Extractos del ensayo Tras los pasos de Dios. Reflexiones sobre Dios, Ateísmo y Ciencia en los umbrales del siglo XXI, escrito por el médico gaditano Manuel Quirell Figuier (13 agosto 1925 – 13 junio 1997) y publicado una semana después de su fallecimiento.

 

Vocabulario básico:

*Átomo: unidad básica de la materia ordinaria, compuesta de un núcleo diminuto (consistente en protones y neutrones) rodeado por electrones que giran alrededor de él.

*Cuanto: unidad indivisible, en la que las ondas pueden ser emitidas o absorbidas.

*Deuterio: isótopo estable de hidrógeno cuyo núcleo está formado por un protón y un neutrón.

*Electrón: partícula con carga eléctrica negativa que gira alrededor del núcleo de un átomo.

*Fotón: un cuanto de luz.

*Isótopos: átomos de un mismo elemento, cuyos núcleos tienen una cantidad diferente de neutrones.

*Neutrino: partícula material elemental extremadamente ligera (posiblemente sin masa), que se ve afectada solamente por la fuerza débil y la gravedad.

*Neutrón: partícula sin carga, muy similar al protón, que representa aproximadamente la mitad de las partículas en el núcleo de la mayoría de los átomos.

*Polimerización: proceso químico por el que los compuestos de bajo peso molecular se agrupan químicamente entre sí, dando lugar a una molécula de gran peso denominada polímero.

*Protón: cada una de las partículas cargadas positivamente que constituyen aproximadamente la mitad de las partículas en el núcleo de la mayoría de los átomos.

*Quark: partícula elemental (cargada) que siente la interacción fuerte. Protones y neutrones están compuestos cada uno por tres quarks.

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Átomo sencillo de oxígeno. En el núcleo pueden verse los protones (en rojo), partículas con carga eléctrica positiva, y los neutrones (en blanco), partículas sin carga. Alrededor del núcleo giran los electrones (en azul), que tienen carga eléctrica negativa.

El tamaño de un átomo es de alrededor de una cienmillonésima de centímetro y el de su núcleo de una billonésima de centímetro. En el núcleo está la práctica totalidad de la masa del átomo. Entre el núcleo y los electrones existe un inmenso espacio vacío. Si el núcleo tuviese el tamaño de una naranja, los electrones girarían a unos diez km de distancia. El físico francés Igor Bogdanov (29 agosto 1949 – 3 enero 2022) afirmó que, si todos los átomos que componen el cuerpo de un hombre se juntaran hasta tocarse, ese hombre no podría ser visto, pues su tamaño sería de unas milésimas de mm. Es decir, que el átomo es casi todo espacio vacío.

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Christian Andreas Doppler (Salzburgo, 1803 – Venecia, 1853).

«Efecto Doppler» del flujo de sonido alrededor de un auto (lo mismo serviría para una estrella).

El «efecto Doppler» se basa en que una fuente de luz (o de sonido), por ejemplo, una estrella que se nos acerca, acumula las ondas emitidas, puesto que cada onda que llega ha de efectuar un camino más breve y corto que la onda precedente. Por el contrario, cuando la estrella se nos aleja, las ondas llegarán a nosotros más alargadas. Por tanto, la aproximación de la fuente de luz (o de sonido) hace aproximar la frecuencia de las ondas, desplazándose de este modo el espectro hacia el color violeta, mientras que, si la estrella se aleja de nosotros, disminuye la frecuencia de onda, esto es, hay una mayor longitud entre una onda y otra, corriéndose el espectro hacia el rojo. Pensemos en el sonido de una ambulancia: mientras se acerca a nosotros el sonido se hace cada vez más agudo, dado que las ondas sonoras que nos envía, a medida que se acerca la ambulancia, están cada vez más juntas, de forma que su longitud de onda es cada vez más corta. Cuando, por el contrario, la fuente de sonido se aleja, las ondas llegan cada vez más separadas, la frecuencia se hace más alargada y el sonido se torna más grave. Para la luz, el término grave equivale a rojo y agudo a violeta. Doppler también observó que, cuanto más distante es una galaxia, más rápidamente se aleja de nosotros. Si está el doble de lejos, se aleja el doble de rápido. Algunas galaxias extremadamente distantes se alejan a una velocidad equivalente a dos tercios la de la luz. Uno de los grandes descubrimientos de la Ciencia del siglo XX ha sido que el Universo no es estático, sino que se halla en permanente expansión.

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El astrónomo estadounidense Edwin Hubble (1889 – 1953) en 1929, basándose en los postulados propuestos siete años antes por el científico ruso Alexander Friedmann, demostró que cada momento que pasa, el Universo se hace más grande. Pero no son las galaxias las que se mueven como si fueran coches en una autopista. Los coches están quietos y lo que se mueve es la propia autopista. Es decir, lo que provoca el alejamiento de las galaxias es la expansión del espacio en que se hallan. Es como si sobre un globo deshinchado pintamos unos puntos con un rotulador. Si inflamos el globo, los puntos se separarán, pero no porque se muevan, sino porque el globo sobre el que están pintados se estiran.

Con el telescopio Hooker, en el Observatorio del Monte Wilson, en el condado de Los Ángeles (California), el astrónomo Hubble pudo comprobar la expansión del Universo. La Física moderna nos dice que hace unos 15.000 millones de años el Universo nació de una gigantesca explosión, el Big Bang. Antes de producirse esa explosión, toda la materia y toda la energía del Universo estaban contenidas en un punto infinitamente pequeño e infinitamente denso, el llamado huevo cósmico. Los ecos de esa explosión aún podemos verla todavía en las galaxias, que continúan alejándose unas de otras por el empuje de aquella explosión originaria. Por lo tanto, el Universo es finito, teniendo un principio en el tiempo y en el espacio. Esta idea de finitud preocupó mucho a Newton, ya que no encontraba explicación al hecho de que la ley de gravitación universal no provocase el colapso del Universo en una única masa enorme. Para obviar tal inconveniente, esto es, que las estrellas y las galaxias se mantengan distanciadas entre sí a pesar de la gravedad, Newton pensó que para que el colapso fuese posible, debía existir un único centro de gravedad. Pero si el Universo es infinito, como él creía, no habría tal centro de gravedad, pues todas las estrellas serían atraídas de igual modo hacia todas direcciones, impidiendo así el colapso. Pero tal hipótesis es insatisfactoria y matemáticamente ambigua, ya que, si el Universo fuese infinito, las distintas fuerzas atractivas serían también todas infinitas en su magnitud, con lo cual seguiría sin explicarse cómo logra el Universo evitar el colapso. Incluso el físico y matemático judío alemán Albert Einstein (marzo 1879 – abril 1955) retocó su propia teoría general de la relatividad con el fin de poder justificar la estabilidad del Cosmos en la que él creía, un grave error de su parte. Añadió una constante cosmológica en sus ecuaciones, a fin de que permanecieran equilibradas las fuerzas de atracción y de repulsión. Pero este equilibrio era matemáticamente inestable, de forma que la más mínima perturbación haría que las fuerzas se descompensaran, dispersando el Cosmos o llevándolo al colapso.

