Una inagotable curiosidad intelectual
Juan
Antonio Ramírez in memoriam
©
Enrique Castaños
La inesperada
muerte de Juan Antonio Ramírez el pasado 12 de septiembre de 2009, ha supuesto una
auténtica conmoción en el reducido mundillo de los historiadores y estudiantes
de arte. Con su fallecimiento desaparece una de las mentes más lúcidas, más
inquietas y también más arriesgadas intelectualmente en el campo de la
historiografía del arte, pues siempre tuvo la bizarría de establecer
correspondencias y proponer interpretaciones, que, aun siendo respetuosas con la
tradición, ofrecían nuevas y sorprendentes lecturas que, en ocasiones, también
suponían una demolición de visiones estereotipadas. Su tesis doctoral sobre el
cómic femenino en España, en la primera mitad de los setenta, fue un trabajo de
investigación atrevido para el que tuvo que tomar decisiones en solitario frente
al estamento académico. Algunos pensaron que esa tarea suponía un
desaprovechamiento intelectual. No sólo no fue así, sino que Juan Antonio hizo
de los medios de masas uno de los ejes cardinales de su investigación como
historiador. Su libro Medios de masas e historia del arte, de 1975, sigue
siendo imprescindible, pero aquella orientación le abrió sobre todo el campo del
cine, en concreto el de la arquitectura en el séptimo arte, tema del que
escribió un libro que sin duda es el mejor sobre esa materia tan atractiva.
Porque a Juan Antonio, curiosamente, siempre le interesó lo efímero, lo
ilusorio, las arquitecturas descritas y las arquitecturas pintadas, como él
decía, la arquitectura y la utopía, o la arquitectura y los sueños. De ahí su
inmersión en la apasionante tarea, probablemente la más maravillosa para un
historiador de la arquitectura, de sumergirse en el proceloso mar del Templo de
Salomón y sus gigantescas influencias a través del Santo Sepulcro de Jerusalén;
o el estudio acerca de las siete maravillosas del mundo antiguo; o la
investigación sobre las construcciones religiosas de los templarios o sobre la
ciudad surrealista. Porque Juan Antonio, además, era un extraordinario conocedor
de las fuentes, de los textos originales, que solía leer en sus idiomas de
origen; los entrelazamientos entre los textos y los edificios, es decir, entre
la literatura artística y los documentos arquitectónicos visibles, fue lo que le
permitió establecer unas correspondencias y unas interpretaciones muy novedosas,
pero en absoluto descabelladas, sino llenas de sentido común y de conocimiento
de la materia estudiada. Ahí están, si no, para demostrarlo sus libros de
principios de los ochenta, Cinco lecciones sobre arquitectura y utopía,
Edificios y sueños y Construcciones ilusorias. Los dos primeros
fueron el resultado de un maravilloso curso de doctorado que impartió por
entonces en Málaga, la Universidad a la que fue destinado a comienzos de ese
decenio y en la que ha sido sin duda su magisterio un auténtico punto de
inflexión. En Málaga, la ciudad en la que nació en 1948, se le quería y
respetaba mucho. El último contacto que tuvimos con él fue el pasado agosto, en
el marco de los cursos de verano de la Universidad en Marbella, de los que
dirigía uno. En nuestra Universidad fue un verdadero dinamizador cultural. Se
interesó por múltiples asuntos: por la arquitectura del relax en la Costa del
Sol, por la expresión artística de las nuevas generaciones de malagueños, por el
urbanismo y la arquitectura de Málaga. Como tenía también veleidades artísticas
creativas y, en cierto modo, era un artesano, un carpintero en el mejor sentido
de la palabra, construyó aquí, en su casa de los Baños del Carmen, el conocido
Templicón, un mueble-armario con el que homenajeaba al Padre Caramuel y
su Arquitectura recta y oblicua, y de camino alentaba a los pintores
