Anotaciones a dos escritos de Edith Stein

 

 

 

EL CASTILLO DEL ALMA (ca. 1936)

 

*Este texto lo concibe la autora como un apéndice a su obra más importante, Ser finito y ser eterno (1936). Está dividido en dos partes. La primera es un análisis de Las Moradas o el castillo interior, el célebre libro de Santa Teresa de Jesús terminado de escribir a finales de noviembre de 1577. Este análisis, en realidad, supone una extraordinaria síntesis de Las Moradas, realizada valiéndose de numerosas citas cuidadosamente escogidas del libro de la santa española. La segunda parte es un intento de esbozar una aproximación a Las Moradas a la luz de la filosofía moderna.

 

*Desde el principio deja clara Edith Stein su preferencia por referirse al Castillo interior con la expresión «El Castillo del alma». También, siguiendo a Teresa de Ávila, equipara «alma» a «espíritu». Teresa nos dice que «la puerta para entrar en este castillo es la oración». A continuación, resume Edith Stein los rasgos distintivos esenciales de cada una de las siete moradas, siguiendo fidedignamente, como hemos dicho, a la escritora abulense. Estas moradas, naturalmente, no son espacios físicos, sino estancias interiores del alma que van desde la más exterior hasta la más escondida e íntima, en la que se halla Dios. Las moradas están rodeadas por una especie de cerca o de muro, que las separa del mundo exterior. Cerca del muro merodean aquellos que quieren adentrarse en el interior de las moradas, aunque muchos no lo consiguen o ni siquiera lo intentan. Adentrarse cada vez más en el interior de las moradas, supone aproximarse cada vez más a Dios, quien se halla escondido en lo más íntimo y profundo del alma.

 

*La primera morada, a la que se entra a través de la puerta (la puerta de la oración), es el conocimiento de sí mismo. El conocimiento de Dios y el conocimiento propio se sostienen mutuamente. Mediante el propio conocimiento nos acercamos a Dios. Esta primera morada todavía está muy relacionada con el mundo que hay fuera de la cerca, y a ella aún no llega ninguna llamada de Dios. Esta primera morada es, pues, un requisito indispensable para poder continuar el itinerario que nos conducirá a Dios. Lo primero que debe hacer el hombre es conocerse bien a sí mismo.

 

*La segunda morada se caracteriza porque aquí el alma ya percibe ciertas llamadas de Dios. Empieza a entrarse en ella cuando, por ejemplo, una persona lee un texto religioso o un pasaje de la Escritura, o escucha un sermón, que pareciera como si estuviese dirigido precisamente a ella. En esta segunda morada, el alma recibe como mensajes de Dios, pero todavía la tentación del mundo exterior es muy fuerte.

 

*En las terceras moradas se encuentran las almas que han acogido de corazón las llamadas de Dios, y se esfuerzan constantemente por ordenar su propia vida conforme a la voluntad divina.

 

*Hasta aquí el alma no ha experimentado nada de la presencia de Dios en su interior. Sólo cuando suceda esto, se podrá hablar de gracia extraordinaria o mística. Esto comienza en las cuartas moradas. En sustitución de los contentos, sobrevienen gustos que «comienzan de Dios». La santa los llama también oración de quietud, porque brotan sin ningún esfuerzo propio. El alma en la oración de quietud es una fuente a la que «viene el agua de su mismo nacimiento, que es Dios». La preparación para la oración de quietud es «un recogimiento que también me parece sobrenatural».

 

*Mientras que el alma en la oración de quietud está «como en sueños», no sucede lo mismo en las quintas moradas al entrar en la oración de unión. Estar del todo unidos con la voluntad de Dios, significa «ser perfectos», y para esto «solas estas dos cosas nos pide el Señor: amor de su Majestad y del prójimo: es en lo que debemos trabajar». La más cierta señal que hay de que amamos a Dios es el amor del prójimo.

 

*En las sextas moradas tiene lugar el desposorio místico. Pero tampoco aquí encuentra reposo el alma. Su anhelo mira a la unión estable y duradera que se le concederá sólo en la morada séptima, y entretanto el alma es probada con más intensos sufrimientos, externos e internos. A veces el alma es «tocada» en forma tal por la palabra de Dios, que cae en éxtasis.