La solución llegó al descubrirse que el Universo no es estático ni infinito, sino que tuvo un principio, y desde entonces la fuerza expansiva de la explosión originaria impide el colapso. La idea de un Universo eterno, tan querida por los ateos como Federico Engels, viose en aprietos con la llamada paradoja de Olbers, relativa a la oscuridad del cielo nocturno. Fue propuesta por el astrónomo alemán Heinrich Olbers (1758 – 1840). Si el Universo fuese infinito, tanto espacial como temporalmente, estaría llegando a la Tierra la luz de infinitas estrellas. En tales circunstancias, siendo infinitas las estrellas e infinito el tiempo, dado que no hay un principio, el Universo estaría totalmente bañado de luz, tanto de día como de noche. Para poder explicar este aparente misterio, Olbers pensó que la luz de las estrellas lejanas estaría anulada por la absorción de dicha luz por materia intermedia. Pero tal explicación no sirve, pues si tal cosa sucediese, esta materia intermedia se calentaría con el tiempo, y dado que Olbers supone un tiempo eterno, la materia intermedia caliente llegaría a reflejar la luz de forma tan intensa como las mismas estrellas.

La solución consiste en admitir que el Universo tiene una edad finita, ya que en este caso desde la Tierra sólo podremos ver la luz de aquellas estrellas cuya luminosidad ha tenido tiempo de viajar hasta nosotros desde el comienzo del Universo. Ninguna estrella puede brillar indefinidamente, pues llega un momento en que se le acaba el combustible. El Universo eterno es incompatible con la existencia continuada de procesos físicos irreversibles.

La teoría del Big Bang, al proclamar que el Universo tenía un principio, desató las críticas de algunos científicos ateos, quienes intentaron desacreditarla. Es el caso de la llamada teoría del espacio estacionario, defendida en 1948 por el austro-británico Hermann Bondi (1919 – 2005) y el austriaco Thomas Gold (1920 – 2004), junto al inglés Fred Hoyle (1915 – 2001). Para Hoyle está en lo más profundo de la psique de la mayoría de los científicos la primera página del Génesis. Pero, para él, eso es pseudo-ciencia. La mencionada teoría afirmaba que, al mismo tiempo que las galaxias se iban alejando unas de otras, nuevas galaxias se iban formando continuamente en el espacio intergaláctico, a partir de materia nueva que se iba creando de modo constante. Por lo tanto, el Universo, en cualquier tiempo y en cualquier punto del espacio, sería siempre uniforme e igual a sí mismo, es decir, estacionario. El Universo sería, pues, semejante a un río cuyo caudal es siempre constante, por lo que las gotas de agua de que está compuesto en un punto de su trayectoria, alcanzan siempre un mismo número, y, sin embargo, el agua no es siempre la misma, ya que fluye. El río es estacionario, pero no estático. De igual modo el Universo.

Un decenio después, la teoría de Hoyle y sus compañeros quedaba en entredicho gracias a las investigaciones de un equipo de astrofísicos dirigido por el inglés Martin Ryle (1918 – 1984). Llevó a cabo un minucioso estudio sobre las fuentes de radio en el espacio exterior, demostrando que la mayoría de estas fuentes residían fuera de nuestra galaxia, así como que había muchas más fuentes débiles que intensas. Las fuentes débiles eran las más distantes, mientras que las más intensas eran las más cercanas. Además, había menos fuentes comunes por unidad de volumen para las fuentes cercanas que para las más lejanas. Esto significaba o bien que estamos en una región del Universo en que las fuentes de radio son más escasas que en el resto, o bien que las fuentes de radio eran más numerosas en el pasado, esto es, en la época en que dichas fuentes iniciaron su viaje hacia la Tierra. En ambos casos quedaba invalidada por completo la teoría del espacio estacionario.

Quásar (acrónimo de «fuente de radio quasiestelar»). Los quásares fueron descubiertos a finales del decenio de 1950. Estas formaciones se distinguen por ser las más luminosas de todo el Universo. Nos valemos de ellos como linternas que nos iluminan espacios lejanísimos. Están muy lejos, tanto en el espacio como en el tiempo, y su desplazamiento hacia el rojo indica que distan de nosotros más de 10.000 millones de años luz. En 1965, Maarten Schmidt descubrió que el quásar 3C9 debía estar a unos 10.500 millones de años luz, alejándose a una velocidad de 240.000 km/s (algo más de 30.000 millones de km al día). En 1973 se descubrió el quásar OQ172, a unos 11.500 millones de años luz. Vemos, pues, los quásares tal como eran en una época muy cercana al origen del Universo. El quásar 3C273, descubierto en 1959, está a unos 2.200 millones de años luz y brilla cien veces más que la Vía Láctea. Los quásares se consideran hoy (1997) como el estado evolutivo que precede a la formación de las estrellas. Son un precioso testimonio del remoto pasado del Universo y su conocimiento constituye una prueba altamente significativa de la teoría del Big Bang. La luz que emite un quásar puede verse alterada por la materia intergaláctica. Hoy se sabe que el espacio intergaláctico no está vacío, sino que contiene numerosas nubes de gas, estando las galaxias rodeadas de envolturas gaseosas.

En 1965, el físico y matemático inglés Roger Penrose (1931) formuló un teorema según el cual cualquier cuerpo que sufriera un colapso gravitatorio, debería finalmente acabar en una singularidad. Basándose en esto, el astrofísico inglés Stephen Hawking (1942 – 2018) pensó que, invirtiendo el tiempo, de forma que el colapso se convirtiera en una expansión, el Universo debería igualmente haber comenzado por una singularidad. En 1970, ambos físicos demostraron, sobre la base de la teoría general de la relatividad, la existencia de una singularidad en el origen del Universo. Pero, posteriormente, Stephen Hawking pretendió un nuevo entendimiento del Universo basado en los principios de la Física cuántica. Para ello supuso que en el momento cero del Big Bang el Universo viose comprimido a una dimensión atómica, esto es, un punto infinitamente pequeño e infinitamente denso. Según Einstein, los conceptos de espacio y de tiempo no pueden separarse ni son independientes. Acabamos de decir que, en el tiempo cero, el huevo cósmico es tan infinitamente pequeño que se equipara a una partícula. Según el Principio de Indeterminación de la Física cuántica, una partícula no ocupa un lugar preciso en el espacio, sino que está «esparcida con una cierta distribución de probabilidad», lo cual supone como si se transformara en una infinidad de partículas virtuales, cada una de ellas con características distintas. Por lo tanto, en el tiempo cero las «fluctuaciones cuánticas» difuminan el mundo físico.

 

Singularidad del Big Bang. El momento cero es el vértice. El resto del cono representa la expansión del Universo / Si el vértice desapareciera y estuviera curvado, significa que no hay un comienzo definido.

