Melancolía de lo lejano

La obra de Cristóbal Ruiz se emparenta con una España clara, a medio camino entre la tradición y la vanguardia

Pintura. Cristóbal Ruiz.

Sociedad Económica de Amigos del País. Málaga. Plaza de la Constitución, 7. Hasta el 30 de junio de 2001.

Al igual que otras exposiciones precedentes dedicadas a autores como María Blanchard, Joaquín Peinado, Daniel Vázquez Díaz y Joaquín Mir, la Sociedad Económica continúa con esta de Cristóbal Ruiz Pulido (Villacarrillo, Jaén, 1881 – México D. F., 1962) su laudable línea de revisión y rehabilitación de destacadas figuras de la pintura española contemporánea, que en ocasiones ocupan una posición fronteriza entre varios lenguajes y que prácticamente en todos los casos han sido relegadas al olvido o tienen una injusta presencia marginal en los manuales (ya que hablamos de recuperaciones, permítaseme sugerir los nombres de Godofredo Ortega Muñoz y Agustín Redondela, que encajarían sin dificultad en aquel programa).

Formado primero en Córdoba, en el taller de Rafael Romero Barros, padre de Julio Romero de Torres, y en la Academia de San Fernando de Madrid, en la que será alumno de Alejandro Ferrant, padre del escultor Ángel Ferrant, ya en la primera década del siglo se instala Cristóbal Ruiz en París, donde va a permanecer más de diez años, decisivos para perfilar ese estilo suyo tan característico que se mueve a medio camino entre la tradición y la vanguardia, es decir, reconociendo que la pintura no podía quedarse estancada en un ramplón academicismo decimonónico, que tenía necesariamente que abrirse a las conquistas de los postimpresionistas y de los simbolistas, y en cierta medida también a las innovaciones traídas por los fauves y los expresionistas, pero manteniéndose distante de las más radicales experiencias formales de la vanguardia.

Juan Ramón Jiménez lo vio en fecha temprana como «un pajarito andaluz, de luto», «sentimental y fino», el crítico Ángel Sánchez Rivero habló certeramente de «la melancolía de lo lejano» que hay en su pintura, Vázquez Díaz lo calificó de «pintor de claras serenidades», Eugenio d’Ors estableció la ecuación «Azorín = Cristóbal Ruiz», el escritor de Monóvar escribió que «su arte es una maravilla de simplificación» y Pedro Salinas dejó dicho en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Puerto Rico que «nadie da como da Cristóbal Ruiz con una versión del paisaje español tan ajustada a la actitud espiritual de los grandes escritores del 98». La visión de Salinas, que se contrapone a la de Unamuno, para quien sería Zuloaga el pintor que mejor reflejase el espíritu de aquella deslavazada «Generación», encierra una íntima conexión entre la poesía de Antonio Machado y los paisajes de Cristóbal Ruiz, caracterizados por sus llanuras infinitas que se abren al cielo, por áridas tierras de labor trabajadas por esforzados y solitarios campesinos, por cadenas montañosas azules sobre las que resbala una luz límpida y serena.

Después de haber expuesto varias veces en las salas más prestigiosas de Madrid durante los años veinte y treinta, Cristóbal Ruiz se compromete con la causa republicana durante la Guerra Civil y se ve forzado a exiliarse, fijando su residencia en Puerto Rico, en cuya capital publicaría en 1963 Juan Antonio Gaya Nuño la única monografía sobre su obra, La pintura y la lírica de Cristóbal Ruiz. Sólo por contemplar su maravilloso Retrato de su hija en un pasillo (1923), merece la pena visitar esta preciosa muestra, tan oportuna en su reencuentro con un capítulo frágil de nuestra memoria estética.

©Enrique Castaños Alés

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 18 de junio de 2001