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El inalienable derecho de Ucrania a su plena soberanía
© Enrique Castaños
Las limitaciones de espacio nos obligan a intentar bosquejar una respuesta a dos difíciles preguntas. La primera, desde cuándo es posible hablar de una conciencia nacional ucraniana; la segunda, qué repercusiones tendrá la invasión rusa de Ucrania en el futuro de la democracia en Europa. El origen de Rusia está en la Rus de Kiev, fundada por la dinastía ruríkida en el último cuarto del siglo IX. Rurik era un varego (vikingo) sueco. Antes de morir en 879 ya controlaba la región NO de la actual Rusia. Antes de 912, con Oleg, se unifica el norte, la región de Novgorod, con el sur, la región de Kiev, apoderándose de Smolensko y de Chernigov. En 957, por sincero convencimiento, se bautiza Olga, la nuera de Rurik y esposa de Igor. El príncipe Vladimir el Santo de Kiev (978-1015), nieto de Igor, se bautiza en 989, haciendo que toda la Rus de Kiev adopte la religión ortodoxa griega. Esta conversión obedece a razones políticas relacionadas con Bizancio. Además de penetrar en el este de la actual Polonia y en lo que hoy es Bielorrusia, conquistó Jerson, en Ucrania. La Rus de Kiev, que se extendía desde el Báltico hasta el Mar Negro, con sus múltiples avatares, turbulencias, guerras y anexiones, se mantiene hasta la invasión de los tártaros (mogoles) a finales del siglo XII. Este durísimo golpe la hace desaparecer. La decadencia de la ciudad de Kiev, no obstante, se remonta a algunos decenios antes. Desde la invasión tártara, el centro del poder en Rusia se traslada a Moscú, fundada en 1147. Los príncipes de Kiev van a ser sustituidos por los Grandes Duques de Moscú, denominados zares («zar» proviene del título romano Caesar, en ruso Czar) desde Iván III (1462-1505), verdadero fundador de la autocracia zarista. En lo que nos atañe, una parte considerable del sur de la Rus de Kiev, desde el Dniéper medio hasta el Volga inferior, queda bajo el dominio tártaro, cuyas principales unidades territoriales fueron el kanato de Crimea, entre el Dniéper y el Don, y la Horda de Oro, entre el Don y el Volga, pues hacia 1241 los tártaros de Batu, que habían llegado en sus correrías hasta Hungría y Polonia, se repliegan hasta esos límites de la Horda de Oro. Ésta es aniquilada en 1502 por el kanato de Crimea, que sobrevivió hasta 1783, perteneciendo desde entonces Crimea a Rusia. Es decir, desde principios del siglo XVI Rusia se libera casi completamente del dominio mogol. Desde la invasión tártara, Kiev quedó casi desierta hasta principios de la Edad Moderna. Como señaló en 1972 el historiador Carsten Goehrke en su estudio Rusia, el hecho de que el centro de gravedad de la Rus se desplazara de Kiev hacia Moscú, no se debe exclusivamente a la conquista mogol, sino que es también consecuencia de una evolución histórica iniciada a mediados del siglo XII (pensemos en el desarrollo económico de la República de Novgorod). Lituania, bajo Olgerd (1345-1377), conquista Kiev y casi toda la cuenca del Dniéper central, llegando a dominar más del 60 % del antiguo reino de Kiev. Éste es el origen de la rivalidad lituano-polaca con el Gran Ducado de Moscú por la soberanía de todo la antigua Rus. Sobre el suelo de esta nueva potencia, Lituania, surgida en el siglo XIV, tras la fragmentación en principados secundarios del territorio eslavo oriental, se ratificó también la forma definitiva de la individualidad racial de los pueblos de la Gran Rusia (grandes rusos o eslavos orientales), la Rusia Blanca o Bielorrusia (rusos blancos o eslavos occidentales) y la Pequeña Rusia o Ucrania (pequeños rusos o eslavos meridionales). Goehrke indica que la mayoría de los prerrevolucionarios ucranianos y de los escritores exiliados afirman tajantemente que el sentimiento de la nacionalidad ucraniana estaba ya plenamente desarrollado en el reino de Kiev y que jamás existió un pueblo paleorruso unitario. Tal opinión adolece de rigor histórico. Lo que sí