 

Según Hawking, el efecto emborronador del Principio de Indeterminación difumina el vértice del cono, redondeándolo. Es decir, en el tiempo cero las fluctuaciones cuánticas transforman el tiempo en espacio, ya que se produce un espacio de cuatro dimensiones en lugar de uno de tres dimensiones más el tiempo. Según él, en el tiempo cero la gravedad es tan enorme que el espacio se curva sobre sí mismo, resultando algo parecido a un balón. Universo finito, pero sin fronteras ni singularidades.

Este Universo finito y sin singularidades, es para Hawking un Universo autocontenido, en el que, por no haber principio, no habría momento para la Creación. Sin embargo, en su Historia del Tiempo (1988) piensa que sí puede haber un papel para el Creador, al preguntarse: «¿Es la teoría unificada tan convincente que ocasiona su propia existencia?» La evolución científica de Hawking está íntimamente vinculada a las preguntas que se hace y a las respuestas a tales interrogantes. Primero defendió, junto con Roger Penrose, en un trabajo muy elaborado matemáticamente, que el Universo empezó por una singularidad. Los científicos marxistas soviéticos, aunque se opusieron, al final tuvieron que aceptar esta teoría. Después lanzó una nueva hipótesis basada en la teoría cuántica sobre el Big Bang y el origen del Universo. Más tarde afirmó que los agujeros negros [regiones del espacio-tiempo de las cuales nada puede escapar, ni siquiera la luz, debido a la enorme intensidad de la gravedad] nunca pueden disminuir de tamaño, para algo más tarde decir que sí podían. Finalmente, ante la pregunta sobre qué lugar hay para un Creador en un Universo autocontenido y sin fronteras, manifestó «que puede que necesitemos un Creador» y que «el triunfo definitivo de la razón humana sería conocer el pensamiento de Dios» En una entrevista en la BBC dijo que «su teoría de no frontera no descarta a Dios, sino sólo que Dios no tendría elección en la forma que el Universo empezó». A lo que el físico Karel V. Kuchar responde: «Tal vez es esta la decisión que Dios tomó».

El físico inglés Paul Davies (1946), en su libro La mente de Dios (1992), critica la aplicación de la Mecánica Cuántica al Universo como un todo. No es posible extrapolar una teoría de partículas subatómicas a todo el cosmos, además de las profundas cuestiones de principio sobre el significado que debe asignarse a ciertos objetos matemáticos de la teoría. De la misma opinión es Antonio Fernández-Rañada Menéndez de Luarca (1939 – 2022), Catedrático de Física Cuántica en la Complutense, quien, en su libro Los científicos y Dios (2008), duda de la viabilidad de la teoría de Hawking para la totalidad del Universo, pues fue desarrollada para partículas microscópicas, creando serias dificultades matemáticas.

El profesor Fernández-Rañada ha considerado que la teoría de Hawking se basa en una falacia: «El Universo no es sólo las cosas que existen (astros, personas, montañas, plantas, electrones…), sino también las leyes de la naturaleza (la gravedad, el electromagnetismo, las leyes de la teoría cuántica…). Por eso no se puede identificar Universo con materia, ni siquiera con toda la materia. Si ésta hubiese surgido de una fluctuación cuántica, lo habría hecho siguiendo ciertas leyes que serían más primarias y fundamentales que ella misma». Pero el hombre no inventa las leyes de la naturaleza, escribe el médico gaditano Manuel Quirell Figuier (1926 – 1997), sino que las descubre. De ahí que Fernández-Rañada se pregunte: «¿De dónde provienen las leyes de la naturaleza? ¿Por qué hay materia? ¿Por qué hay gravedad? ¿Por qué la materia ha de seguir la teoría cuántica?» Hoy sabemos, continúa Manuel Quirell, que de la energía radiante proceden las partículas elementales, pero éstas a su vez pueden transformarse igualmente en energía. Es la llamada ley de la conservación de la energía, fundamental en la dinámica del cosmos. Sin esta ley el Universo nunca hubiera podido existir. Pero, ¿quién fue el Legislador que estableció estas leyes? Las leyes de la Física nunca son arbitrarias, sino que se rigen por una profunda fundamentación matemática. Si tales leyes rigen el Universo, también rigieron el principio u origen del Universo mismo. El propio Hawking admite en su Historia del Tiempo que existe una sintonía precisa entre las leyes cósmicas y las que gobernaron el estado inicial del Universo. De ahí, añade Manuel Quirell, que no sea descabellada la idea de pensar en un Diseñador. A los tres minutos del Big Bang se produjo el fenómeno de la nucleosíntesis, es decir, la colisión de protones y neutrones que hizo posible que se soldaran entre sí formando los núcleos ligeros. Antes de esos tres minutos, la temperatura era demasiado elevada, y después de ellos la expansión del Universo determinó que la densidad fuera demasiado baja como para permitir la colisión. La teoría del Big Bang predice que el 25% de la materia del Universo, después de esos tres minutos, estaría determinada por la existencia de Helio-4, situación que ha podido ser verificada científicamente antes de 1997.

El espaldarazo definitivo a la teoría del Big Bang, formulada por vez primera en 1931 por el científico y sacerdote católico belga Georges Lemaître (1894 – 1966), fue dado por el físico germano-estadounidense Arno Allan Penzias (1933) y por el físico estadounidense Robert Woodrow Wilson (1936), ganadores del Premio Nobel de Física en 1978. Ya en 1948, uno de los autores y defensores de la teoría del Big Bang, el físico ucraniano-estadounidense George Gamow (1904 – 1968), calculaba que las radiaciones de aquella explosión originaria jamás desaparecerían totalmente. En 1965, Arno Penzias y Robert Wilson descubrieron que la Tierra está bañada por la llamada radiación de fondo, conocida también como murmullo fósil de la creación. Es perceptible en todos los lugares y en todas las direcciones del espacio, poseyendo la misma intensidad en todos los puntos del espacio. Esta uniformidad de la señal de fondo sólo puede ser explicada como un residuo electromagnético, fotónico, de lo que ocurrió en las primeras fases del Universo. Como un testimonio tardío de la explosión inicial, el Universo está lleno de fotones.

