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Mädchen in Uniform (1931), una obra maestra de la realización y la interpretación. (Algunas reflexiones sobre este filme y la nueva versión de 1958).
© ENRIQUE CASTAÑOS
Sólo con la ejecutoria de Mädchen in Uniform («Muchachas de uniforme», 1931), podríamos afirmar, sin mucho temor a equivocarnos, que Leontine Sagan (1889 – 1974), nacida en Viena, ha sido la más destacada directora de cine en el ámbito cultural germánico, junto, por supuesto, a Leni Riefenstahl. En primer término, convendría clarificar algunas cuestiones relacionadas con el guión, el contenido y la realización de este filme clásico. La película se inspira en una pieza teatral, Ritter Nérestan (Leipzig, 1930), de la escritora y escultora alemana Christa Winsloe (Darmstadt, 1888 – Cluny, 10 junio 1944), en la que reconstruía experiencias personales en un internado de Potsdam siendo adolescente, donde se enamoró platónicamente de uno de sus profesores. La obra tuvo un éxito considerable, siendo de nuevo publicada al año siguiente, esto es, en 1931, en Berlín, bajo el título de Gestern und Heuten (literalmente, «Ayer y hoy»). Aunque la experiencia amorosa real de la escritora en el internado de Potsdam había sido con uno de los profesores, en la obra teatral la reelabora haciendo que el vínculo se establezca entre una profesora y una alumna, huérfana ésta de madre. Es decir, que introduce un elemento fundamental de evidentes resonancias lésbicas. Fue dos años después de realizada la película, cuando Christa Winsloe volvió a retomar el tema, ahora en forma de novela, y escribió Das Mädchen Manuela (1933). El propio filme, mejor dicho, las alteraciones introducidas en el guión, pudieron determinarla a redactar de nuevo la historia. Tanto en la obra teatral como en la novela, la protagonista adolescente muere, circunstancia que no ocurre en la película. Cuando Leontine Sagan se decidió llevar al cine la obra teatral de Christa Winsloe, llamó a ésta para que fuese la guionista, pero la intervención del prestigioso realizador alemán Carl Froelich (1875 – 1953)[1], que actuó como supervisor de la dirección, decidió que se pusiese el énfasis en el autoritario modelo de educación prusiano (la película transcurre en Potsdam en 1910, en el interior de un internado para hijas de oficiales), y no en la relación amorosa entre una de las profesoras y una de las alumnas, que son, a pesar de todo, las protagonistas indiscutibles y el alma de la película de Leontine Sagan. Esta alteración se hizo, y es preciso subrayarlo, con el pleno consentimiento de la guionista, aunque ni mucho menos aquella relación lésbica fue aniquilada, pero sí notablemente atemperada. En el fondo, Christa Winsloe consigue que el guión no traicione su propia experiencia íntima, que tuvo, como hemos dicho, un carácter esencialmente platónico. Resulta sumamente penoso asistir al obsesivo empeño de ciertos críticos y espectadores en convertir Mädchen in Uniform en una cinta explícitamente lésbica y con un contenido erótico vulgar y grosero que en absoluto tiene. Ocurre todo lo contrario. La relación entre la alumna huérfana de madre, Manuela von Meinhardis, papel que interpreta la actriz alemana Hertha Thiele, y una de las profesoras, la Srta. Elisabeth von Bernburg, personaje interpretado por la actriz suiza Dorothea Wieck, es una relación plena de respeto, elegancia, exquisitez, sensibilidad y aristocracia espiritual. La joven, que se encuentra bajo la tutela de una autoritaria tía materna, ha carecido durante toda su vida de verdadero afecto, encontrándolo ahora en Elisabeth, que sabe mantener un sutil equilibrio entre autoridad y tolerancia, cercanía y distancia, afecto y frialdad. Manuela, como es natural, y no es ningún secreto para la psicología profunda, se «enamora» de su peculiar profesora, depositando en ella todo su afecto, incluso todo su amor, pero de una manera completamente inocente y pura. Las connotaciones sexuales no existen, y quien afirme que las ve, es que tiene un problema de percepción visual y de comprensión psicológica. Es más, no hubieran tenido ningún sentido, ya que habrían producido un efecto grosero, vulgar, prosaico, cuando de lo que se trataba era de realizar una película que destacase por sus sutiles insinuaciones, por sus deducciones implícitas, por su belleza inmaterial, como correspondía a dos criaturas tan inteligentes y cultas como eran Leontine Sagan y Christa Winsloe. Pero antes de continuar, creo necesario hacer otras consideraciones a propósito de esta escasamente conocida escritora alemana. Militante del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), mantuvo, entre 1932 y 1933, una breve pero apasionada relación amorosa con la destacada periodista estadounidense Dorothy Thompson, cuando ésta trabajaba como corresponsal en Europa. La muerte de Christa Winsloe, tan sólo cuatro días después del desembarco aliado en Normandía, ocurrió en extrañas circunstancias nunca aclaradas en la floresta que rodea la localidad francesa de Cluny, en Borgoña, siendo fusilada, junto con otra mujer, por un supuesto comando de la Resistencia francesa formado por cuatro hombres, al frente del cual se encontraba un tal Lambert. En el juicio posterior, Lambert fue exculpado por falta de pruebas. Resulta de todo punto inverosímil y muy difícil de creer que la Resistencia francesa diese la orden de ese fusilamiento, teniendo en cuenta que se conocía ampliamente la posición antinazi y antifascista de la escritora, sus ideas avanzadas y su lesbianismo. Es probable que ese comando estuviese integrado por colaboracionistas franceses, que lograron engañar a la Resistencia, o como algunos han sugerido, que fuese entregada a las fuerzas alemanas de ocupación en Francia. En cuanto a Dorothy Thompson, tampoco resulta anecdótico ofrecer algunos detalles biográficos. Nacida en el Estado de Nueva York en 1893, en el seno de una familia cuyo padre era metodista, se graduó en la Syracuse University, participando desde joven en movimientos políticos progresistas y sufragistas. Desde 1920 fue corresponsal en Europa. En 1928 se casó con el escritor estadounidense Sinclair Lewis (1885 – 1951), quien recibiría el Premio Nobel de Literatura en 1930. Desde muy pronto, el matrimonio tuvo problemas, en parte derivados de la