcionándose ánimos mutuamente. Cuando se acerca el día de la salida de prisión de Peter, Kaja, que ha ido guardando en secreto, con enorme esfuerzo, unos ahorros durante ese decenio, recibe una notificación de su amado indicándole la fecha y hora exactas, breve misiva que lee, después de recogerla en la Oficina de Correos, deteniéndose emocionada en un grandioso puente que atraviesa el río. Hendrike y su tía, la madre de Peter, limpian y se afanan en dejar lustrosa la vivienda adonde llegará de vuelta por fin el hombre que ambas tanto anhelan. Por su parte, Kaja también hace los preparativos en su desvencijada habitación, en su caso arreglándose un poco y comprobando su bolso. En una cajita le lleva, además, un modesto obsequio, un reloj. Se intercalan escenas de la madre y la prima. Sin que Lorris se aperciba, Kaja sube a un tren para dirigirse a la ciudad donde se halla la cárcel y esperar a Peter en la puerta. Pero cuando el hombre sale, a pesar de que la única persona que hay en la plazuela es Kaja, no la reconoce. Aguarda ansioso su llegada, pero no advierte que la tiene delante. Kaja, abatida, desiste de identificarse. El proceder de Peter, que actúa sin malicia alguna, se lo ha dicho ya todo. En esto llega la madre y ambos se abrazan y se besan efusivamente. Kaja, a unos pocos metros de distancia, asiste al encuentro entre madre e hijo sin atreverse a intervenir, avergonzada, física y moralmente deshecha, consciente de su terrible y trágico destino, quién sabe si fruto de sus pecados, aunque nadie puede dudar que su amor por Peter se ha mantenido incólume. Todavía, cuando se alejan abrazados, vuelve al menos una vez la cabeza el hombre en dirección a la extraña desconocida, pero no ve más que eso, una mujer en ruinas que ni tan siquiera le evoca la hermosa torre que una vez fue. Madre e hijo regresan al pueblo, donde es más que probable que la relación de Peter con Hendrike se recomponga, mientras que Kaja, sin importarle ya nada, sin que la vida tenga ningún sentido para ella, vuelve a su mecánica y rutinaria existencia junto a su cínico, vulgar y grosero maltratador.
Reparemos en la transformación de Kaja. Aquellos días, paseando por la arena de la playa, junto a la orilla, en los que mostraba su exuberante belleza, en los que, dueña de sí misma, exhibía una perturbadora sensualidad, se han trocado en otros en los que asistimos a la decadencia física y espiritual de una mujer que ha tocado fondo. Lo único que la mantiene con esperanza y que finalmente la redime es el amor que atesora su corazón puro. Esa esperanza de volver a encontrarse con el ser amado la ha mantenido viva, en medio del sufrimiento, durante diez años. La redención no es algo de lo que ella sea consciente, pues sólo podrá percibir su desengaño, pero sí la admite sin titubear el espectador, que ve en Kaja los fatales estragos del paso del tiempo, pero también la desoladora estampa de una mujer que nunca ha dejado de amar. A Kaja Falk, como a Anna Karénina, sólo el amor, que está más allá de ella y que la posee por entero, puede redimirla. Uno de los planos más estremecedores y portentosos es cuando Kaja se mira en el espejo oblongo de la habitación alquilada en un hotelucho de la ciudad donde ha pasado la noche. La toma está hecha desde el espejo mismo, enfrentando a la mujer con el anonadado espectador, que parece recibir un puñetazo. Comprueba de qué modo tan cruel ha pasado el tiempo por su marchito rostro. Es otra, aunque su corazón sea el mismo. La imagen de patetismo es absoluta. Sólo puede sentirse compasión ante la faz de esta desventurada criatura. Siente un poco de miedo, ante la posibilidad de resultar irreconocible para su amado. Se pinta precipitadamente los labios, pero inmediatamente se restriega y borra el carmín. Quiere presentarse ante él tal y como ella es. Se trata de un plano de unos dos minutos, esto es, extremadamente largo, pero la toma, tan arriesgada, se sostiene con una firmeza inconcebible, permaneciendo cincelada en la retina del espectador, que queda paralizado por el asombro. Pocas veces el cine ha mostrado de manera tan desoladora, tan sin retórica y sin aspavientos, la tristeza de una faz doliente. El efecto se multiplica como consecuencia de que nos hallamos ante uno de los semblantes más expresivos de la historia del cine de todos los tiempos. El rostro de Kaja ha experimentado una atroz metamorfosis. La abundante y corta melena negra, el denso flequillo cobijando la ancha frente, la boca sensual de labios finos, y, sin embargo, ardientes, los dientes parejos y marfileños, las perfiladas cejas, la nariz exquisitamente modelada, las mejillas que evocan el mármol del Pentélico, todo eso que vimos antes durante el breve paseo en barca con Peter, con unos primeros planos de ella magníficos, como cuando piensa en él apoyada en una robusta columna de la loggia del palacete del conde, todo eso se ha transmutado ahora en un rostro decrépito, patético, donde los únicos que permanecen inalterables son esos inmensos ojos, de párpados