resulta más factible es que en la formación de la nacionalidad ucraniana desempeñase un importante papel el que Polonia, una vez que se hubo apoderado de la Galitzia (región histórica que comprende toda el área de Lvov y el SE de Polonia) tras las luchas mantenidas con Lituania a mediados del XIV, también se anexionara, mediante la Unión de Lublin en 1569, los voivodatos (provincias bajo el mando de un voivoda o gobernador militar) lituanos situados al sur de los pantanos del Pripiat. Los cambios políticos provocados por el ataque mogol, perfilaron aquellos caminos que con el despertar de las nacionalidades desembocarían en las animosidades entre ucranianos y grandes rusos, principalmente. Ahora bien, nunca llegó a desaparecer del todo la conciencia de un pasado, una cultura y una religión comunes. El régimen de terror y de despiadada crueldad que se apoderó de Rusia bajo Iván IV (1547-1584), con la institución de la Opríchina (término que designa en principio la posesión especial de tierras concedidas a los miembros de esta organización policiaca represora, los opritschniks), favoreció el surgimiento de la cosaquería, parte fundamental de lo que el historiador Alexis Marcoff llamó la «Rusia errante». La autocracia zarista hunde sus raíces en la Rus de Kiev, pero es indudable que se consolidó por la influencia del sistema de gobierno mogol. Los cosacos se establecieron en los confines del sur, en las estepas de Ucrania, que, en ruso, se dice «Ukraina», esto es, «al borde», «al margen», «en la frontera» (de «krai» = borde). También en los frondosos bosques que bordeaban el Don, el Dniéper y el Volga. El campamento militar fortificado, la Sech, lo establecieron los cosacos en Zaporog (literalmente, «más allá de las cataratas» del Dniéper, la actual ciudad de Zaporiyia). A pesar de su brutalidad y ferocidad, los cosacos se consideraban hombres libres e iguales entre sí, salvo en caso de lucha, que obedecían ciegamente a su jefe («atamán» entre los cosacos del Don y «hetman» en Zaporog, si bien ha prevalecido «atamán»). El historiador Georgii Vernadsky dice en su Historia de Rusia, cuya primera edición se remonta a 1929, que, a lo largo del siglo XVII, el Estado cosaco fue perdiendo gradualmente su independencia. Con Catalina II la Grande, no sólo Crimea, sino toda Ucrania, quedaría bajo dominio ruso. El sentimiento nacional no disminuyó con ello. Es posible que Alejandro I (1801-1825) tuviese un deseo veraz de conectar con el alma del pueblo ruso, pero no tuvo éxito. Su hermano y sucesor, Nicolás I, reforzó la autocracia y la policía política hasta su muerte en 1855, en parte para compensar su desastrosa política exterior. Los sinceros deseos de reforma de su hijo, Alejandro II, fracasaron, tanto por la acción de agentes extranjeros, por las ideas revolucionarias de parte de la intelligentsia rusa y por la desconexión de la inmensa masa campesina respecto del poder político y de las clases dirigentes. Su asesinato en marzo de 1881 supuso una involución, en el fondo deseada por muchos «revolucionarios». El historiador Erdmann Hanisch, en su Historia de Rusia, finalizada en 1935, ha enfatizado que, en 1915, bajo Nicolás II, tuvo lugar una implacable opresión de los ucranianos en la Galitzia oriental. El deterioro de la situación, agravado por la derrota ante Japón en 1905 y por el desastre de la Gran Guerra, precipitó el triunfo de la Revolución bolchevique en octubre de 1917. Durante la guerra civil, el último centro de oposición al gobierno soviético, en la primavera de 1920, se situaba en Crimea. Un levantamiento de los cosacos del Don fracasó. El 6 de mayo los polacos ocupan Kiev, pero el Ejército Rojo los expulsó rápidamente. El 12 de octubre se llegó a una tregua, y, aunque la Paz de Riga de 18 de marzo de 1921 fue desfavorable a Rusia, quedando varios millones de ucranianos sometidos al gobierno polaco, el cese de las hostilidades con Polonia permitió al Ejército Rojo dominar Crimea en noviembre de 1920. En diciembre de 1922 