afición desmedida a la bebida de Lewis[2]. El caso es que se produjo un distanciamiento, momento en el que Dorothy mantendría la ya mencionada breve relación amorosa con Christa Winsloe[3], entre 1932-1933. En 1936, Dorothy Thompson era una celebridad nacional en los Estados Unidos, afianzada por sus célebres artículos, publicados entre 1937 y 1941 en el New York Herald Tribune, en los que arremetió contra Hitler y el movimiento Nacionalsocialista. También fue muy crítica con algunas decisiones políticas adoptadas por el Presidente Franklin Delano Roosevelt. No obstante, como correspondía a una mujer amante de la libertad individual y firmemente convencida de los beneficios de la democracia representativa y del Estado de Derecho, fue una decidida anticomunista. En 1948, al comienzo de la Guerra Fría y como consecuencia del bloqueo de los accesos terrestres al Berlín occidental por orden de Stalin (junio de 1948), escribióle una carta al Presidente Harry Truman instándole a que frenase la expansión comunista en Europa. ***** Volviendo a la película que nos ocupa, lo que Kracauer denomina en su libro el «espíritu de Potsdam», está maravillosamente reflejado en el filme, en primer lugar, en las concisas y hermosas tomas que hace con su cámara Franz Weihmayr de algunos de los monumentos arquitectónicos y escultóricos de la ciudad, tan espléndidamente embellecida por Federico II el Grande de Prusia en la segunda mitad del siglo XVIII. En segundo término, en ese espíritu de disciplina, de orden, de sacrificio y de obediencia que encarna de modo insuperable la directora del internado, la actriz de origen letón Emilia Unda (1879 – 1939), cuyo bastón, con el que siempre se apoya al caminar enérgica y parsimoniosamente a la vez, es un auténtico bastón de mando, una especie de cetro, símbolo de su autoritario poder. La primera vez que aparece la directora en el filme, pues no se ha dignado a recibir personalmente a Manuela y a su desabrida tía al llegar al colegio, sintiéndose la estirada señora un tanto desairada, es en su despacho, leyendo con atención el periódico, sentada junto a la amplia mesa escritorio, en una actitud que al instante percibimos que denota autoritarismo, intolerancia, inflexibilidad, firmeza de carácter e incluso aspereza. La servil y temblorosa Srta. von Kesten, en quien la directora delega, calculadamente administrada, sólo una parte de su poder frente a las internas y las propias profesoras, un poder completamente vicario y subordinado, hasta asustadizo, que interpreta estupendamente la actriz austriaca Hedwig Schlichter (1898 – 1984), se dispone en la misma sobria secuencia a presentarle los resultados de las facturas económicas diarias, pero al atreverse a manifestarle, muy ceremoniosa y comedidamente, que algunas alumnas se quejan de la escasez de la comida, la directora, en un gesto que la caracteriza de manera soberbia, se quita las gafas, la mira un segundo con altivo desprecio y le responde sin titubeos que sólo el hambre y la disciplina pueden volver a hacer de Prusia una gran nación, y más tratándose de hijas de militares, ya que las que hemos sido hijas de oficiales, le espeta, sabemos muy bien lo que es pasar hambre. El hambre endurece el cuerpo y educa el espíritu. Su concepción de la educación, incluso para señoritas―mejor aún, especialmente para señoritas, pues ellas están llamadas a ser las madres y las educadoras de los futuros héroes y servidores de la Patria―, es completamente de inspiración militar, de inspiración militar prusiana―no está de más recalcarlo―, proverbial donde las haya. Así se lo hará entender posteriormente al conjunto de las profesoras en una reunión rutinaria destinada a fiscalizar el comportamiento de alumnas y maestras, así como la correcta aplicación de las severas y estrictas normas que rigen la institución. En un artículo que escribí a finales de diciembre de 2014, analizando la primera película dirigida por Leni Riefenstahl, Das Blaue Licht («La luz azul»)[4], estrenada en Berlín el 22 de marzo de 1932, comentaba que una de las principales limitaciones del imprescindible ensayo de Kracauer es su empeño en demostrar y en verificar, contra viento y marea, una tesis, verdadero eje argumental de su libro: que hay una línea directa que conduce desde el Dr. Caligari del filme de 1919, un siniestro psiquiatra manipulador, a través de la hipnosis, de las conciencias, hasta Hitler, un fanático, un demagogo y otro criminal. El problema radica en que escruta en las películas cualquier vestigio psicológico o de contenido que le permita ilustrar su tesis, forzando a veces las intenciones del realizador, que podían ser perfectamente sólo de carácter estético, o que simplemente no tengan el más mínimo vínculo apriorístico, como resulta ser lo más habitual, con el posterior régimen nacionalsocialista. En el caso de Leni Riefenstahl, recordaba yo que su película fue rodada antes de que la gran realizadora asistiese por vez primera a un mitin político de Hitler y lo conociese poco después personalmente; es más, que el filme fue hecho sin la más mínima concomitancia político-ideológica con lo que después sería la siniestra dictadura nazi. En relación con la película de Leontine Sagan, a Kracauer le gustó mucho eso de recalcar lo del «espíritu de Potsdam», y no está mal que lo haga, pues, efectivamente, ese tipo de internados eran así y reflejaban un modelo educativo autoritario genuinamente prusiano. Pero el lector cándido o desinformado debe ser precavido, porque el Despotismo ilustrado de Federico el Grande ni mucho menos debía desembocar ineluctablemente, a través del Idealismo filosófico, del irracionalismo del Romanticismo alemán y de ciertas circunstancias históricas de la época bismarckiana y guillermina, por señalar los periodos más sobresalientes de la historia política y cultural de la Alemania de finales de la Edad Moderna y de la Edad Contemporánea, en la dictadura nazi. Considero frágil, inexacta y exenta de rigor histórico la opinión que se empeña en sustentar que ese periodo de prosperidad de Prusia bajo el gran rey Federico, o el posterior del Sturm und Drang, del Idealismo filosófico y del Romanticismo literario y artístico, constituyen etapas ineludibles que irían preparando irremisiblemente la psicología del pueblo alemán para la hecatombe