Por su parte, el matemático y meteorólogo ruso Alexander Friedmann (1888 – 1925) predijo en 1922 el carácter expansivo del Universo, lo cual sería confirmado en 1929, como ya se ha dicho, por Edwin Hubble. Para Friedmann, la evolución del Universo, tras el Big Bang y la fase expansiva, sólo puede tomar dos caminos: o bien la expansión continuaría ilimitadamente hasta que todas las estrellas agotasen su combustible, o bien que la expansión se detenga y comience un proceso de contracción, llegando a concentrarse toda la energía del Universo en un único punto de increíble densidad que devoraría toda la Creación hasta desaparecer del espacio conocido. Esta visión dantesca no sería más que la película del inicio y expansión del Universo vista del revés. Manuel Quirell dice que la incógnita del final del Universo depende de la cantidad de energía que contenga. Cuanta más materia, mayor será la gravedad que tire del Universo. Pero si la materia alcanzase la densidad crítica, la gravedad sería capaz de detener la expansión. Si no alcanza la densidad crítica, la fuerza expansiva vencería a la gravedad y el Universo seguiría expandiéndose para siempre. En 1997 se pensaba que esta última hipótesis es la más probable, puesto que la masa de todas las estrellas de todas las galaxias sería menos de la centésima parte de la materia necesaria para detener la expansión. Si le sumamos la materia oscura, aún nos encontraríamos con sólo la décima parte de la materia necesaria para detener la expansión. La hipótesis de Friedmann también dice que en el comienzo del Universo la distancia entre las galaxias era cero. Densidad y fuerza gravitacional eran, por tanto, infinitas. Pero la Física, continúa Manuel Quirell, no puede operar con números infinitos, lo cual supone que hay un punto en el Universo en que la teoría de la relatividad (base de la teoría de Friedmann) se colapsa. Tal punto sería una singularidad, ya que antes de ésta todo resulta inconcebible e incomprensible para el conocimiento humano. El Big Bang, pues, como el origen del Universo, con la aparición abrupta de la materia, del espacio y del tiempo.

En favor de que el Universo es finito y ha tenido un origen en el tiempo, puede esgrimirse la segunda ley de la termodinámica, según la cual no es posible el flujo de calor de cuerpos fríos a cuerpos calientes, mientras que sí es posible en sentido inverso. Esta ley impone al Universo una flecha de tiempo unidireccional, esto es, que el Universo evoluciona hacia un estado de equilibrio termodinámico. La Ciencia no tiene respuesta a qué hubo antes del Big Bang. De hecho, este problema suele ser ignorado por la Ciencia. El origen del Universo en el momento cero tiene toda la apariencia de ser un suceso sin causa física, lo cual contradice las leyes de la Física. Por eso el físico británico Christopher Isham (1944), experto en cosmología cuántica, ha dicho: «No hay duda, psicológicamente hablando, que la existencia de ese punto singular [el huevo cósmico] invita a generar la idea de un Creador».

En los momentos iniciales del Big Bang las temperaturas eran tan altas que las partículas movíanse tan deprisa que podían vencer la atracción que hubiese entre ellas, atracción determinada por sus fuerzas nucleares o electromagnéticas. En los segundos iniciales del Universo, éste se parecería a una sopa hirviendo de efervescente actividad, una sopa cósmica compuesta de energía y de luz. Al disminuir la temperatura (cuando el Universo duplica su tamaño, la temperatura se reduce a la mitad), las partículas comenzaron a agruparse. Tres minutos después del instante cero el Universo componíase de hidrógeno, helio y deuterio, bañado todo ello en un océano de fotones, electrones y neutrinos. En ese momento el hidrógeno era el elemento más abundante (el 92%). Luego estaba el helio y después el deuterio. Esta composición inicial prácticamente no ha variado en la actualidad. Además de hidrógeno y de helio, el Universo está compuesto de elementos muy raros, pero muy precisos y preciosos para la aparición de la vida: carbono, nitrógeno y oxígeno, que se formaron mil millones de años después del Big Bang.

Veamos ahora el nacimiento, vida y muerte de una estrella. En el caso del Sol, que se formó hace unos 4.500 millones de años, ilumina gracias a las reacciones termodinámicas que transforman el hidrógeno en helio, manteniendo su temperatura en unos 16 millones de grados. Pero el Sol como las demás estrellas se van quedando paulatinamente sin combustible, esto es, sin hidrógeno, hasta que llega un momento en que se agota, pues se ha convertido por completo en helio. En ese momento la estrella sufre una contracción gravitatoria provocada por la disminución drástica de las reacciones nucleares, lo que origina una brusca caída de la presión en su interior. De este modo, la estrella se hunde en sí misma aumentando la temperatura hasta unos 20 millones de grados o más. Los núcleos de helio se fusionan dando lugar a núcleos de carbono y de oxígeno. La estrella libera entonces inmensos torrentes de energía, al tiempo que se dilata hasta aumentar su tamaño unas 400 veces, convirtiéndose en una gigante roja. Cuando se agote el helio, la estrella sufrirá una nueva contracción, terminando su existencia como un astro cada vez más frío, una enana blanca, con el núcleo duro como una roca. Las capas más externas de la estrella, en estas condiciones, suelen explotar originando una supernova. El astro termina su existencia con un fogonazo tan brillante como la iluminación producida por 100 millones de soles, superando incluso la luminosidad de la galaxia a la que pertenece. La estrella, pues, ha ido volcando al Universo hidrógeno, helio, carbono, nitrógeno y oxígeno, gases de los que se formarán nuevas estrellas y que son indispensables para la vida. Esos gases, debido a la gravitación, se condensan en masas más compactas, produciéndose las estrellas, que se agrupan en galaxias. Después del Big Bang, las estrellas formáronse sólo mediante la condensación de los tres gases iniciales: hidrógeno, helio y deuterio.

Ya Aristóteles (384 – 322 a. C.) diose cuenta de que el vacío absoluto no existe, esto es, que no existe en el Universo ausencia total de materia y de energía. El espacio intergaláctico contiene átomos aislados y diferentes radiaciones. La célebre ecuación de Einstein (E = mc2) significa que la

 energía (E) de un cuerpo en reposo es igual a su masa (m) multiplicada por la velocidad de la luz al cuadrado (c2). Según esta ecuación, la masa

 puede convertirse en energía (caso de la energía atómica) y la energía en masa (caso de la teoría del Big Bang). Si en el seno del vacío existe una energía residual, ésta puede convertirse en materia a través de un flujo cuántico. Según este hecho, el físico estadounidense John Archibald Wheeler (1908 – 2008) teorizó esta posibilidad: que inmediatamente antes del Big Bang un flujo enorme de energía inconmensurable fuese transferido al vacío inicial. Lo cual supondría la existencia antes del Big Bang de un océano infinito de energía. «Todo lo que conocemos, escribe Wheeler, procede de un océano infinito de energía que tiene la apariencia de la nada».

Ahora bien, ¿qué es la energía? El término energía procede del griego y significa fuerza en acción. Sólo existe en potencia, pero, al actuar, es capaz de producir un trabajo. Lo cual nos lleva a pensar que ese océano infinito de energía es la fuerza en acción de un Ser Supremo de infinito poder. Paul Davies definió a Dios como una fuerza creativa. El Universo y la vida serían imposibles sin las constantes cosmológicas. La más mínima desviación de las magnitudes, las harían inviables. Este hecho nos invita a preguntarnos por qué es así. ¿Cómo es posible que las leyes del Universo sean tan exacta y matemáticamente precisas? Pareciera que todo estuviese diseñado para hacer posible la vida en nuestro pequeño planeta, pero no sólo la vida, sino la vida inteligente y la aparición del Hombre y de la conciencia. Un átomo de hidrógeno es el mismo aquí que en la estrella más lejana: misma masa, tamaño y cargas eléctricas internas. ¿Por qué la masa del protón en el átomo de hidrógeno es 1,836 veces mayor que la del electrón? ¿Por qué precisamente ese número?