cinco repúblicas socialistas soviéticas, entre ellas Rusia y Ucrania, declaran su unión. El 6 de julio de 1923 se aprobó la Constitución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, que en ese momento eran cuatro: Rusia, Bielorrusia, Ucrania y Transcaucasia (Georgia, Armenia y Azerbaiyán). El federalismo del naciente Estado Soviético y el derecho al autogobierno de las repúblicas que lo integraban, fue una decisión personal de Lenin, que tuvo que defender frente a sus opositores. Pero Lenin murió en enero de 1924. El federalismo y el autogobierno fueron desvaneciéndose progresivamente hasta 1927 (de hecho, nunca existieron como tales), en que Stalin está en puertas de hacerse con el control absoluto del Estado. Los ucranianos, particularmente, sufrieron su vesania y crueldad en 1930, durante el Primer Plan Quinquenal, cuando murieron de hambre, por orden del tirano y bajo la supervisión de su Policía y de sus comisarios políticos, alrededor de cinco millones, sin distinción de sexo ni de edad. El sucesor de Stalin, fallecido en 1953, fue Nikita Kruschev, oriundo de una provincia medio ucraniana. Admirador de Stalin, éste lo envió en 1939 a Ucrania para continuar allí la Gran Purga iniciada en 1937 contra los miembros y dirigentes del Partido, misión que cumplió con sanguinaria eficacia. A partir de 1956 se adaptó a las circunstancias. Ni con él ni con su sucesor desde 1964, el corrupto y también ucraniano Leónidas Breznev, el régimen soviético alcanzó la inhumana tiranía del ex seminarista georgiano. Prueba de que la conciencia nacional se había ido desarrollando en Ucrania, es que, aprovechando el intento de golpe de Estado en la URSS en la segunda quincena de agosto de 1991, se declaró independiente el día 24, mientras que la URSS se colapsaría en diciembre. El sentimiento nacional no ha hecho más que reforzarse durante las últimas tres décadas, si bien no puede desdeñarse la población favorable a Rusia al este del Dniéper, sobre todo en las provincias fronterizas orientales. La anexión de Crimea por la fuerza en 2014 y la actual invasión rusa, han conseguido consolidar definitivamente en Ucrania aquel sentimiento, sin reversión posible en el futuro. En cuanto al segundo interrogante planteado al principio, hoy se juega en Ucrania el futuro de la democracia representativa y del Estado de Derecho en Europa. Es necesario subrayar lo de «representativa». La democracia, en cuanto tal, no admite sucedáneos ni eufemismos que enmascaran su destrucción de facto («centralismo democrático», «democracias o repúblicas populares»). El pueblo ruso no ha conocido nunca un sistema de libertades, en el sentido de la democracia liberal. Rusia ha oscilado de modo permanente entre el Asia, donde la libertad no es prácticamente posible, puesto que le es intrínsecamente ajena, y el Occidente europeo, cuya pérdida de valores morales cristianos, en el más estricto sentido evangélico, es causa de su enervamiento moral y de la debilidad de la defensa del individuo frente a los abusos de los poderes económicos, políticos y burocrático-estatales. Salvo Israel, no creemos exagerado decir que ni una sola democracia liberal en el mundo ha logrado arraigar en un país no cristiano. El sedimento cristiano es el más importante activo con que cuenta Rusia para aproximarse a la auténtica democracia. Ésta ha sido lastrada hasta ahora por la autocracia zarista, la intolerancia de la Iglesia ortodoxa, estrechamente vinculada al poder del Estado, y la ignorancia y resignación de la amplísima masa campesina. Después vino el bolchevismo, con su desprecio por la dignidad humana y la libertad individual. Lenin intentó adaptar una ideología foránea, la filosofía de la historia de Marx contenida en el Manifiesto Comunista, a la realidad específica rusa. Privilegió la industrialización, el colectivismo, el sometimiento del individuo al Estado. El campesinado ruso le dio la espalda. Siempre se la ha dado al Estado soviético. Lenin aprendió mucho de Maquiavelo y