que comenzó a gestarse desde el penúltimo día de enero de 1933. El gran economista británico John Maynard Keynes, en un libro extraordinario, probablemente uno de los pocos verdaderamente influyentes del siglo pasado, Las consecuencias económicas de la paz (1919), demostró con suficiente claridad y envidiable inteligencia que la humillación a la que Francia (que también representaba los intereses de Bélgica) estaba sometiendo a Alemania durante las sesiones de la Conferencia de Paz de Versalles, ante el consentimiento y la intolerable e injustificable impotencia de Estados Unidos y de Gran Bretaña, tendría gravísimas repercusiones en el futuro, pues era el caldo de cultivo para que se desencadenase una conflagración aún peor, como de hecho ocurrió, prevista por Keynes con tan increíble exactitud que sus palabras parecen proféticas, cuando lo único que hizo fue sopesar, valorar y analizar los hechos y las circunstancias que tenía ante sus ojos, de igual modo que también supo hacerlo magistralmente Edmundo Burke en 1790―en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia―respecto de los acontecimientos que se estaban sucediendo en la Francia revolucionaria, lo que le permitió predecir con increíble precisión el inmediato futuro y los derroteros totalitarios, terroristas y sanguinarios de la Revolución, especialmente visibles a partir de la tristemente célebre Jornada del 10 de agosto de 1792 desde por la mañana en el Palacio de las Tullerías. Es decir, que las causas principales de lo que ocurrió en Alemania a partir del 30 de enero de 1933 hay que buscarlas en el Tratado de Versalles, en la humillación de Alemania, en el desamparo a que ésta se vio sometida por las potencias anglosajonas, en el permanente acoso de la República de Weimar, en la política de apaciguamiento, en la conspiración que permite que Hitler acceda a la Cancillería, en la repercusión del crack de 1929, y en factores de esta índole. Resulta temerario, arriesgado, de poco rigor histórico e ineficaz responsabilizar al II Reich bajo Otto von Bismarck, esto es, entre 1871 y 1890 (otra cosa fue la responsabilidad de Guillermo II y de las élites alemanas en el rearme y en la política imperialista que en parte provocó la Gran Guerra), de lo que sucedería a principios del decenio de 1930; cuánto más retrotraerse al periodo de Federico el Grande. El absolutismo monárquico, en su variante de Despotismo ilustrado, tal como se perfiló en la Austria de José II, en la Rusia de Catalina la Grande, en la España de Carlos III o en la Prusia de Federico II, ni mucho menos tiene nada que ver con un régimen político criminal, de métodos gansteriles, de aniquilamiento sistemático de la dignidad y las libertades individuales, peor aún, de exterminio físico del adversario por métodos terroristas, sustentados en un nihilismo ateo disolvente de cualquier valor ético y moral. El internado en el que entra Manuela von Meinhardis en Potsdam en 1910 exige sometimiento, disciplina de cuartel, pero no suprime radicalmente la capacidad de pensar, no convierte a las colegialas en autómatas, en instrumentos de una maquinaria terrorífica y criminal que elimina la vida interior, cualquier posibilidad de juicio, y, lo que es más importante, cualquier posibilidad de compasión, de piedad, de humanidad, de responsabilidad ética. La propia directora, en la secuencia final, es innegable que ha perdido una importante batalla, y por eso la vemos adentrarse encorvada en las profundidades del corredor en sombras, vencida. Es posible que temporalmente vencida, es posible que sólo haya perdido una crucial batalla y que al final gane la guerra, pero su autoridad ha sido gravemente tocada. En el supuesto de que ganase la guerra, las condiciones vigentes en el internado ya no volverían a ser las mismas de antes. No comparto el pesimismo de Kracauer. El mundo interior de las adolescentes, su juvenil vitalidad, el comportamiento y el trato de algunas profesoras, son motivos suficientes para la esperanza. En cualquier caso, que es lo que a mí me importa subrayar aquí, no debe extraerse una relación mecanicista causa-efecto entre el llamado «espíritu de Potsdam» y los terribles sucesos que arrojaron a Alemania al abismo desde 1939, cuyo siniestro preámbulo arranca en 1933. Además, resulta muy fácil manipular la Historia y el pasado, mixtificarlo, tergiversarlo, no sólo en lo que se refiere a los sucesos, sino a los personajes fundamentales, bien se trate de reyes, de políticos o de pensadores. ¿Es que porque Hitler regalase a algunos de sus invitados extranjeros las Obras Completas de Federico Nietzsche ricamente encuadernadas, debemos deducir de ahí, con manifiesta estulticia, que el solitario de Sils Maria fue un precursor ideológico del nacionalsocialismo? ¿Qué responsabilidad tiene el pensador de la doctrina del eterno retorno que su hermana Elisabeth Förster-Nietzsche manipulase tendenciosamente su archivo, alterase textos del filósofo[5], expurgase, tachase y eliminase otros, se convirtiera en una ferviente defensora de Hitler y de su política antijudía, habiéndose casado ella misma en 1885 con otro fanático antisemita, el maestro de escuela Ludwig Bernhard Förster, que se suicidaría en julio de 1889? ¿Por qué tenemos que dejar caer una injusta, superficial y caricaturesca sombra de sospecha sobre Federico II el Grande por el hecho de que Hitler lo admirase y fuese a visitar su tumba el 21 de marzo de 1933, junto al anciano Presidente Paul von Hindenburg, en la Garnisonkirche de Potsdam?