figurativos posmodernos de Málaga, que fueron los que decoraron el singular
mueble con un complejo programa iconográfico ideado por él. Se expuso en la
Galería del Colegio de Arquitectos y dio entonces mucho que hablar. En el año
2000 mostró en la Sala de arte del Ayuntamiento sus habilidades en la latoflexia,
un ejemplo más de su carácter divertido y ocurrente. Su curso de doctorado en
Málaga sobre la arquitectura en el cine también fue memorable, dando lugar más
tarde al volumen arriba citado. Era un profesor que se preparaba
concienzudamente las clases, que exigía a sus alumnos, pero que aún se exigía
más a sí mismo. Cuando impartió aquí la asignatura de Arte y arquitectura en el
siglo XIX, dejó un verdadero interés por esa centuria tan maltratada. Hoy, que
tan difícil resulta ya poner libros de lectura obligatoria a los alumnos, puede
quizá sorprender que aquel año en que impartió Siglo XIX puso como libros que
había que leer y recensionar los de Hugh Honour, John Rewald y Timothy Clark
sobre el Romanticismo, el Postimpresionismo y Courbet y la Revolución de 1848,
respectivamente. Es decir, tres enjundiosas lecturas en un mismo curso y para
una sola asignatura. Eran otros tiempos, ya definitivamente perdidos. Su
vinculación con Málaga siempre la mantuvo; incluso fue progresivamente
intensificada. Siempre estuvo dispuesto a cualquier solicitud que se le hiciese,
bien para formar parte de un tribunal de tesis doctoral o para impartir una
conferencia. En mayo de 2008, a requerimiento mío, dio una brillantísima sobre
la arquitectura del Expresionismo alemán en el marco de unas Jornadas
organizadas por la Fundación Jorge Rando. Una y otra vez afirmaba que lo suyo
era descubrir continentes nuevos e iniciar una exploración que debían continuar
otros. Pero en realidad quien exploraba intensamente esas desconocidas tierras
del arte y del espíritu era él. Por ejemplo sus monografías sobre Antonio Gaudí,
Marcel Duchamp y Salvador Dalí, o su extraordinario ensayo Corpus solus,
sobre el arte, el sufrimiento y el cuerpo en el siglo veinte. En California y en
Nueva York estudió a fondo la arquitectura del Postmodernismo, en Londres, en el
Warburg Institute, se empapó de iconografía, y en Roma investigó con gran
seriedad científica sobre las iglesias de planta central. Son sólo tres botones
de muestra de su cosmopolitismo intelectual. Era muy europeo, un acendrado
defensor de la libertad y de los derechos humanos, que demostraba con su
espíritu tolerante y su disposición al debate e intercambio de las ideas. Estaba
atento a múltiples intereses, y no descuidaba sus otras pasiones, como la
literatura. Siempre recordaré, en un viaje con los alumnos al Museo de Arte
Abstracto de Cuenca, en el 83 o en el 84, el libro que estaba leyendo en el
autobús, el desgarrador Viaje al fin de la noche de Céline. Bajo su
aspecto divertido, bajo su ironía, nunca ácida, escondía una cierta melancolía,
un poso que era el fruto de sus preocupaciones intelectuales, pero también
morales y humanas. Aunque catedrático de Universidad (desde hacía muchos años lo
era de la Autónoma de Madrid), prestó siempre mucha atención a la enseñanza
media, hoy desmantelada e irrisoriamente llamada educación secundaria. Del mismo
modo grotesco y analfabeto que se dice Ciencias Sociales para referirse a un
Departamento de Geografía e Historia. Escribió y coordinó la realización de
varios libros de texto para el alumnado de bachillerato y universitario. La
parte escrita por él en un libro de Arte de 2º de bachillerato, desde Manet
hasta la actualidad, es sencillamente magnífica, preñada de intuiciones.
Escribo estas
líneas a vuela pluma, impresionado de tan irremediable pérdida. Sirvan de
cariñoso homenaje al maestro y al amigo.

Publicado en el diario Sur de
Málaga el 18 de septiembre de 2009