 

*«Cuando nuestro Señor es servido haber piedad de lo que padece y ha padecido por su deseo esta alma que ya espiritualmente ha tomado por esposa, primero que se consuma el matrimonio espiritual métela en su morada, que es ésta séptima». El primer efecto del matrimonio es «un olvido de sí». El segundo efecto es «un deseo de padecer grande».

 

*Concluida la síntesis, pasa Edith Stein a considerar Las Moradas a la luz de la filosofía moderna.

Es propio de la naturaleza humana caída el perderse en el mundo exterior. Pero en este perderse debemos distinguir: a) el darse objetivamente, como lo hace el niño o el artista en un gesto que llega hasta el olvido de sí, pero que no excluye en un determinado momento un real retorno a la propia interioridad; b) el enredarse en las cosas del mundo, que hace brotar el deseo pecaminoso de ellas y que frena el recogimiento, o provoca un errado apego a sí mismo.

Edith Stein admite que Santa Teresa no pretendía indagar si la estructura del alma tenía además sentido, prescindiendo de este su «ser habitación de Dios», de igual que también queda fuera de su punto de mira si habría otra puerta de entrada diversa de la oración. Para ambos interrogantes la respuesta de Edith Stein es afirmativa.

Queda absolutamente en firme lo que la santa expresó tan netamente: que entrar en sí mismo significa acercarse gradualmente a Dios. Pero a la vez significa la progresiva adquisición de una posición cada vez más nítida y acertada frente al mundo. Como espíritu y como imagen del Espíritu divino, el alma no sólo tiene conocimiento del mundo externo sino también de sí misma: es consciente de su vida espiritual, y es capaz de reflexionar sobre sí misma, incluso sin entrar por la puerta de la oración. Una posibilidad de entrada en su interior se la ofrece el trato con otros hombres. Otro impulso a reentrar en sí mismo se da, por pura experiencia, en el crecimiento de la persona durante el periodo de maduración que va desde la infancia a la juventud.

El siglo XIX llegó a una psicología sin alma, esto es, sin consideración alguna religiosa o teológica del alma. Esta concepción psicológica naturalística está ya superada. Fueron apareciendo los pioneros de la nueva «ciencia del espíritu y del alma»: Wilhelm Dilthey (1833 – 1911), Franz Brentano (1838 – 1917) y Edmundo Husserl (1859 – 1938). El primero estaba familiarizado con los problemas de la teología protestante. Brentano, sacerdote católico, después de su secularización, continuó ocupándose apasionadamente hasta el final de su vida de los problemas de Dios y de la fe. En cuanto a Husserl, discípulo de Brentano y maestro de la propia Edith Stein, aunque no estudió directamente la teología y filosofía medieval, conservaba una cierta vinculación viva con la gran tradición de la philosophia perennis, así como, en su lucha filosófica, era consciente de tener una misión, promoviendo, en el círculo de personas cercanas, tanto en el plano científico como en el humano, un fuerte movimiento hacia la Iglesia.

 

Otro caso muy especial es el de Alexander Pfänder (1870 – 1941), el gran fenomenólogo de Munich. En su libro El alma del hombre. Ensayo de una psicología inteligible (1933), encuentra Edith Stein numerosos puntos de contacto con su propia concepción. Lo que distingue al alma, piensa Pfänder, es su tendencia al autodesarrollo, tendencia basada en la esencia misma del alma. Él ve en el alma un núcleo de vida que partiendo de ese germen debe desarrollarse hasta tener forma plena. Propiedad esencial del alma humana es el exigir, para el propio desarrollo, la libre actividad de la persona. Con todo, el alma es «esencialmente creatura y no creadora de sí. No se genera a sí misma, sino que únicamente puede desarrollarse. En el punto más profundo de sí misma, está ligada a su perenne principio creativo. A partir de él puede desarrollarse en plenitud únicamente manteniéndose establemente en contacto con ese perenne principio creador». La esencia del alma se presenta a sí misma como la clave para entender su propia vida.