[6] Entre el admirador de Voltaire y de las ideas de la Ilustración, de un lado, y el hacedor de la doctrina del Lebensraum y de la solución final contra los judíos, de otro, no hay puntos de contacto; ningún punto de contacto en lo esencial, claro está. Ni Federico era un fanático, ni un indocumentado, ni un perezoso, ni un demagogo, ni un criminal. Tuvo muchos defectos, como correspondía a un príncipe absolutista y autoritario, pero también tuvo grandes virtudes, y siempre deseó lo mejor para sus súbditos. Jamás los habría conducido al abismo. Naturalmente, no los consideraba ciudadanos, como no lo eran en ningún territorio de Europa o del mundo, ni tan siquiera en Inglaterra o en las colonias de la costa este de Norteamérica. No está de más recordar aquí una ilustrativa anécdota que rememoraba hace menos de dos años Don Antonio García-Pablos, Catedrático de Derecho Penal y Director del Instituto de Criminología de la Universidad Complutense de Madrid. Transcribo sus palabras: «Cuenta la leyenda que una buena mañana Federico II de Prusia, molesto porque un molino cercano a su palacio de Sans-Souci afeaba el paisaje, envió a un edecán a que lo comprara por el doble de su valor, para luego demolerlo. Al regresar el emisario real con la oferta rechazada, el rey Federico II de Prusia se dirigió al molinero, duplicando la oferta anterior. Y como este volviera a declinar la oferta de su majestad, Federico II de Prusia se retiró advirtiéndole solemnemente que si al finalizar el día no aceptaba, por fin, lo prometido, perdería todo, pues a la mañana siguiente firmaría un decreto expropiando el molino sin compensación alguna. Al anochecer —continúa la leyenda— el molinero se presentó en el palacio y el rey lo recibió, preguntándole si comprendía ahora ya cuan justo y generoso había sido con él. Sin embargo, el campesino se descubrió y entregó a Federico II una orden judicial que prohibía a la Corona expropiar y demoler un molino sólo por capricho personal. Y mientras Federico II leía en voz alta la medida cautelar, funcionarios y cortesanos temblaban imaginando la furia que desataría contra el terco campesino y el temerario magistrado. Pero concluida la lectura de la resolución judicial, y ante el asombro de todos —finaliza la leyenda—, Federico el Grande levantó la mirada y declaró: “Me alegra comprobar que todavía hay jueces en Berlín”. Saludó al molinero y se retiró visiblemente satisfecho por el funcionamiento institucional de su reino, aseguran los cronistas de palacio». La lógica conclusión de García-Pablos es: «El “juez de Berlín” representa, en el mundo del Derecho, la independencia judicial frente a la arbitrariedad y el despotismo; la primacía absoluta de la ley, expresión de la soberanía popular, y la garantía de igualdad de todos los ciudadanos ante ella, exigencias ambas inseparables del Estado de Derecho»[7]. ¿Podríamos imaginar por un momento cuál hubiera sido la respuesta de Hitler, o de Stalin, a un molinero en parecidas circunstancias? Desgraciadamente, ni siquiera hubiese habido necesidad de respuesta. ***** Una de las claves para comprender la calidad cinematográfica de Mädchen in Uniform, está sin duda en la magnífica interpretación de sus dos actrices principales, Dorothea Wieck y Hertha Thiele, quienes contaban menos de veinticuatro años en 1931 (tenían exactamente la misma edad, con muy pocas semanas de diferencia). Además de las ya citadas Emilia Unda y Hedwig Schlichter, también habría que destacar especialmente a Ellen Schwanneke en el papel de Ilse von Westhagen, quizás la más querida compañera de Manuela en el internado. Por mucho que Carl Froelich atemperase la platónica relación amorosa entre Elisabeth y Manuela, la propia cadencia fílmica, el ritmo temporal, la administración de las secuencias, y, sobre todo, la aparición en escena de ambas mujeres, subyuga de tal manera al espectador, que la ambigua, implícita e imprecisa relación que mantienen, provoca un irreprimible interés en aquél, pues, de igual modo que Manuela está absolutamente fascinada con Elisabeth, el espectador lo está con las dos mujeres, pero desde el primer encuentro, fortuito, que tienen en la escalera de la institución. Siegfried Kracauer, como suele ser habitual en él, caracteriza con sucintas aunque precisas pinceladas la personalidad y la interpretación de cada una de ellas. Respecto de Manuela afirma que es «un compendio único de dulce inocencia, temores ilusorios y emociones confusas», y que mientras «encarna la adolescencia con su manifiesta vulnerabilidad», Elisabeth «brilla aún con una juventud que se desvanece irreparablemente. Cada gesto suyo dice de batallas perdidas, esperanzas enterradas y deseos sublimados»[8]. Por su parte, la historiadora alemana y crítico de cine Lotte Henriette Eisner (1896 – 1983), en su también clásico ensayo sobre el cine alemán hasta 1936, pondera los diálogos de la película, indicando que Leontine Sagan «resalta la inconsciente ingenuidad de las confidencias de las pensionistas en la intimidad del dormitorio y ese impulso amoroso que vibra en la voz de la adolescente―Hertha Thiele―haciendo contrapunto al contralto de Dorothea Wieck»[9]. Es muy significativo que ni Kracauer ni Eisner hicieran alusión al pretendido carácter erótico del filme, que algunos críticos y aficionados han exagerado desmedidamente, mixtificando un contenido cuyas imágenes lo desmienten de raíz, ya que la película se mantiene en todo momento dentro de unos límites estéticos exquisitos, de una elegancia natural, esto es, en absoluto artificial o forzada, incluso de una aristocracia espiritual que tiene mucho que ver con la sutileza, respeto y delicadeza con que Leontine Sagan nos muestra los sentimientos íntimos de la profesora y de la alumna. Por ningún lado se detecta―y no ya Leontine Sagan o la influencia de Carl Froelich, sino que la propia Christa Winsloe no lo hubiese permitido por razones estéticas e incluso espirituales―una relación lésbica explícita, grosera, prosaica o de un contenido lúbrico de mal gusto. Si eso hubiera sido así, el producto resultante habría sido a no dudarlo mediocre, vulgar, y no la obra admirada en que se ha convertido, acrecentada con el paso del tiempo. Coincido plenamente con Kracauer y con Eisner cuando enfatizan los términos «inocencia», «emociones confusas», «deseos sublimados» e «impulso amoroso», pues de eso precisamente se trata, de una relación entre dos mujeres sensibles, con una rica vida interior, pero que, en el caso de Manuela, ha carecido de verdadero cariño al criarse sin madre, ser su padre un estricto oficial prusiano y su tía, la Sra. von Ehrenhardt, una mujer despegada, displicente y poco afectuosa para con su vulnerable sobrina, y que, en lo que respecta a Elisabeth, ha canalizado su familiar necesidad de afecto, su escondida bondad congénita, hacia las colegialas, único modo de liberar positivamente su natural y sano deseo de amor, que se ve así sublimado en la dedicación abnegada que tan desinteresadamente despliega con las adolescentes. Es cierto que sorprende sobremanera, produciéndonos―por supuesto que eso dependerá