A partir de 10-12 segundos después del inicio del Universo, la temperatura, que era infinita en los momentos iniciales, descendió a 10-15 grados.

 En ese periodo el Universo estaría constituido por un gas compuesto de todos los tipos de partículas conocidas en la física de altas energías junto con sus antipartículas. Partículas y antipartículas se aniquilarían y crearían nuevas partículas en incesantes colisiones, determinando un cierto equilibrio. Pero este equilibrio no sería total, pues se produciría un pequeño exceso de electrones sobre antielectrones y de quarks sobre antiquarks, sin los cuales no habría en el Universo posteriormente ni electrones ni quarks. Este pequeño exceso de la materia sobre la antimateria es una condición de suma importancia, ya que permitiría que en el Universo hubiera átomos y, más tarde, seres vivientes. Si la densidad inicial del Universo hubiera sufrido una desviación mínima del valor crítico que mantiene desde los 10 segundos después del Big Bang, el Universo no se hubiese podido formar.

La fuerza nuclear es la que determina la cohesión del núcleo atómico. Un pequeño aumento de sólo un 1% de la intensidad de esa fuerza nuclear, imposibilitaría la libertad de los núcleos de hidrógeno. Al no existir hidrógeno, no podría combinarse con los átomos de oxígeno, haciendo imposible el agua y el nacimiento de la vida. Pero si la fuerza nuclear hubiese sido algo más débil, los núcleos atómicos se harían inestables y se desintegrarían. El núcleo compuesto más pesado es el deuterio (hidrógeno pesado), que consiste en un protón ligado a un neutrón. Al ser la fuerza nuclear fuerte sólo ligeramente más débil, las consecuencias serían terribles, ya que las estrellas usan el deuterio como eslabón en la cadena de reacciones nucleares que se producen en su horno interior. Al desintegrarse el deuterio, las estrellas no podrían existir, ya que no podrían generar calor. Si la carga del electrón hubiese sido sólo ligeramente distinta, las estrellas o bien no arderían para darnos luz o no habrían explotado en

 supernovas. Si la fuerza de expansión del Universo hubiese sufrido una desviación de 10-40 la materia se hubiera desparramado por el vacío,

 haciendo imposible la formación de estrellas y galaxias. El margen para el error era en todo extremadamente pequeño. No obstante, el Universo acertó. Lo mismo ocurre con la constante de gravitación (G), a saber, un número que mide la intensidad con que se atraen las masas. Si G fuese mayor, las estrellas serían aún más grandes que las gigantes azules, consumiendo su combustible y agotándose antes de que en uno de sus planetas hubiese habido tiempo suficiente para la aparición de la vida. Pero si G hubiese sido menor, todas las estrellas serían enanas rojas, demasiado frías para generar la vida. El astrónomo estadounidense Clarence Lockwood Hathaway (1846 – 1930) escribió: «El cosmos es un vasto conjunto de creación y orden independiente, pero relacionado. Esta creación y este orden sólo pueden ser debidos a dos causas: o a una casualidad o a un plan. Pero cuanto más complejo y difícil es un orden, más remota es la posibilidad de que sea casual». Por su parte, el químico estadounidense Abraham Cressy Morrison (1864 – 1851) sólo puede explicarse el Universo como algo ideado y hecho por una Inteligencia Superior.

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El filósofo inglés Francis Bacon (1561 – 1626) fue de los primeros en poner de relieve las contradicciones entre lo que sucedía en la Naturaleza y las Sagradas Escrituras. Tales contradicciones no existían para el astrónomo alemán Johannes Kepler (1571 – 1630), siempre y cuando fuesen correctamente leídas e interpretadas las Escrituras. Por su parte, el gran científico Galileo Galilei (1564 – 1642), católico y profundamente creyente, decía que «la Sagrada Escritura enseña cómo ir al cielo, pero no cómo van los cielos». De otro lado, el matemático y naturalista francés Buffon (Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, 1707 – 1788), un ateo encubierto, se muestra radicalmente contrario al libro del Génesis y defiende que las especies animales pueden sufrir transformaciones al ponerse en contacto con un nuevo entorno medio ambiental. Precursor de las teorías de Darwin fue su propio abuelo, Erasmo Darwin (1731 – 1802), partidario de la teoría de la transformación de las especies. En cuanto al biólogo y naturalista francés Jean-Baptiste Lamarck (1744 – 1829), publicó su Filosofía zoológica en 1809. En sus ideas evolucionistas, hay dos componentes fundamentales: de un lado, la creencia en una supuesta tendencia progresiva que obligaría a los seres vivos a elevarse paulatinamente en la escala vital; de otro lado, la herencia de los caracteres adquiridos. El primer punto fue juzgado erróneo por Darwin. En cuanto al segundo, lo aceptó, pero como un mecanismo evolutivo más, ya que el principal era para él la selección natural. Tanto uno como otro compartían su creencia en el gradualismo, que les llevó a adoptar una actitud nominalista respecto a la especie biológica. Lamarck llegó al transformismo a partir de la hipótesis de que era posible establecer series filéticas ininterrumpidas, entre fósiles y vivientes, en determinados grupos animales.

El gran naturalista inglés Charles Darwin (1809 – 1882) publicó El origen de las especies en 1859, fruto de sus observaciones e investigaciones durante el viaje de casi cinco años (1831 – 1836) que llevó a cabo en el Beagle, dando la vuelta al mundo y explorando numerosos lugares, entre ellos las islas Galápagos, en el Pacífico. Con su libro asentó la teoría de que todas las especies vivientes se transforman poco a poco, adaptándose cada vez más y mejor a su entorno. Las especies se modifican con el transcurso del tiempo, lo que origina la adquisición y conservación por selección natural de variantes hereditariamente favorables. Entre los seres vivos existe una lucha por la vida y la supervivencia. Sólo los más dotados y más aptos tienen una ventajosa primacía para sobrevivir frente a sus competidores. Ello determina una verdadera selección natural. Al principio concedió una importancia menor al medio ambiente, pero después cambió de opinión al respecto, de igual modo que completó su teoría añadiendo el concepto de selección sexual. Los individuos machos de una especie luchan entre sí por la posesión de la mejor hembra. Pero son los más fuertes, los más ágiles e inteligentes los que triunfan, por lo que son llamados a procrear. También las hembras eligen a los machos mejor dotados, más fuertes y hermosos.

El naturalista y fraile católico agustino Gregor Mendel (1822 – 1884), nacido y muerto en territorio del Imperio austriaco que hoy pertenece a la República Checa, fue quien descubrió las leyes de la herencia, esto es, los mecanismos que transmiten los caracteres hereditarios.