 

El centro del alma es el lugar desde donde se hace oír la voz de la conciencia, y el lugar de las libres decisiones personales.

 

Para Santa Teresa, espíritu y alma son una sola cosa, y, sin embargo, se distinguen entre sí. Para Edith Stein, el alma es lo oculto e informe, y el espíritu es lo libre que fluye dentro, la vida que se manifiesta.

 

 

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CAMINOS DEL CONOCIMIENTO DE DIOS

La «teología simbólica» del Areopagita y sus supuestos prácticos

(ca. 1940 – 1941)

 

 

 

*Aunque no nos ha llegado un libro del Pseudo Dionisio Areopagita (activo entre finales del siglo V y principios del siglo VI) con el título de Teología simbólica, Edith Stein trata de deducir su supuesto contenido a partir de los otros textos del Areopagita que sí se han conservado. Para el Areopagita, todo ente emana de Dios como su origen, y a Él regresa. La ley fundamental de la visión dionisiana del mundo es el «orden de los grados», denominado como jerarquía, y definida por él mismo, en La Jerarquía celeste, como «el orden completo de las cosas santa existentes». Su cometido es reconducir todo lo creado al Creador.

 

Con el término «teología» el Areopagita designa la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios, y como «teólogos» a sus autores, los escritores santos.

 

El nombre «teología mística» no se refiere a un discurso que tenga a Dios por objeto [como lo denota el vocablo «mística»]. En su texto Teología mística, el Areopagita diferencia diversas teologías, que no son «disciplinas» o asignaturas, sino modos diversos de hablar de Dios y caminos y formas diferentes del conocimiento de Dios. La ascensión hacia Dios es una ascensión a la oscuridad y al silencio.

 

En la Teología mística, en la inmersión en la oscuridad más allá de todo razonamiento, encontramos ausencia de palabras y de razonamiento. El proceder en ella es el camino de la negación («teología negativa»): acercamiento a Dios mediante la negación de cuanto Él no es. También es subida, en el sentido de que se parte de lo inferior. En la teología afirmativa deberá procederse de manera inversa.

 

«Y cuando afirmamos o negamos algo de lo que está tras Él, ni lo afirmamos ni lo negamos; Él está más allá de toda toma de posición como causa perfecta y única de todas las cosas, y está más allá de toda negación como preeminencia superior a todo lo perecedero». Y así, la teología positiva y la negativa, una vez cumplido el ascenso, ceden el puesto a la teología mística, la cual alcanza la unión con el Inefable en silencio total.

 

La teología positiva se apoya en la correspondencia de ser entre Creador y criatura (analogia entis).

La teología negativa se basa en el hecho de que junto a la similitudo [semejanza] se da una maior dissimilitudo [mayor diferencia].

Ambas desembocan en la cima de la teología mística, en la que Dios mismo desvela su misterio, dejando entrever al mismo tiempo la impenetrabilidad del mismo.

 

*Al grado inferior de la teología afirmativa el Areopagita lo denomina teología simbólica. Los datos más amplios sobre ella están contenidos en su Carta IX a Tito. La teología simbólica es el lenguaje metafórico de Dios. El lenguaje simbólico requiere la interpretación, a fin de no ser malentendido groseramente.

La meta del lenguaje simbólico es ocultar lo santo a la mirada profana de la muchedumbre, y descubrirlo a aquellos que aspiran a la santidad y que, libres de formas de pensar infantiles, han adquirido la necesaria agudeza de espíritu para contemplar las verdades simples.

Según un texto de San Pablo, la entera creación visible está situada frente a la invisible esencia de Dios.

 

*Posibles fuentes de las que puede ser obtenido un conocimiento de Dios:

a) el conocimiento natural de Dios;

b) la fe como camino «ordinario» del conocimiento sobrenatural de Dios;

c) la experiencia sobrenatural como camino «extraordinario» del conocimiento sobrenatural de Dios.

 

Veámoslas.

 

a)     Conocimiento natural de Dios.