del tipo de espectador que vea la película, de su sensibilidad, de sus sentimientos, de su sexo, de su orientación sexual, de su estructura anímica, de su estado de ánimo coyuntural, y de otros factores, imponderables o no―un efecto perturbador, una cierta extrañeza en la que nos es dado descubrir un placer íntimo, una complicidad secreta, el delicadísimo beso que Dorothea Wieck le da en la boca, delante del resto de las alumnas, en el dormitorio colectivo, a Hertha Thiele, pues tiene la costumbre de despedirse diariamente de sus pupilas deseándoles las buenas noches y obsequiarlas con un cariñoso beso en la frente. Pero al llegar a Manuela, en quien Elisabeth, que se supone le casi triplica la edad y tiene una amplia experiencia acumulada, ha advertido inteligencia, sensibilidad, fragilidad y carencia de afecto familiar como consecuencia del fallecimiento de su madre, aunque no por eso pueda decirse que sea una muchacha desapacible, distante y taciturna, sino todo lo contrario, ya que se ha integrado desde el primer momento muy bien con el resto de sus compañeras, como corresponde a un carácter dulce que desconoce el resentimiento; al detenerse ante Manuela, decía, la sermonea cariñosamente con unas breves palabras, y, cuando esperamos que haga lo mismo que con las demás, le coge muy despacio con ambas manos las mejillas, atrae hacia sí su cabeza de frondosa cabellera y la besa delicadamente en la boca. Una de las particularidades más increíbles, fascinantes y perturbadoras de ese acto es la naturalidad y seguridad con que Elisabeth lo hace, continuando a renglón seguido con el hermosísimo ritual nocturno que regala cual un don inefable al resto de las discípulas. El efecto de ese beso en Manuela podemos imaginárnoslo: en cierto modo, en su inocencia, es como si la hubiese besado su madre, de la que apenas guarda ningún recuerdo; de hecho, muchas madres besan a sus hijas en la boca al despedirse de ellas por las noches. La figura de Elisabeth, y más todavía desde ese instante, se convierte para Manuela en algo maravilloso, en un remanso de paz, un ser en el que poder confiar, comprensivo, afectuoso, que la trata como una persona, una persona individual a la que hay que querer, cuidar y educar. Insistamos en que no de otro modo se conduce Elisabeth con el resto de las alumnas, sin hacer especiales distinciones. Pero con Manuela ha tenido esta vez una singular deferencia, un signo distintivo, que para la adolescente de catorce años y medio―de los que nos enteramos por la propia Manuela en la primera secuencia de la película―es toda una experiencia insólita, un mundo nuevo inexplorado y desconocido que aviva su imaginación y satisface sus más ocultos deseos. Son muchos los detalles, los gestos, los comportamientos, las miradas, que justifican que tanto ella como el resto de las alumnas hayan convertido a la Srta. Elisabeth von Bernburg en un modelo, en una adorable criatura de la que se enamoran, pero porque les gustaría ser como es ella, porque admiran su belleza inescrutable, sus maneras, su pulcritud, su modo de vestir, su porte aristocrático, su dignidad, su respeto para con ellas y para consigo misma, su casi incomprensible cercano distanciamiento. Quiero decir que Elisabeth es, al mismo tiempo que una persona en quien depositar confianza y seguridad, un deseo inalcanzable, distante, lejano, más lejano aún que la más remota estrella que brilla en el firmamento. Manuela misma se lo dice entristecida pero candorosamente en el despacho de la profesora en cuanto tiene ocasión: cómo desearía seguirla y permanecer con ella largo tiempo después de haber recibido todos los días ese inmenso regalo de despedida de buenas noches, aunque sabe que eso no es posible. De modo que Leontine Sagan administra con extraordinaria inteligencia la cercanía-distancia de la adorada y enigmática profesora, que se convierte así en un cofre de anhelos escondidos y secretos. La misma equidad de Elisabeth para con todas las alumnas, la manera de preguntarles la lección en clase, sin rebajarlas, ridiculizarlas o humillarlas, el abstenerse de cualquier cotilleo, no otorgar apenas importancia a sus inocentes chiquilladas―como cuando exige a dos alumnas que le entreguen una nota que se muestran a hurtadillas, y, en vez de leerla, o de entregarla a las superioras, sin mirar siquiera el billete lo rompe delante de las incrédulas muchachas, diciéndoles que no vuelvan a comportarse así otra vez―, dosificar, en fin, como decíamos antes, la autoridad con la tolerancia, la convierte indiscutiblemente en la favorita de las todavía inmaduras y soñadoras jovencitas. Evidentemente, el modelo educativo que Elisabeth preconiza tendrá que acabar chocando con la directora del internado. Pero, ¿por qué ese beso? Antes que cualquier otra explicación enrevesada, porque ese beso era un aspecto esencial del guión que no podía ser escamoteado, ni por Christa Winsloe ni por Leontine Sagan. A pesar del interés de Carl Froelich en subrayar la disciplina del modelo educativo prusiano, ese beso no puede ser olvidado fácilmente; mejor aún, no es que no pueda ser olvidado, es que planea con una aterciopelada, turbadora y misteriosa insistencia sobre cada uno de nosotros. Una vez que ha sido dado, ya no podemos liberarnos de él, como no nos es posible liberarnos de la enigmática y misteriosa sonrisa de la Gioconda. Pero, a diferencia de la dama «submarina» del Louvre, en la que, como entreviera con intuición incomparable Walter Pater en noviembre de 1869, advertimos una imperceptible mueca siniestra, en cierto modo en el sentido que posteriormente le otorgaría Sigmund Freud al término en su artículo sobre lo siniestro de 1919 (Das Unheimliche)[10], en el beso de Dorothea Wieck sólo apreciamos un afecto limpio, un amor sublimado, una pasión adecuadamente dirigida por sendas positivas, como sólo sabe hacerlo una mujer. Sería hasta cierto punto inimaginable que pensáramos en parecidos términos si hubiese sido un profesor el que le hubiese dado ese beso a un alumno. Ese tipo de intimidades, vedadas a los hombres, sólo les están reservadas a las mujeres, como cuando con toda naturalidad acuden juntas al baño. Junto a las mencionadas brillantes interpretaciones de Dorothea Wieck y de Hertha Thiele, no debemos olvidar la simultánea empatía entre ambas actrices, que