de Robespierre. Stalin, por el contrario, de Pedro I el Grande, con su espantosa y terrorífica policía política, el Prikáz, predecesor de la cheka. La alta jerarquía eclesiástica rusa se distanció definitivamente del pueblo a partir del Cisma (Raskol) de 1652-58. Ya durante la «Época de los desórdenes» (Smuta), entre 1605 y 1612, cuando los polacos ocuparon Moscú, se hizo por vez primera patente de manera rotunda la separación entre Rusia y Europa. La occidentalización de Rusia emprendida a sangre y fuego por Pedro no dejó de ser epidérmica. El nacionalismo exacerbado de la Iglesia ortodoxa rusa ha sido otro grave inconveniente. Se ha aliado con el imperialismo zarista, y, desde Nicolás I, con el paneslavismo panruso. Los europeos occidentales desprecian, casi siempre por ignorancia, expresiones como el «alma de Rusia», la «Santa Rusia» o la «Rusia eterna», pero ellas alcanzan su exacto contenido en boca de pensadores cristianos rusos como Piotr Chaadaev, Dostoyevsky, Vladimir Soloviev, Nicolás Berdiaev, Helen Iswolsky, Pavel Evdokimov, Pavel Florenski y Vladimir Lossky. Para todos ellos Rusia debe ser para el mundo un ejemplo moral asentado en el mensaje evangélico de Jesús de Nazaret. Rusia como reserva espiritual inagotable, incompatible con un poder temporal expansionista, imperialista y opresor. Puede parecer paradójico o inaceptable para muchos liberales y «progresistas» europeos, pero la defensa de la libertad también se apoya en la creencia en Cristo, en la responsabilidad intransferible de elegir entre lo que es bueno y lo que es malo. No parece posible otro camino que renunciar al yo egoísta para comprender y ayudar al prójimo, para amarlo como a uno mismo. Ese itinerario sólo puede pasar, en el más profundo sentido, por aproximarse al misterio de la Cruz y del Verbo encarnado. ¿Está dispuesto Occidente, está dispuesta la acomodaticia y consumista Europa a ese nivel de renuncia? ¿Estamos dispuestos a deshacernos de tantas cosas que nos sobran, de tanto artificio impostado y estéril, y acercarnos a los que sufren, a los desheredados de la tierra? No se trata de un acercamiento teórico, sino concreto, muy concreto, «carnal», como diría Charles Péguy. ¿Por qué nos acomplejamos tanto cuando hay que reivindicar a Cristo y su mensaje de amor y de paz? ¿Es que la paz y el amor cristianos son incompatibles con los valores democráticos, con la separación de poderes, con la justicia social, con la protección de los débiles, con los derechos inalienables, con la garantía de un juicio justo, con la plena igualdad de derechos entre hombres y mujeres? Plena es plena. Aquí no caben titubeos o fisuras. Como Jesús ante la mujer adúltera. Europa debe, tiene que desacomplejarse. Vladimir Putin no es un comunista bolchevique; es un nacionalista furibundo, un heredero arquetípico de la autocracia zarista, con su idea imperial, expansionista. Éste es el propósito que lo anima. Ni está loco ni es un psicópata. Es inteligente, frío y calculador. Su corazón es gélido (ya en el octavo y penúltimo círculo de su Inferno situó Dante el lago Cocito, que estaba helado). Él no concibe Rusia como una realidad espiritual, sino como una realidad imperial. Si para ello hay que ser despiadado, cometer crímenes, ejercer una censura férrea, someter a pueblos o naciones militarmente débiles y que pertenecieron un día a Rusia, no hay que dudarlo siquiera. En esto es equiparable a Stalin, quien se anexionó las repúblicas bálticas. Ha establecido una sólida alianza con la jerarquía de la Iglesia ortodoxa rusa, en buena medida ultranacionalista e intolerante, ajena al diálogo interreligioso. No nos importa contradecirnos respecto de los principios cristianos antes aducidos, pero Europa, por sus complejos históricos, por su pacifismo mal entendido, por la animadversión de amplios sectores a los Estados Unidos, no supo aprovechar el momento de debilidad de Rusia durante el mandato de Boris Yeltsin. Ucrania tendría que haber entrado entonces en la OTAN, quedando