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Odilon Redon: la visibilidad de lo invisible ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS
El
filósofo alemán Ernst Bloch, rehabilitado ahora en la República Democrática
Alemana después de la censura a que fue sometido en vida por pertenecer a la
corriente más heterodoxa y crítica del marxismo contemporáneo, tituló
significativamente Entremundos en la historia de la filosofía uno de sus
más luminosos ensayos, con lo cual hacía resaltar no sólo la decisiva
importancia de aspectos tradicionalmente considerados marginales o secundarios
en el corpus de ciertos grandes pensadores, sino también la radical
actualidad e influencia de autores que, en su difícil asimilación, con marcado
interés fueron olvidados o relegados por el status académico a planos
inferiores en absoluto merecidos si tenemos en cuenta la potencia y originalidad
de su pensamiento. Similar proceder se ha seguido con otras tantas figuras de la
creación plástica en el pasado, aunque por ventura han sido paulatinamente
rescatados por una lúcida y valerosa tradición crítico-historiográfica.
Muchos de los nombres aducidos por Bloch (Orígenes, Roscelino, Nicolás de
Cusa, Giordano Bruno, Campanella, Paracelso, Jakob Böhme), no se hallan ni
mucho menos solos entre los habitantes de esa geografía del olvido. En el campo
de la pintura, y por ceñirnos únicamente al siglo XIX, merecerían destacarse,
en apretadísima selección, cuatro visionarios, solitarias e inasimilables
individualidades en un mundo cada vez más tecnificado y cosificado: el
inglés
William Blake; el
suizo, impregnado de cultura inglesa, Heinrich Füssli, y
los franceses Gustave Moreau y Odilon Redon. A este último, del que el próximo
22 de abril se han de cumplir los 150 años de su nacimiento, dedicaré las
siguientes líneas. En Confidences d’artiste, bello texto autobiográfico publicado originalmente en L’Art Moderne (25 de agosto de 1894), órgano oficial del grupo de los XX (Les Vingt) de Bruselas, y reproducido después en A soi-même. Journal (1867-1915). Notes sur la vie, l’art et les artistes (París, 1922), descubrimos un cálido recuerdo hacia las cuatro personas que de manera más sólida influirían en la definición y modelado de la personalidad y gustos de Redon: su padre, Bertrand Redon, espíritu aventurero que había emigrado siendo joven a Nueva Orleáns, en tiempo de las guerras del primer Imperio. Con frecuencia le mostraría, siendo niño Odilon, las «formas cambiantes» y la «aparición de seres extraños» que pueden verse entre las nubes del cielo; Stanislas Gorin, profesor de dibujo que le pusieron sus padres al cumplir quince años. Gorin, «distinguido acuarelista» según el propio Redon, no sólo le transmitiría una encendida y perdurable pasión por Delacroix, sino que, gracias a su papel de animador cultural en la ciudad natal del joven discípulo, Burdeos, pudo éste contemplar obras de la vanguardia del momento: Jean-François Millet, Camille Corot, Eugène Delacroix, y también de Gustave Moreau; Armand Clavaud, individuo dotado de una inteligencia y sensibilidad superiores, «tan sabio como artista». Clavaud, «botánico que más tarde realizó trabajos de fisiología vegetal», le introdujo en las ciencias naturales, le hizo amar «lo infinitamente pequeño» y le señaló las primeras importantes lecturas: los poetas hindúes, Gustave Flaubert, William Shakespeare, Charles Baudelaire, Edgar Allan Poe, los filósofos alemanes; Rodolphe Bresdin, «probo artesano que era también uno de los más extraños visionarios», y que le inició en las técnicas del grabado y de la litografía. Por él supo Redon lo que era un arte verdaderamente libre y vivo, alejado del mundo oficial y del naturalismo entonces triunfante.
Redon,
de igual modo que habría de rechazar el realismo de
Gustave Courbet, se situó en el
extremo opuesto de la pintura del plein air y de la técnica genuinamente
impresionista, a pesar de ser coetáneo de
Claude Monet,
Auguste Renoir y otros destacados
representantes de esta nueva y revolucionaria investigación cromática. En su
extraordinaria serie de dibujos al carboncillo, llamados por él los negros,
incluirá el empleo del negro para las sombras, procedimiento impensable entre
los impresionistas, para quienes se trataba de plasmar la impresión luminosa y
la transparencia de la atmósfera sólo a base de notas cromáticas,
participando de esta manera las sombras del color del objeto que las produce.