propició el que volviesen a actuar juntas en la película Anna und Elisabeth, dirigida por el realizador alemán Frank Wysbar (1899 – 1967) en 1933. La temática de este filme es por completo diferente, pues posee unas connotaciones místico-religiosas de tintes dramáticos, y aunque está correctamente dirigida, apareciendo escasos pero espléndidos planos del lago de Garda, la relación entre ambas actrices, en buena parte determinada por el propio guión y el desarrollo del argumento de la película, ya no posee la fascinación que provocó la visión de Mädchen in Uniform, cuyo éxito fue muy amplio en Alemania y en los Estados Unidos. En cualquier caso, cada vez que veo Mädchen in Uniform me convenzo más que el factor decisivo de la atracción que la película ejerce en ciertos espectadores, viene determinada por la personalidad, carácter, interpretación y apariencia externa de esa inteligente actriz que fue Dorothea Wieck, aunque por desgracia se prodigó más bien poco. El aspecto exterior de su comportamiento, de sus movimientos, gestos y actitudes, así como la expresión de sus ojos y la entera presencia de su rostro, especialmente en los escasos y rapidísimos primeros planos en los que podemos escrutarlo congelando la imagen, son un reflejo de su mundo interior. A veces nos parece como si el ethos, el autodominio de sí, prevaleciese de manera incontestable, como cuando tiene la última conversación con Manuela en su despacho, a pesar de la prohibición expresa de la directora del internado de dirigirle la palabra a la joven, amonestándola suavemente e indicándole que tiene que emprender su propio camino, ser ella misma, olvidarse del amor que le profesa, pues eso no revela más que inmadurez adolescente. En otras ocasiones, en cambio, el ethos y el pathos, esto es, el desbordamiento de los propios sentimientos, por emplear las acepciones que suelen emplearse al analizar iconológicamente la estatuaria griega, desde el periodo severo o preclásico hasta el periodo helenístico, se equilibran en Elisabeth von Bernburg maravillosamente, como cuando le regala a Manuela, de nuevo en su pulcro y sobrio despacho, una prenda de vestir, un camisón de dormir, que la adolescente, que sufre una carestía de abastecimiento impuesta por su tía, guardará como un tesoro precioso. Es decir, podemos estar ante la preeminencia del ethos, como en el bronce del Auriga de Delfos (de hacia el 480 a. C.), o ante el equilibrio entre el ethos y el pathos, como en ciertas metopas o en determinadas partes de la procesión de las Panateneas del friso exterior de la cella del Partenón, en las que adivinamos la actuación directa de Fidias, pero nunca estaremos, en lo que se refiere a la actuación de Dorothea Wieck en esta película, ante la supremacía del pathos, como acontece en el altísimo relieve del enorme zócalo del Altar de Zeus en Pérgamo o en el Laocoonte del taller de Hagesandros, Athenodoros y Polydoros de Rodas (entre el 175 y el 150 a. C.)[11]. Ya lo hemos adelantado al principio de este artículo: el hechizo que ejerce la Srta. Elisabeth von Bernburg entre las alumnas, aunque particularmente en Manuela von Meinhardis, la fascinación que desprende su figura y su persona, no sólo para las colegialas, sino también para numerosos espectadores, tiene mucho que ver con su ambigüedad, con el carácter implícito de sus gestos y de su comportamiento, con sus expresivos ojos y la imposibilidad de definir satisfactoriamente una personalidad envuelta en el misterio, en la lejanía, en una distancia que se complementa admirablemente con la cercanía, el respeto y la humanidad en el trato, en suma con la delicadeza más exquisita. Es cierto que su belleza comienza imperceptiblemente a marchitarse, pero eso la hace aún más seductora, además de que no nos hallamos ante una belleza prosaica y vulgar, sino extraña, singular, indescifrable. Junto a todo esto están sus deseos insatisfechos, sus anhelos inalcanzables, sublimados positivamente en el método educativo y en la estudiada confianza que dispensa a las adolescentes. Aquella última conversación, Manuela no la interpreta correctamente, piensa que Elisabeth la ha dejado abandonada a su suerte, circunstancia que provocará un desequilibrio momentáneo y un intento de suicidio por parte de la joven, felizmente abortado por la oportuna intervención de sus compañeras, que la agarran y sostienen en el último instante, cuando está a punto de arrojarse al vacío desde lo alto de la escalera interior del internado. Esta escalera constituye un elemento que juega un papel destacado en la película, aunque muy sabiamente administrado por Leontine Sagan, quien nos lo va mostrando paulatina y progresivamente, y cada vez que lo hace intensifica la presencia amenazadora del inmenso hueco. La escena previa decisiva a la del intento de suicidio de Manuela, en lo que se refiere al simbolismo fatídico de la escalera, tiene lugar cuando un reducido grupo de colegialas arrojan desde lo más alto un objeto, a fin de explicarse entre ellas la caída de los graves y la atracción de la gravedad, evocando los experimentos de Galileo Galilei en el campanile del Duomo de Pisa, la célebre torre inclinada. En esa escena vemos por vez primera el profundo y horroroso vacío del hueco de la escalera, un plano ya abiertamente premonitorio que no puede dejar indiferente al espectador. Psicológicamente, pues, Leontine Sagan ha ido preparándolo para esa dramática penúltima escena, cuando Manuela se agarra con fuerza a los hierros forjados de la barandilla, pero situándose no en los escalones, sino en el bordillo del propio hueco, es decir, sin barrera protectora alguna. Cuando Manuela ha tomado su fatídica decisión y se dispone a cumplirla, paralelamente tiene lugar la entrevista, solicitada por la autoritaria directora del colegio, con Elisabeth, a quien amonesta severamente por su desobediencia, ya que sus órdenes expresas han sido que Manuela no hable con nadie. Pero cuando Elisabeth comienza a oír los gritos de las compañeras buscando a Manuela, con extraordinaria eficacia, cual si se tratase de una premonición, de una intuición sin margen alguno de error (hasta tal punto conoce Elisabeth las posibles reacciones de la joven), Leontine Sagan nos muestra superpuestos los primeros planos del rostro de Elisabeth y de Manuela, en un maravilloso