así fuertemente protegidas las fronteras con Rusia y con Bielorrusia, así como Crimea y la costa del Mar Negro. El siguiente paso hubiera sido la incorporación de Ucrania a la UE, sin remilgos, como no se tuvieron con Bulgaria, Rumanía y Hungría. Naturalmente, ello debía ir acompañado de un plan preciso, eficaz, de fortalecimiento de la democracia en el Este, tarea que no se ha hecho con las naciones que entraron, atemorizadas y traumatizadas por la era soviética. Europa debe aplicar el nivel máximo de sanciones a Rusia (y a China, de paso, otras cuantas, si es necesario, en caso de optar descaradamente por Rusia frente a Occidente), debe estar dispuesta a acoger a todos los refugiados ucranianos que lo deseen, prolongando sine die su protección, debe estar dispuesta a los mayores sacrificios, pues es la libertad del continente la que está en peligro. No estamos hablando de suposiciones teóricas, sino de realidades muy concretas. La amenaza está ahí, dentro de la misma Europa. Putin desprecia la libertad y los valores que sustentan la democracia representativa. Su objetivo es continuar recuperando territorio europeo, diseñar un nuevo telón de acero. Pero Putin, que además de un autócrata es un tirano sin escrúpulos, puede perfectamente ser sustituido por otro espécimen semejante. Europa tiene que reaccionar con rapidez y decisión inquebrantable, por el tiempo que haga falta, años, décadas, centurias. Tiene que crear un Ejército europeo, tiene que desprenderse por completo del gas y del petróleo rusos. Por completo. Hay alternativas viables. Pero exigen sacrificios. Necesitamos líderes con una vista muy en lontananza y muy vasta. Como Churchill. Es cierto que no se improvisan ni se fabrican. Pero los necesitamos. Entre otras razones porque es preciso anteponer el ideal y la acción (Don Quijote) a la duda (Hamlet) y a lo puramente material. Israel defiende nuestros valores en el Próximo Oriente. Ucrania los está defendiendo valerosamente, con Zelenski a la cabeza, como los espartanos que en las Termópilas lucharon hasta la muerte por la libertad de todos los griegos. Sólo así podrán venir después victorias como Salamina y Platea. De nuevo la civilización contra la barbarie. Por supuesto que no todo el pueblo ruso es responsable de la política de Putin, como no lo fue el pueblo alemán en la SGM, pero sí es incuestionable que una buena parte de ese pueblo no quiere saber la verdad, o bien mira hacia otro lado. A todos los oligarcas rusos hay que expropiarles sus propiedades, sean de la naturaleza que sean. Ese montante debería ir a los refugiados y a la reconstrucción de Ucrania. Como la amenaza atómica nos atenaza (en absoluto es descartable un ataque nuclear táctico, limitado), debemos exprimir al máximo todos los otros resortes, especialmente los económicos. Pero con determinación inquebrantable. Los años y los decenios que sean precisos. ¿Estamos dispuestos? ¿Nos olvidaremos de Ucrania dentro de unas semanas o de unos meses? Si cae Ucrania (y es seguro que será devastada y ocupada militarmente, pero también que pueden empantanarse allí los rusos) caerán otras piezas del tablero. Que no nos quepa la menor duda. La libertad, valor supremo, hay que defenderla con la vida. No existe otro modo. Defender Ucrania, auxiliarla, es defender este viejo continente que tanto necesita alejarse de la molicie, del materialismo consumista, del placer obsceno de los sentidos, de la frivolidad, del infantilismo, del «buenismo», y recuperar la nobleza, la aristocracia del espíritu, la capacidad de sufrimiento, la contención de las pasiones destructivas, la austeridad, la alta cultura (¡cuidémonos de la rusofobia!), los valores morales cristianos, y, por encima de todo, la causa de la libertad.
Málaga, 14 de marzo de 2022, festividad de San Alejandro de Jerusalén. Publicado en la edición digital de la revista Ethic el 15 de marzo de 2022. Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.
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