Las unidades hereditarias son conocidas con el nombre de genes. Pero los genes, en ocasiones, sufren «mutaciones», es decir, imperfecciones aleatorias en el proceso de replicación del ADN (ácido desoxirribonucleico), bajo el efecto de factores ambientales o por causas físicas o químicas. En estas circunstancias, un individuo que recibe un gen mutado, recibe por esta razón un carácter nuevo no heredado de ninguno de sus padres. Es aquí donde surge el azar. En 1962, el biólogo molecular inglés Francis Crick (1916 – 2004) y el biólogo molecular estadounidense James Dewey Watson (1928) recibieron el Premio Nobel de Medicina por el descubrimiento de la estructura del ADN, la molécula de la herencia. No obstante, marginaron la aportación decisiva de la científica inglesa Rosalind Franklin (1920 – 1958) en lo que atañe a la comprensión de la estructura molecular del ADN. En 1967, Crick publicó el libro Moléculas y hombres, una defensa del cientifismo ateo donde se dice que sólo la Ciencia y la selección natural han de ser la base sobre la que construir una nueva cultura. Sólo la Ciencia puede responder a todas las preguntas y resolver todos los problemas del mundo y del hombre. El descubrimiento de la Física Cuántica desacreditó para siempre el mecanicismo en la Física tal como lo formuló en 1748 el médico y materialista francés Julien Offray de La Mettrie (1709 – 1751) en su libro El hombre máquina. Pero también en el siglo XX ha pretendido renacer un nuevo cientifismo mecanicista de base bioquímica tras el descubrimiento de la estructura molecular del ADN. Las bases mismas de la vida dependerían sólo de la Química. Tal pretensión degenera en la desaparición de la propia individualidad, suprimiendo la libertad y soberanía del hombre. Estamos ante un nuevo totalitarismo científico basado exclusivamente en las leyes físico-químicas, donde quedan descartados el arte, la religión y la metafísica. Frente a esta posición, Einstein escribió: «Tras lo que podemos experimentar se oculta algo inalcanzable a nuestros espíritus, algo cuya belleza y sublimidad se alcanza sólo indirectamente». Lo paradójico es que el polémico libro de Francis Crick esté encabezado por una cita del pintor Salvador Dalí: «El anuncio por Watson y Crick del ADN es para mí la prueba real de la existencia de Dios». Para el biólogo molecular Gunther Siegmund Stent (Berlín, 1908 – Pennsylvania, 2008), aunque no lo pretendiesen, Watson y Crick han hecho más difícil el abandono de la creencia en Dios (Las paradojas del progreso, 1978). El propio Francis Crick escribió: «Un hombre honesto que estuviera provisto de todo el saber de nuestro tiempo, debería afirmar que el origen de la vida parece provenir del milagro, dado que tantas condiciones es preciso reunir para establecerla». El bioquímico español Severo Ochoa (1905 – 1993), Premio Nobel de Medicina en 1959 por la síntesis del ARN mensajero (ácido ribonucleico, RNA en inglés), no era creyente, pero mantuvo una estrecha amistad con el filósofo Xavier Zubiri, afirmando que éste veía a Dios en la creación de la materia, [pero] yo no lo sé.

El bioquímico francés Jacques Monod (1910 – 1976), Premio Nobel de Medicina en 1965, escribió un libro famoso, El azar y la necesidad (1970), donde pretende eliminar cualquier presencia de la religión y de la metafísica en la explicación de la vida. El propósito de la vida sólo puede explicarse mediante el azar. La teoría de Monod conduce al hombre a la más espantosa soledad, ya que el ser humano no sería sino el resultado de una serie de errores producidos por el azar en la historia de la replicación de las moléculas del ADN. Ahora bien, junto a esta negación de la existencia de un proyecto encaminado a un fin, Monod reconoce que este hecho es siempre indemostrable. La teoría de Monod se opone también a la propiedad que se observa en los seres vivos de estar dotados de un proyecto, caso, por ejemplo, de las abejas, cuya actividad es considerada por Monod como una «flagrante contradicción epistemológica que debe resolverse». En respuesta al libro de Monod, el matemático y biólogo francés Georges Salet (¿abril 1907 – mayo 2002?) publicó en 1972 el ensayo Hasard et certitude (Azar y certeza). En él se opone firmemente al azar en sentido absoluto, por dos razones: porque las teorías de los orígenes de los seres vivos se asientan más en postulados filosóficos que científicos, y porque puede demostrarse matemáticamente la imposibilidad del origen de la vida por causas exclusivamente naturales, «ya que la duración de los tiempos geológicos es inconmensurablemente corta frente al tiempo que se necesita para que se hubiese producido por el juego del azar (…) No hay más remedio que admitir que la Inteligencia es anterior a la vida (…) Los que admiten una Causa Primera no están en condiciones de inferioridad respecto a los que la niegan. Por el contrario, el análisis de las causas segundas puede hacerse mucho más objetiva y convincentemente si se admite la existencia de una Causa Primera». Todo ello no es óbice para que Georges Salet admita: 1) que el desarrollo embrionario es el resultado de un proceso físico-químico programado por el ADN; 2) que las especies evolucionan y se transforman a través de mutaciones que son aleatorias; 3) que la selección natural es un importante factor de la evolución. Pero una cosa es que la teoría evolutiva explique las transformaciones y desapariciones de las especies, y otra que pueda explicar el origen de la vida. «Las teorías actuales, escribe Georges Salet, se limitan a explicar aproximadamente el origen de las sustancias químicas constitutivas de los seres vivos, pero continúa siendo un misterio la forma y modo de cómo se ha podido producir la organización funcional de los seres vivos». Su conclusión es que la probabilidad de ensamblaje por azar del ADN es nula. El propio Monod admite, gracias a su honradez intelectual, que «el origen del código genético plantea un verdadero enigma». En El azar y la necesidad puede leerse: «La vida ha aparecido sobre la Tierra. ¿Cuál era antes del acontecimiento la probabilidad de que apareciera? No queda excluida, por la estructura actual de la biosfera, la hipótesis de que el acontecimiento decisivo no se haya producido nada más que una sola vez. Lo que significaría que su probabilidad a priori es prácticamente casi nula (…) La biosfera aparece como el producto de un acontecimiento único, pero la probabilidad a priori de que se produzca un acontecimiento particular entre todos los acontecimientos posibles en el Universo, está próxima a cero». Pero termina admitiendo que si el Universo existe, es preciso que se produzcan acontecimientos cuya probabilidad sea ínfima. No obstante, reconoce que las preguntas ¿qué somos?, ¿de dónde venimos?, son muy difíciles de contestar y su respuesta es muy posible que no la hallaremos nunca. El biólogo francés Louis Vialleton (1859 – 1929) también pensaba, antes que Georges Salet, que la teoría de la evolución no puede explicar el origen de la vida.

