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El itinerario europeo de Diego Rivera Pintura, collage y dibujo. Diego Rivera. De la academia a la vanguardia, 1907-1921. Museo del Patrimonio Municipal de Málaga. Paseo de Reding, 1. Hasta el 28 de agosto de 2011. Con tan sólo 29 obras muy bien seleccionadas, y cuya única ausencia notable es el célebre retrato de Ramón Gómez de la Serna, esta interesantísima muestra hace un riguroso y sintético recorrido por la pintura del que después fuera conocidísimo muralista Diego María Rivera (Guanajuato, México, 1886 – México D. F., 1957), durante los años 1907-1921, esto es, sus fecundos años, aunque con breves escapadas a su país natal, de estancia en Europa, principalmente en España y en París, aunque también en Bélgica y en Londres, donde va a asimilar desde muy pronto las experiencias formales de la vanguardia, especialmente la cubista, aunque sin incurrir nunca en un cubismo ortodoxo y rígido, sino de plena desenvoltura para que la figura humana o el paisaje no quedasen ocultos ni subsumidos por las facetas geométricas de color. Su formación en Madrid con Eduardo Chicharro durante 1907, lo pone en contacto con la obra de Romero de Torres, de Sorolla y del regionalismo español, además de acentuar algunos rasgos postimpresionistas y simbolistas que ya había traído consigo desde Méjico, otorgándole primacía a las formas de la naturaleza en consonancia con las armonías cromáticas, pero prestando una especial atención a los volúmenes, tal como se advierte en su admirable Casona en Vizcaya, de aquel mismo año. Los cuadros que pintó en Lequeitio se desembarazan de lo estrictamente académico y se interesan por los reflejos de la luz sobre el agua, del mismo modo que advertimos en sus acantilados de la costa cantábrica. Los cuadros de 1909, cuando se produce su primera estancia en París hasta 1911, acusan la influencia de la estampa japonesa, del impresionismo y del postimpresionismo, singularmente el de Toulouse-Lautrec, aunque las sinuosidades de las figuras y de las formas de la naturaleza son de clara raigambre modernista. Rivera está asimilando con avidez múltiples lenguajes y experiencias formales y cromáticas que descubre en París, pero se vuelve relativamente pronto a España algo desilusionado, y eso a pesar de que ha tenido un primer contacto con el cubismo de Picasso, Braque y Juan Gris, vuelta en la que viene acompañado de la pintora rusa Angelina Beloff, que conoce en Bélgica, donde aquélla se encontraba con María Blanchard, amiga desde el comienzo de su estancia española del artista. Los maravillosos cuadros que pinta en Bélgica continúan ahondando en la estética postimpresionista, a veces muy luminosa y aérea, como ocurre con El molino de Damme. De vuelta a España, en Montserrat, en 1911, realiza cuadros puntillistas al estilo de Seurat, aunque sin usar sólo los colores puros, que llaman incluso la atención del mismo Matisse, pero es entre 1912 y 1913 cuando su pintura se encuentra en una especie de encrucijada, donde por un lado está la atracción por la estructura compositiva y por otra el magnetismo por El Greco, que le fascina en Toledo. De esa época son dos cuadros opuestos, La vista de Toledo, en donde los volúmenes empiezan a ordenarse y simplificarse, y el Retrato de un español, de evidentes reminiscencias de El Greco y de Zuloaga. A partir de 1913, de vuelta en París, se adentra por la senda del cubismo, pero un cubismo muy personal al que tampoco es ajeno el orfismo de los Delaunay. De aquel retrato de Gómez de la Serna, con quien fue uno de los fundadores de la tertulia del Café Pombo y que le invitó a la colectiva de los Pintores Íntegros, todo ello en Madrid durante algunos meses de 1915, el versátil escritor diría que se trataba de un cuadro «rotativo» y «nada embotellado», es decir, libre por completo en su dicción pictórica. Además de algunos delicadísimos collages de 1914 en la línea del cubismo sintético y de los papiers collés, la culminación de estas experiencias es el gran óleo Dos mujeres, una de pie y otra sentada, donde el facetismo de los planos de color no oculta en ningún momento la prístina presencia de las modelos. A ese cuadro de altos vuelos, le siguen experiencias en las que conviven el protosurrealismo, el cubismo y el interés por la materia, como en la espléndida Naturaleza muerta española, de 1915, aunque a partir de 1917, y durante un breve periodo hasta 1918, Rivera parece recorrer el camino inverso y volver fervientemente al Cézanne de la Montaña Santa Victoria, sin distinción entre los primeros y últimos planos y construyendo la forma a través del color. En 1919 estudia particularmente los desnudos de Renoir, y, cosa en el fondo nada paradójica, subraya en varios de sus dibujos la lección dibujística de Ingres, una lección analítica en la que, al fin y al cabo, se sustenta toda la pintura. © Enrique Castaños Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 16 de julio de 2011
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