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La realidad trascendida
Dibujo. Joaquín Torres-García. Fundación Pablo Ruiz Picasso. Málaga. Plaza de la Merced, 15. Hasta el 14 de agosto de 2001. Figura destacada de la vanguardia histórica, artista de muy variados registros, teórico, pedagogo y divulgador entusiasta, Joaquín Torres-García (Montevideo, 1874 – 1949) ejerció una considerable influencia en la renovación plástica española de los años veinte y treinta y, según las acertadas palabras de Vicente Huidobro, puede ser considerado como «el gran cedro del arte americano», precisamente por su grandeza y constancia humanas en el impulso transformador de la estética de los países iberoamericanos. Hijo de padre catalán y de madre de ascendencia canaria, llegó con su familia a Barcelona en 1892, donde inició su formación artística y acabó identificándose con los postulados del noucentisme, del que llegó a ser, junto a Eugenio d’Ors, uno de sus más preclaros representantes. Entre 1920 y 1932, sus prolongadas estancias, primero en Nueva York, donde se dedicó no sin mucho éxito al diseño y fabricación industrial de juguetes, y después sobre todo en París, le pusieron en íntimo contacto con algunos de los más importantes movimientos de la vanguardia internacional, especialmente con el constructivismo, el cubismo y, en menor medida, el surrealismo, apartándolo aparentemente de manera radical de aquella estética clasicista de raíz mediterránea de la época de Barcelona. Pero, como demostró de modo convincente Tomás Llorens en la retrospectiva de 1991, más que de un Torres-García clasicista y otro constructivista, quizás convendría hablar de un único Torres-García platónico, decantado finalmente por un término medio y un equilibrio entre vida y abstracción, entre razón y sentimiento, lo que no significa minimizar el decisivo papel que en su obra tendrá la noción de estructura. Esta preciosa muestra que ahora le dedica la Fundación Picasso incide sobre los dibujos que ilustraban su libro más importante, Universalismo Constructivo, publicado en Buenos Aires en 1944, cuando ya llevaba un decenio ejerciendo su magisterio en Uruguay, adonde regresó después de un corto pero intenso período madrileño que acabó decepcionándole (refiriéndose a esta última etapa, le escribe en 1934 al crítico Michel Seuphor, uno de los miembros más activos de Cercle et Carré, el grupo que, en unión a Vantongerloo, ambos habían fundado en París, diciéndole que «hice allí un esfuerzo enorme por civilizar a esa gente, pero en vano. Se encuentran en un estado tal de embrutecimiento burocrático que no hay nada que hacer» —palabras que aún mantienen una viva actualidad). En aquel enorme volumen de cerca de mil páginas admite Torres-García lo mucho que aprendió en París, reconociendo que fue allí donde se formó definitivamente. El término «París» es aquí sinónimo, como oportunamente ha señalado Seuphor, de «estructura». Cuando en ese libro escribe Torres-García que «el arte tiene su fundamento en lo eterno» y que «la idea de estructura es el fundamento de la creación artística», nada mejor para corroborarlo que estos hermosos dibujos donde el rigor geométrico se funde con la libertad infantil y la inocencia. ©Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 30 de julio de 2001
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