La Tierra tiene una antigüedad de unos 4.500 millones de años. Durante los 500 millones de años iniciales no fue posible la vida. Ésta se abrió paso tras un proceso extremadamente complejo, del que no sabemos su origen exacto ni siquiera de manera aproximada. Las altísimas temperaturas producidas por las reacciones nucleares dieron lugar a desprendimientos de gases. Los elementos más pesados formaron gradualmente un núcleo central fundido (hierro y níquel), sobre el que quedó flotando una corteza de material más ligero (litosfera) y todo ello se vio rodeado por una atmósfera gaseosa compuesta principalmente de hidrógeno. Éste, en combinación con otros elementos como el carbono, nitrógeno, oxígeno y azufre, daría lugar a la formación de metano, vapor de agua, sulfuro de hidrógeno y dióxido de carbono. El vapor de agua se condensó precipitándose en forma de lluvia, produciendo mares y océanos poco profundos, donde se concentró una compleja mezcla de sustancias químicas (la llamada sopa prebiótica o primordial). Descargas eléctricas, aumento de la temperatura, radiación ultravioleta (muy activa al no existir la capa protectora de ozono) y ciclones formaron los aminoácidos, ladrillos fundamentales de las proteínas, que surgen como consecuencia de la polimerización de los aminoácidos. Asimismo, los ácidos nucleicos, resultado de la polimerización de los nucleótidos, con capacidad de replicación, y los polisacáridos o polímeros de los azúcares. Como resultado de la interacción de estas macromoléculas y otras agrupaciones moleculares más simples, surgieron las primeras y más elementales células procariotas (organismos celulares sin núcleo), y con ellas la estructura orgánica. Pero el proceso que acabamos de sintetizar es tan complejo que aún hoy desconocemos el origen de esas elementales células procariotas. «El salto cualitativo desde la aparición de un aminoácido a la aparición de un virus, y no digamos una bacteria, es colosal» (Francisco Montero Carnero, Juan Carlos Sanz Nuño y Miguel Ángel Andrade, Evolución prebiótica: el camino de la vida, 1993). Continúa siendo un enigma cómo han podido surgir proteínas sin los ácidos nucleicos que codifican su composición, y viceversa, es decir, cómo han podido aparecer los ácidos nucleicos sin las proteínas que necesitan para reproducirse. El médico y ensayista español Pedro Laín Entralgo (febrero 1908 – junio 2001), en su libro Cuerpo y alma  (1991), escribe: «Dios creó de la nada el Universo y éste, poniendo en juego la amplísima posibilidad de operación de las causas segundas, que la potencia de Dios le confirió –porque Dios lo quiso así al crear el mundo-, por sí mismo y desde dentro de sí mismo, va dando lugar a los distintos dinamismos surgidos en su evolución: en primer término el dinamismo de la materialización, por obra del cual se formaron en el cosmos las primeras partículas elementales, y luego, por sucesiva y ascendente estructuración de la materia, se han ido produciendo los átomos, las moléculas, las móneras [las células procariotas], los protozoos y los metazoos, comprendidos, por supuesto, los homínidos y el hombre». El biólogo y médico francés François Jacob (1920 – 2013) se preguntaba: ¿Quién ha elaborado los planes de la primera molécula de ADN, portadora del mensaje inicial que permitirá reproducirse a la primera célula viva? El ADN encierra una cantidad de información genética equivalente a 333 millones de palabras (una biblioteca de 2.000 volúmenes de unas 300 páginas cada uno). Esta información proporciona todas las potencialidades del ser humano: huellas dactilares, rasgos faciales, características corporales, aptitudes, capacidad intelectual…

 

Estructura celular de una bacteria, típica célula procariota, carente de núcleo.

 

El especialista en fisiología vegetal Frank Boyer Salisbury (1926 – 2015) ha calculado la probabilidad de aparición de la molécula de ADN en el Universo durante un periodo de

 4.000 millones de años en 10-585. Esta probabilidad es tan pequeña que en la práctica

 corresponde a la imposibilidad, y hay que compararla con la nula posibilidad de un mono que, ante una máquina de escribir, consiguiera reproducir por azar la obra completa de Balzac y de Víctor Hugo. Las combinaciones que pueden obtenerse en una cadena proteica de medianas dimensiones (por ejemplo, una cadena compuesta de 145

 aminoácidos, que es una de las cuatro que constituyen la hemoglobina), son 20145.

 Teniendo en cuenta que cada tipo de proteína posee su propia estructura molecular consistente en miles, decenas de miles o incluso cientos de miles de átomos, conectados todos de una manera específica, ¿qué probabilidades hay para que por azar se forme una sola molécula proteínica? Esta probabilidad para que los átomos se junten debidamente y den lugar a tan sólo una

 molécula proteínica sencilla se ha calculado es de 1 en 10113, es decir, de 1 seguido de 113 ceros. ¡Ese número es superior al número total de

 átomos que se calcula hay en todo el Universo! Y hay que tener en cuenta que los matemáticos consideran que cualquier suceso que tenga una

 probabilidad de ocurrir de 1 en 1050 nunca sucede. Pero para la vida se necesita mucho más que simplemente una molécula de proteína. Tan sólo

 para que una célula se mantenga activa se necesitan 2.000 diferentes proteínas y la probabilidad de que todas ellas se presenten al azar es de

 sólo 1 en 1040.000. De otra parte, se ha calculado que, para que las uniones de los nucleótidos determinen por puro azar la elaboración de una

 molécula de ARN, es necesario que la naturaleza realice a tientas estos intentos durante al menos 1015 años, lo cual supone un periodo de tiempo

cien mil veces más largo que la edad del Universo.

El médico judío ortodoxo Gerald Lawrence Schroeder (febrero 1938), en su libro El Génesis y el Big Bang, afirma que la probabilidad de que la vida surgiera casualmente y que luego se fuera formando al azar la multitud de productos bioquímicos necesarios para mantenerla, es minúscula.

Para que se crease por casualidad una sola proteína tendrían que haberse efectuado 10110 ensayos por segundo desde el comienzo del tiempo. Sin

embargo, desde la gran explosión hasta nuestros días han transcurrido menos de 1018 segundos. Opiniones semejantes en contra del azar en la

aparición de la vida sostiene el teólogo y pensador francés Jean Guitton (1901 – 1999). En uno de sus libros, Dios y Ciencia (1991), escribe lo siguiente en contra del azar en la aparición de la vida: «Una célula viva está compuesta de una veintena de aminoácidos, que forman una cadena compacta. La función de estos aminoácidos depende a su vez de dos mil enzimas específicos. Los biólogos han calculado que la probabilidad de que un millar de enzimas diferentes se unan ordenadamente para formar una célula viva (a lo largo de una evolución de varios miles de millones de

años) es del orden de 1 entre 101.000 [10 seguido de mil ceros], lo que es tanto como decir que la probabilidad es nula».

 

Partes principales de una neurona, esto es, de una célula del sistema nervioso.