pesados y oscuros, aunque, inevitablemente, las ojeras delatan el agotamiento. Esos párpados, que se abren y se cierran cual ventanas que permiten u obstaculizan el paso de la luz, que se mueven con una lenta y sostenida cadencia. También, en la escena final, cuando Kaja regrese a su prisión particular, donde la espera un desastrado Lorris enfurecido por la ausencia no comunicada, volverá a mirarse por última vez en el espejo ovalado de la cochambrosa estancia. Nada más entreabrirse la puerta, advertimos la lastimosa presencia de una mujer desmoronada, en parte indiferente ya al dolor, imagen sublime de un ser sufriente y condenado. Su resignación es señal de su derrota existencial. Mientras su receloso cancerbero pasea agitadamente por la habitación, Kaja contempla con indescriptible amargura ese rostro desfigurado que Peter no ha podido reconocer. Pero, por unos retardados segundos, lo que se refleja en el espejo no es la Kaja de ahora, sino la de hace diez años, envuelta en un lujoso abrigo de pieles visto en una escena anterior. Esos son los recuerdos que acuden a su mente extenuada. La cámara, de nuevo, mantiene bastantes segundos esa desgarradora imagen de la Kaja que una vez fue y la Kaja real, de pie en la habitación. Un despojo humano. Lentamente, en un fundido, desaparecerá el espectro pretérito, que nunca volverá, y surgirá el actual. La realidad, que casi siempre termina imponiéndose, resulta cruel e implacable. El rufián la agarra y la obliga a sentarse. «Así será siempre», le grita. Pero ella hace mucho que está por completo ausente. En las primeras tomas de Kaja en la villa, está vestida con una elegante falda, que cae hasta un poco antes de los tobillos, diseñada por delante con triángulos negros y blancos, mientras por la parte posterior es enteramente negra. También es negra la cerrada camisa de terciopelo, con mangas largas, que la cubre a partir de la cintura. Cuando, dando un paseo por la playa, se acerca por vez primera al pescador Peter Karsten, presenta un aspecto deslumbrante. Lleva un vestido de entretiempo, de falda larga, estampado con grandes rombos ribeteados de negro, así como un ligero quitasol semitransparente, ornamentado de hojas en su zona central. Un elegante gorro blanco, adornado con plumas en un extremo, cubre su cabeza. El peinado es espléndido, concebido para hacer resaltar la extraña y perturbadora belleza de Asta Nielsen: densa melena corta, de tono azabache, que abulta a ambos lados de la cara, cubriéndole las sienes y las orejas, mientras que un poblado y espléndido flequillo tamiza toda la frente. El cabello no es más que la protección externa de un rostro singularísimo, en el que la boca, de labios finos, los dientes parejos, las cejas y la perfectamente modelada nariz, parecen hechos para resaltar, si es que eso es posible, esos ojos inmensos, cubiertos de pesados párpados que se cierran como delicadísimas ventanas, siempre pintados con un color oscuro, el rasgo más característico de esta actriz única, irrepetible, incomparable (en cuanto que no tiene ningún sentido compararla con ninguna otra), en acertada expresión del gran poeta, crítico de cine y dramaturgo húngaro Béla Balázs (1884 – 1949). En uno de los apéndices de La pantalla demoníaca (1952), la historiadora y crítico de cine Lotte Henriette Eisner, no sólo nos recuerda las palabras de Béla Balázs, después de haber visto a Asta Nielsen interpretando la muerte de Hamlet (1921): «Arriad las banderas ante ella, pues es única», sino que ella misma enfatiza «su expresión pálida de ojos inmensos y ardientes», la «franja de cabellos negros lisa, lacia», estilizado adorno del que resultaba inseparable. En Der Absturz esa franja de cabellos negros lisa, lacia, surge en la última parte, cuando la vida de Kaja Falk se ha convertido en una patética tragedia. Pero no puede uno resistirse a reproducir el penetrante dibujo que hace Lotte Eisner de esta actriz inigualable: «Una época hiperinstruida, inestable y sofisticada había encontrado su ideal en Asta Nielsen, mujer intelectual, llena de refinamiento, de rostro de Pierrot lunar, de párpados pesados, de manos que parecían llevar, como las de Eleonora Duse [1858 – 1924, célebre actriz italiana de teatro], heridas invisibles … Su cálida humanidad, llena de aliento, de presencia, refutaba lo abstracto, así como el carácter abrupto del arte expresionista … Nunca se rebajaba al amaneramiento, su vestimenta nunca chocaba. Podía interpretar en pantalón, sin que se produjera ambigüedad. Y es que el erotismo de Asta Nielsen está muy lejos de cualquier equívoco; para ella se trataba siempre de una auténtica pasión. Su peinado con flequillo le hacía interpretar a veces a vampiresas, pero no tenía nada de mujer fría y calculadora. En ella se notaba ese fuego devorador que no sólo va a destruir a los hombres, sino también a ella misma». Cuando Lotte Eisner habla de que el erotismo de Asta Nielsen no se presta a equívocos, acordémonos, a modo de didáctica comparación, de la fugacísima presencia, apenas