Será en aquellos dibujos, de reducido tamaño, ejecutados a lo largo de toda su
vida, donde Redon manifieste con mayor ímpetu la proximidad al mundo de los sueños
y de lo desconocido. Joris-Karl Huysmans, autor de la novela À rebours,
texto emblemático del decadentismo fin de siécle, cuyo protagonista,
Des Esseintes, pasa largas horas extasiado en la sombría contemplación de
obras de Gustave Moreau, dirá de los carboncillos de Redon que «estaban al
margen de todo; en su mayor parte saltaban más allá de los límites de la
pintura, inauguraban una especialísima fantasía, una fantasía de enfermedad y
de delirio …, evocaban en la memoria …, recuerdos de fiebre tifoidea,
recuerdos de las noches ardientes, de las pavorosas visiones de la infancia»,
de esa infancia que nuestro artista, delicado y enfermo, pasa hasta los once años
en el dominio familiar de Peyrelebade, cerca de Listrac (en la Gironde,
región de Aquitania).
Hay
dos de esos dibujos particularmente inquietantes. Tanto en Hombre cactus
como en Hombre esqueleto, ambos en la colección Ian Woodner de Nueva
York, Redon consigue materializar su deseo de «poner la lógica de lo visible
al servicio de lo invisible». Imágenes de una humanidad dolida y sufriente, al
tiempo que amenazadora, parecen extraídas de alucinantes herbolarios en los que
conviven torturadas formas humanas y vegetales. La técnica con que, además,
están realizados los negros, amplias zonas de oscuridad rasgadas por débiles
fogonazos de luz, dejará sentir su influjo en todos los otros trabajos que
Redon hiciese con el color. El uso que hace de éste, explica el crítico
Lawrence Gowing, deriva directamente de la diferenciación monocromática que
llevó a cabo entre el blanco y el negro.
El
impenetrable misterio que envuelve las obsesiones de los dibujos, se transfigura
y halla su contrapunto en el profundo lirismo de los óleos, pasteles y
acuarelas, composiciones en su mayoría ejecutadas con una técnica consumadísima
y de tonos muy delicados, reflejo fiel de la exquisita sensibilidad de Odilon
Redon. Este deslumbrante y matizado mundo poético sigue encontrando su filiación
no sólo en los recovecos del sueño y de la imaginación, sino que se abre
también a las más variadas formas naturales. Junto a las leyendas bíblicas,
junto a los mitos y símbolos antiguos, las flores, los insectos, los moluscos y
otros seres primigenios de las profundidades marinas.
Desde
muy pronto viéronse cautivados los máximos representantes de la estética y
del movimiento simbolista por la extraña intemporalidad, el misticismo y la
gradual sinfonía colorística de los dibujos y cuadros de Redon, no obstante su
personal respuesta a las proclamas de los poetas simbolistas. «El arte
verdadero está en la realidad sentida», con lo que expresaba el deseo de
vestir la idea con una forma sensible, «no debiendo la idea
—decía— dejarse
privar de las suntuosas vestiduras de las analogías exteriores»; pues el carácter
esencial del arte simbolista, ha escrito Jean Rudel, consiste en no ir nunca
hasta la concepción de «la idea en sí». Teodor de Wyzewa y
Émile Hennequin, pero
sobre todo Huysmans y
Stéphane Mallarmé, que habían reconocido otrora la inspiración
de Baudelaire, lo aclamarían con entusiasmo, empezando así la fortuna crítica
de que gozaría Redon en amplios círculos belgas y parisienses a partir de la
última década del siglo, en especial entre los jóvenes nabis, cuyos
miembros más significativos lo rodean admirativamente en el Homenaje a Cézanne
(1901) de Maurice Denis.
Redon
falleció en el año 1916 en París, en la misma casa en donde residió, acompañado
de su bella esposa la mulata Camille Falte, casi toda su vida. Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 21 de abril de 1990 |