fundido, de apenas un segundo de duración, que le permite a Franz Weihmayr ofrecernos el mejor primer plano de Dorothea Wieck de toda la película. Merece la pena congelar el plano, observar la iluminación del semblante, el brillo resplandeciente de la sien derecha, afectando a una pequeña zona del pelo recogido y a la oreja, pero sobre todo los ojos fijos, en cuyas pupilas se refleja una luz diminuta, unos ojos sumamente expresivos que denotan la dramática intuición que acaba de atravesar como un rayo la mente de la hermosa profesora, con su despejada y ancha frente, su ovalado y perfecto perfil del semblante, sus finos labios apenas entreabiertos, todo ello contra un fondo abstracto, plano y vacío. Resulta extraordinariamente significativo que ese mismo año de 1931, otro gran realizador alemán, aunque nacido en Viena, Fritz Lang (1890 – 1976), hace también un uso prodigioso y genial de una escalera en M («M. El vampiro de Düsseldorf»), pero de un modo abrupto, impactante, al principio mismo de la película, sin gradación ni preparación previa ni consideración para con el espectador, pues lo que quiere mostrarle a través de ese elemento es la angustiosa ausencia de la niña, el vacío irracional que deja, la terrible presencia de la muerte a través de la nada y del vacío del horrible hueco de la profunda escalera del edificio donde vive Elsie Beckmann, tomada a través de un estremecedor plano en picado, un picado que sólo dura uno o dos segundos, y que nos resulta visualmente insoportable. El rapto y asesinato de la confiada niña por el psicópata asesino, un genial Peter Lorre, no es necesario mostrarlo; Fritz Lang y cualquier gran realizador sabe perfectamente que hubiese sido un error imperdonable. El horror y el espanto de un crimen tan execrable hay que mostrarlos de otro modo: una secuencia de ausencias, de vacíos, de angustiosas soledades: el plato de comida aún vacío sobre la mesa donde debía almorzar Elsie después de salir del colegio; el estremecedor hueco de la escalera (durante la presencia en la pantalla de ambos planos, oímos el grito angustiado de la madre, que termina por apagarse); la pelota solitaria de la niña rodando despacio en el césped; el globo con forma de muñeco que el asesino le ha comprado para atraérsela y que ahora sube hacia lo alto del cielo abandonado en el aire, momentáneamente detenido entre unos cables del tendido eléctrico. Es muy posible que el cine no haya mostrado jamás de un modo tan conciso, eficaz, pavoroso y estéticamente insuperable el vacío y la nada de la muerte, el sinsentido que supone ahogar la inocencia, la angustia desesperada de una madre que aún conserva un hilillo de esperanza. *****
A pesar de las opiniones vertidas en contra, tanto por determinados críticos como por los aficionados, la nueva versión de 1958 de la obra maestra de Leontine Sagan rodada en 1931, Mädchen in Uniform («Muchachas de uniforme»), que mantiene el mismo título, cubre a mi juicio el expediente de un modo digno y notable. El realizador Géza von Radványi (1907 – 1986), nacido en el Imperio Austro-húngaro, en lo que hoy es Eslovaquia, no sólo se atiene en lo fundamental al espíritu de la pieza teatral (Ritter Nérestan, Leipzig, 1930) de la escritora alemana Christa Winsloe que inspira la película, sino que respeta de manera bastante escrupulosa el filme de 1931, introduciendo cambios que, en el fondo, no alteran esencialmente el contenido, aunque haya dos significativos. Desde algún tiempo después de su realización, han proliferado los críticos y los espectadores que han querido a toda costa hacer una lectura grosera, en clave lésbica, de la película de Leontine Sagan. Más aún con esta versión de 1958 que comentamos ahora. La lectura es grosera porque, como ya hemos explicado suficientemente, en el caso de que haya una intención lésbica en la relación entre la Srta. Elisabeth von Bernburg y la colegiala adolescente Manuela von Meinhardis, no sólo no es explícita, sino que, como corresponde a una realizadora inteligente, se trata de una unión sutil, implícita, elegante, moderada, respetuosa y de una insinuación exquisita. Además, la insinuación, la imprecisión y la ambigüedad proporcionan una mayor perturbación al relato fílmico. Similares rasgos podemos aplicar a la película de 1958, aunque, evidentemente, no se trate ahora de una obra maestra. De igual modo que fue un acierto inigualable la elección del tándem Dorothea Wieck-Hertha Thiele para el filme de 1931, también supuso una perspicaz decisión elegir ahora a Lilli Palmer y a Romy Schneider para interpretar los papeles principales, la primera a Elisabeth y la segunda a Manuela. Mientras que en 1931 las edades de las actrices principales se diferenciaban en pocas semanas (algo menos de veinticuatro años cada una), en 1958 Lilli Palmer tiene unos cuarenta y cuatro y Romy Schneider unos veinte. El que la lengua materna de ambas sea el alemán es otro acierto indudable. Por supuesto que las tomas de 1931 que reflejan lo que Kracauer llamaba el «espíritu de Potsdam», es decir, las vistas de los monumentos de la ciudad, son incomparables y no pueden superarse. Tampoco lo pretende Géza von Radványi. Se le ha achacado frialdad a Lilli Palmer en su interpretación; todo lo contrario: rezuma inteligencia, aunque sólo sea por ese equilibrio perfecto entre distanciamiento y ternura, autoridad y tolerancia. La profesora conoce perfectamente la psicología de las adolescentes. Ella misma tiene unos deseos amorosos reprimidos, pero ha sabido sublimarlos de manera positiva. ¿Cómo? Tratando con equidad, justicia, humanidad, respeto y calculado cariño a sus pupilas. Está enamorada de su profesión, a la que ha convertido en el sentido de su existencia. Manuela es especial, sobre todo muy sensible, y Elisabeth sabe conseguir que encuentre el afecto que no ha podido hallar en su vida familiar. Hay, como decía, dos alteraciones importantes. La primera es que la obra de teatro que representan las alumnas no es el Don Carlos (1787) de Schiller, sino Romeo y Julieta de Shakespeare. El «espíritu de Potsdam» suponía también el conocimiento de los clásicos alemanes. Además, tanto Goethe, Heinrich Heine, muchos otros románticos alemanes o el propio Arthur Schopenhauer, sentían verdadera admiración por los autores españoles de los Siglos de