unos segundos, de una jovencísima y andrógina Sybille Schmitz en Überfall («Accidente»), un novedoso y radical corto de Ernö Metzner rodado en 1928. Sólo dos breves consideraciones más. Una, respecto a la cuidada puesta en escena, decorados y dirección artística. La arquitectura de la mansión del conde, a pesar de su maciza mole, ofrece lejanas influencias de la célebre Villa Rotonda iniciada por Andrea Palladio cerca de Vicenza hacia 1550-54, especialmente en lo que atañe a la distribución en tres alturas, con su piano nobile y marcadas líneas de imposta, así como del neogriego alemán de Karl Friedrich Schinkel y Leo von Klenze, visible, no tanto en el cuerpo central dividido de la fachada principal del palacete, con la parte inferior, el pórtico propiamente dicho, más saliente, y la superior retranqueada, si bien armonizados ambas zonas por los amplios vanos con arcos de medio punto, cuanto en el espacioso vestíbulo de entrada, con su puerta adintelada y las altas y majestuosas columnas de fustes redondos que flanquean el comienzo de la elevada escalera de planta cuadrada de varios tramos en torno a una amplia caja abierta. El elemento más encantador del edificio es la anchurosa loggia rectangular, a modo de prolongación de una de las fachadas, abierta al jardín por sus dos lados mayores, asimismo con robustas columnas de fuste redondo, unidas mediante una torneada barandilla de hierro, como si el conjunto fuese una especie de belvedere. Se entra en la loggia a través de un vano adintelado que comunica con las dependencias interiores de la villa, mientras que en el otro extremo, perpendicularmente, hay una suerte de pabellón, también rectangular, cuyos lados menores están rematados por frontones triangulares. Este pabellón se halla también abierto al jardín que circunda la mansión, acentuando el carácter de mirador. La loggia, elevada hasta el nivel del piso noble, se sustenta en una maciza cimentación de mampostería. En lo que atañe a la decoración, sólo resaltar que el salón de la vivienda de Kaja ofrece algunos objetos muy modernos, sobresaliendo especialmente un gran cuadro de estilo expresionista, con figuras que evocan las cocottes o showgirls paseando por la calle que pintaba Ernst Ludwig Kirchner en Berlín hacia 1913-14, cuando el grupo Die Brücke, después de trasladarse a la capital alemana en 1911, estaba ya en proceso de descomposición. Por lo que respecta a la villa de Lamotte, en uno de los gabinetes pueden apreciarse retratos de la Escuela holandesa de pintura del siglo XVII. La última consideración es de carácter histórico y político. En noviembre de 1922 Alemania había entrado en un turbulento proceso inflacionista que no dejará de crecer hasta diciembre del año siguiente. La fragilidad de la joven República de Weimar es más evidente que nunca. El semblante de Asta Nielsen puede servir de metáfora de la poderosa Alemania de antes de la Gran Guerra y de la vencida y humillada de la hora presente. Esta película, por emplear la terminología de Sigfried Kracauer, pertenece a la época anterior al periodo de estabilización, iniciado en abril de 1924 con la renegociación de la deuda gracias al Plan Dawes, periodo marcado en la pantalla alemana por el llamado «nuevo realismo», cuyo máximo exponente quizá sea Georg Wilhelm Pabst. En la Unión Soviética, como consecuencia del atentado del 30 de agosto de 1918 y del exceso de trabajo, el quebranto de la salud de Lenin se agrava, sufriendo su primer infarto el 25 de mayo de 1922. Agazapado en la sombra, astuto como un viejo zorro, el ex seminarista georgiano espera pacientemente su turno. A partir de 1927, su dictadura personal, aprendida en la elocuente escuela del hombrecillo de los ojos rasgados de tártaro, será infinitamente más sanguinaria. Por lo que atañe a Alemania, en 1922 el huevo de la serpiente está incubándose sin que nadie se dé exacta cuenta. Ni el putsch de Munich de principios de noviembre de 1923, ni los resultados electorales de septiembre de 1930 y de julio y noviembre de 1932, fueron suficientes para alertar a unas élites políticas conservadoras que creyeron poder manejar sin dificultad al oscuro cabo antisemita surgido desde la Räterepublik («República de los Consejos») de la capital de Baviera de la primavera de 1919. El nuevo demagogo, el hombre perezoso que «sólo sabía hablar», encarnación del mal absoluto, precipitaría a su país y a todo un continente en el abismo. Málaga, finales de marzo de 2021. DET DANSKE FILMINSTITUTE (Instituto Cinematográfico danés) es el propietario de las ilustraciones.
Publicado en la revista Gibralfaro, nº 112. Universidad de Málaga, julio - septiembre 2022 Ver también: http://www.enriquecastanos.com/dostoyevski_idiota.htm http://www.enriquecastanos.com/dostoyevski_adolescente.htm www.enriquecastanos.com/bronte_anne_inquilina.htm www.enriquecastanos.com/stoker_dracula.htm www.enriquecastanos.com/unamuno_manuel_bueno.htm www.enriquecastanos.com/riefenstahl_luz_azul.htm
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