Para Edith Stein, de la obra del Areopagita no parece desprenderse que él considere como posible fuente para los teólogos el conocimiento natural. Para Edith Stein, la «teología natural» es una doctrina de Dios deducida a partir de la experiencia natural mediante la razón natural. Su contenido principal son las pruebas de la existencia de Dios y la doctrina sobre el ser de Dios y los atributos que se derivan de conocer el mundo creado.

La percepción sensible va siempre más allá de lo que aquí y ahora cae en los sentidos y bajo múltiples aspectos.

Entre lo que se percibe con los sentidos exteriores está lo «vivo» y lo «animado». Vida y alma son cocaptadas en la percepción exterior, pero nunca podrán ser vistas desde fuera en sentido propio. En rigor, se experimentan desde dentro.

Prescindiendo de lo que es propio a la esencia de la vida y del alma, a la plenitud del mundo percibido sensiblemente pertenece mucho más de lo que puede captarse con métodos científico-naturales.

Dios es el teólogo originario. Su teología simbólica es la creación entera. Los teólogos, en el sentido del Areopagita, los escritores santos, son quienes poseen el entendimiento original para esta «revelación natural»; se les ha dado el poder entender el lenguaje metafórico de Dios y traducirlo al lenguaje humano para llevar a otros, a través del camino de la teología simbólica, a Dios.

En el conocimiento natural de Dios se puede advertir ya una rica y fluida fuente desde la que cabe elaborar la teología simbólica.

 

b)    La fe.

Todos los teólogos se apoyan en el suelo firme de la fe. «Fe» no se toma aquí en el sentido amplio de creencia, sino en el riguroso de fides, de aceptación y fidelidad a la revelación sobrenatural. Por revelación sobrenatural se entiende la automanifestación de Dios mediante la Palabra. La Palabra de Dios (la Sagrada Escritura) es revelación de verdad sobrenatural, y al mismo tiempo, discurso que exige la fe como aceptación y fidelidad a la verdad revelada.

 

c)    Experiencia sobrenatural de Dios.

La experiencia de Dios es el núcleo de toda vivencia mística: el encuentro con Dios de persona a persona.

Un ejemplo de experiencia personal de Dios es el de Isaías (Is 6, 1-13), quien contempló a Dios mismo y percibió sus palabras. El texto nos hace ver, escribe Edith Stein, que Isaías poseía la certeza interior de que Dios estaba presente. Y únicamente allí donde está presente, puede hablarse de un conocimiento personal de Dios. Denominamos a esto sentimiento de la presencia de Dios, y viene a ser el núcleo de toda experiencia mística.

Al encuentro personal con el Señor lo denominamos experiencia de Dios, en el sentido más propio. Frente al conocimiento experiencial mediato está el encuentro personal caracterizado como plenitud. El encuentro personal no otorga la última plenitud, sino que reenvía por encima de sí a una plenitud propia de la más alta experiencia mística, en definitiva a la visión beatífica.

Cuanto Isaías oye y ve es comparable a la escuela superior de la teología simbólica; aquí se ofrecen al escritor santo imágenes y palabras a pedir de boca, para expresar lo indecible y hacer visible lo invisible. Pero más importante que todo esto es el ser tocado por Dios sin palabras ni imágenes. Pues en este personal encuentro tiene lugar el conocimiento íntimo de Dios, que da la posibilidad de «configurar la imagen según el original».

También podría suceder, precisa Edith Stein, que una palabra de la Escritura me afecte tan íntimamente que me sienta llamado por Dios mismo y que advierta su presencia; entonces, Dios mismo habla, y Él me habla. El campo de la fe entonces no se abandona en rigor, pero momentáneamente soy elevado al conocimiento experiencial de Dios.

*Dios quiere dejarse encontrar por quienes lo buscan. Por principio quiere ser buscado.

La fe es un don que debe ser aceptado.

A quien no acoge la palabra de Dios como palabra de Dios, le resulta palabra muerta.

Dios se manifiesta en primer lugar a los espíritus puros, cuya capacidad intelectual natural es superior a la nuestra, y en ellos la luz divina no halla oposición interior alguna.