Oro, especialmente por el Quijote, Baltasar Gracián, Tirso de Molina y Calderón de la Barca, así como por los temas españoles, aunque en este caso Schiller, igual que hará después con su drama María Estuardo (1801), tergiversa la historia verídica de los acontecimientos y no se sustenta en documentación de archivo fiable. Con todo, como reconoció en su día el eximio polígrafo Marcelino Menéndez Pelayo, el ideal, que era lo que más caracterizaba a Federico Schiller, trocado ahora en un «alto y sereno idealismo», por influencia sin duda de Goethe, y dejando atrás el «idealismo turbulento y feroz» de su juventud, marcará el Don Carlos, una inmersión en el pasado histórico y no en la realidad contemporánea, donde «el autor encuentra indulgencia para todo el mundo, hasta para el negro Felipe II que él se había forjado en las tinieblas de su fantasía, como si quisiera abarcar el mundo entero en aquel sueño de cosmopolitismo y universal amor, del cual hace intérprete y apóstol elocuentísimo al Marqués de Poza»[12]. Naturalmente, si Hertha Thiele era Don Carlos, ahora Romy Schneider será Romeo. La actriz vienesa está sencillamente deliciosa y encantadora; Lilli Palmer, inteligente, bellísima y enigmática. El célebre beso también cambia, tanto en lo que atañe al momento y a la circunstancia que lo justifica como al lugar. En 1931 era Elisabeth la que se lo daba en la boca a Manuela delante de todas las demás chicas, en el momento de desearle las buenas noches; ahora es Manuela quien toma la iniciativa, en el despacho de Elisabeth, adonde ésta se ha ofrecido voluntariamente a corregirle algunos errores en la interpretación de su papel de Romeo. En ese brevísimo ensayo que transcurre en la intimidad, Elisabeth es Julieta. El beso de Romy Schneider, quien se esfuerza por seguir las indicaciones interpretativas de su eventual directora teatral, en el sentido de que debe poner pasión en la acción, concretamente en el beso, para que resulte verosímil, posee sin duda una mayor carga erótica, pero sigue siendo contenido, y, sobre todo, inocente. Su amor por su adorada profesora es perfectamente comprensible desde el punto de vista psicológico; incluso necesario y saludable. Que las mentes morbosas no saquen las cosas de quicio. En cuanto a la traducción española del título original de la película, Corrupción en el internado, es penosa y lamentable. Da vergüenza ajena. Por su grosera vulgaridad, naturalmente.
Málaga, 30 de enero de 2015, festividad de Santa Martina, virgen, huérfana de padres, que fue martirizada y decapitada en Roma en 228. Es la patrona de las madres en la etapa de lactancia. Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.
[1] En palabras de Kracauer, «uno de los más experimentados directores del cine alemán» (Siegfried Kracauer, De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, Barcelona, Paidós, 1985, pág. 212. La edición original en inglés es de 1947). [2] Extraigo los principales datos biográficos de Peter Kurth, American Cassandra: The Life of Dorothy Thompson. [3] Katharina M. Wilson (editor), An Encyclopedia of Continental Women Writers, Londres, St. James Press, 1991, volumen 2, pág. 1343. [4] Véase, http://www.enriquecastanos.com/riefenstahl_luz_azul.htm; véase también la entrada de diciembre de 2014 de http://enriquecastanos.blogspot.com.es/ [5] Uno de los casos más ostensibles es el libro, supuestamente escrito por Nietzsche, titulado Mi hermana y yo, que apareció en 1951, bajo el título My Sister and I, publicado por la editorial Boar’s Head Books de Nueva York, con un extenso prólogo del Dr. Oscar Ludwig Levy (1867 – 1946), traductor del alemán y editor de las Obras Completas del gran pensador de Röcken, disponibles en internet (https://archive.org/details/completeworksoff015592mbp). Resulta cuando menos curioso que Oscar Levy, de origen judío, convirtióse en un antisemita, influido por las teorías relativas a la superioridad de la raza aria del conde francés Joseph Arthur de Gobineau (1816 – 1882). El libro Mi hermana y yo, una falsificación en toda regla, fue publicado, y es la edición que poseo, por la editorial bonaerense Santiago Rueda en 1980 (esta misma editorial ya lo había publicado con anterioridad), con traducción de Bella M. Albelia. El editor argentino, en su prólogo, nos indica que el manuscrito original de este libro de Nietzsche desapareció «en misteriosas circunstancias». Habría que añadir que desapareció un manuscrito inexistente. [6] Ian Kershaw, Hitler 1889 – 1936, Barcelona, Península, 2002, pág. 458. La edición original inglesa es de 1998. [7] Antonio García-Pablos, «El juez de Berlín», Madrid, diario El País, 1 de mayo de 2013. [8] Siegfried Kracauer, pág. 212. [9] Lotte H. Eisner, La pantalla demoniaca. Las influencias de Max Reinhardt y del Expresionismo, Madrid, Cátedra, 1996, pág. 228. La edición original francesa, L’écran démoniaque, es de 1952. [10] Remito al lector a lo que dije sobre ese artículo del padre del psicoanálisis en mi ensayo sobre la novela El adolescente de F. M. Dostoyevski: http://www.enriquecastanos.com/dostoyevski_adolescente.htm; publicado también en la entrada de septiembre de 2013 de: http://enriquecastanos.blogspot.com.es/ [11] En cuanto a la tensión entre el ethos y el pathos en la escultura griega desde la época de las guerras greco-persas hasta las obras realizadas en los reinos helenísticos, debe consultarse el magnífico estudio de Jerome Jordan Pollitt, Arte y experiencia en la Grecia clásica, Madrid, Xarait, 1984. Pollitt nació en New Jersey en 1934, habiéndose publicado en 1972 la primera edición en inglés de su libro. [12] Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de las ideas estéticas en España, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1974, volumen II, pág. 43.
Publicado en la revista Gibralfaro, nº 92. Universidad de Málaga, julio-septiembre 2016. Publicado también en la entrada de enero de 2015 de: enriquecastanos.blogspot.com.es Ver también: http://www.enriquecastanos.com/dostoyevski_idiota.htm http://www.enriquecastanos.com/dostoyevski_adolescente.htm www.enriquecastanos.com/bronte_anne_inquilina.htm www.enriquecastanos.com/stoker_dracula.htm www.enriquecastanos.com/unamuno_manuel_bueno.htm www.enriquecastanos.com/riefenstahl_luz_azul.htm
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