 

El hombre está compuesto de 1028 átomos, lo que

representa un 1 seguido de 28 ceros, esto es, un número mayor de estrellas de las que se calcula hay en el Universo. En el organismo humano existen 300.000 millones de células, a las que el científico y jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin (1881 – 1955) denominó granos de vida, ya que cada célula individualmente considerada es completa en sí misma y capaz de realizar todas las funciones necesarias para que exista. De todos los órganos del cuerpo humano, el más complejo es el cerebro, formado por un mínimo de 100.000 millones de neuronas (una neurona es una célula del sistema nervioso), cada una de las cuales establece conexiones sinápticas (sinapsis: las conexiones entre las

neuronas) a su vez con un número que oscila entre varios cientos o varias decenas de miles de neuronas. Sólo en la corteza cerebral hay entre 1014

y 1015 conexiones sinápticas. «Si se contaran mil por segundo –escribe el neurocientífico francés Jean-Pierre Changeux (1936)-, transcurrirían

hasta incluso 30.000 años antes de contarlas todas». El gran estudioso de las neuronas fue nuestro médico y eminente científico Santiago Ramón y Cajal (1852 – 1934), Premio Nobel de Medicina en 1906. Pierre Teilhard de Chardin escribe: «La materia es como una especie de polvo indiferenciado que poco a poco va organizándose en átomos, moléculas, células…, y a medida que esta organización se convierte en más compleja, desemboca en organismos paulatinamente unificados y centrados en sí mismos. De modo que la ley del progreso es la de la complejidad y centralidad, desde el virus hasta esa maravillosa organización que es el cerebro humano (…) Si miramos la duración total de la evolución como un todo, el progreso en dirección del hombre, en dirección del progreso humano, aparece como una lenta maduración de la materia primordial, lo cual implica que la perfección última, la conciencia humana, está ya en germen desde sus más humildes principios. Dicho de otro modo, la materia tiende al espiritualismo, es decir, a evolucionar en dirección de la conciencia». Según la ley de la Entropía, la energía termodinámica tiende hacia la indiferenciación generalizada. Dicho de otro modo, según la 2ª ley de la Termodinámica, todas las transformaciones que suceden en la Naturaleza determinan un crecimiento del desorden y una disminución de la información y la organización. Sin embargo, o bien la energía que anima el Universo es otra, o bien, simultáneamente, esta ley parece no cumplirse en el ámbito de la Biología, ya que el camino hacia la vida va desde lo más sencillo y elemental hacia lo más complejo y organizado. También Albert Einstein escribió: «Lo más incomprensible del Universo es que sea tan comprensible (…) El Universo no es un caos desordenado y confuso, sino la más maravillosa sinfonía plena de belleza, orden y armonía».

*****

El fundador de la Teoría Cuántica fue el físico y matemático alemán Max Planck (1858 – 1947), quien la formuló en 1900. Se le concedió el Premio Nobel en 1918. Era creyente. Otro gran exponente de esa teoría fue el físico danés Niels Bohr (1885 – 1962), Premio Nobel en 1922. Bohr dejó muy claro que, con esta nueva y revolucionaria teoría, que se ocupa de las partículas elementales del Universo, se acaba con la simplista contraposición entre subjetividad y objetividad, propia del cientificismo del siglo XIX, para el que la Filosofía y la Metafísica no tienen nada que decir respecto de la materia. En vez de ese dualismo, dice Bohr, surge la complementariedad, es decir, el emparejamiento de contradicciones que se excluyen mutuamente. De ahí que para Werner Heisenberg (1901 – 1976), físico y filósofo alemán que fue otro de los grandes representantes de la Teoría Cuántica, la función de probabilidad une los elementos objetivos y subjetivos. Por su parte, Max Planck se esforzó en justificar filosóficamente la investigación física y la realidad metafísica del mundo exterior: «Hubo un tiempo en el que la Filosofía y las Ciencias de la Naturaleza estaban enfrentadas como extrañas y enemigas. Estos tiempos están ya lejos, dado que en la Física moderna se necesita cierta dosis de Metafísica». El físico inglés Paul Davies dice que «la Física moderna nos acerca más al misticismo que al materialismo, dando lugar a que los frutos de esta revolución empiecen a ser recogidos por filósofos y por teólogos». El físico austriaco-estadounidense Wolfgang Pauli (1900 – 1958), de religión católica y Premio Nobel en 1945, escribió: «La ciencia debe complementarse con la mística, dado que el sujeto y el objeto se unifican». De otro lado, dada la complejidad de la Teoría Cuántica y la aleatoriedad de algunos de sus principios, posiblemente sea ésta una de las ramas de la Ciencia donde los mecanismos de verificación de hipótesis mensurables pueden encontrar una mayor dificultad.

El filósofo griego Demócrito de Abdera (ca. 460 – ca. 370 a. C.), nacido en esa localidad de Tracia, consideró que la materia está formada de pequeñísimas partículas a las que llamó átomos (= indivisibles). Hoy sabemos que los átomos están constituidos por partículas más pequeñas. Demócrito señaló, y en esto coincide en parte con la Física moderna, que «el mundo atómico, último soporte de la materia, es sólo apariencia, puesto que en él todo es vacío, todo es nada» (ver la estructura del átomo simple de oxígeno). Ahora bien, los protones y neutrones que forman el núcleo del átomo, ¿son las partículas más pequeñas existentes? La respuesta es triple. A) Los aceleradores de partículas, que permiten que choquen unas contra otras subdividiéndose en partículas más pequeñas, son tanto más potentes cuanto mayor sea la energía y velocidad de las partículas, próxima a la de la luz. B) Podría llegarse un día a partículas absolutamente indivisibles. C) La teoría holística, hoy la más aceptada por los físicos, según las cual las partículas elementales son a la vez elementales y compuestas, esto es, que las partículas estarían constituidas por elementos, pero éstos serían de la misma naturaleza que la propia partícula. Esta hipótesis ha permitido el desarrollo de los quarks, partículas que componen los protones y los neutrones, cada uno de ellos formado por tres quarks, considerados hoy los últimos componentes de la materia, los ladrillos de lo real.

Con los quarks llegamos al borde mismo del mundo material. No ha sido posible comprobar su dimensión física, ni tampoco han podido ser observados. Con ellos empieza el ámbito de la abstracción pura, el reino de los seres matemáticos. Sólo se pueden representar mentalmente, como una fórmula matemática. Es como si volviésemos a Pitágoras y a Platón. Es decir, la materia, en su último estrato conocido, queda reducida a algo tan inconcreto, abstracto, invisible e inasible, que podríamos preguntarnos: ¿es esto materia o matemática?

Resumamos ahora en pocas líneas qué es la Física Cuántica, formulada por vez primera en 1900 por Max Planck al comprobar que la luz, los rayos X y otros tipos de ondas, no podían ser emitidos en cantidades arbitrarias, sino sólo en cantidades discretas, finitas, a las que llamó «quanta» (plural de «quantum» o «cuanto» = cantidad), con lo que quiso expresar que la radiación no se emite de forma uniforme y continua, sino a saltos. En 1905 Einstein confirmó esta teoría de Planck al investigar el llamado efecto fotoeléctrico, que consiste en la extracción de electrones de la superficie de un metal, como consecuencia del rechazo al chocar energía luminosa contra dicha superficie metálica. Para poder explicar de una manera creíble que el choque del haz luminoso podía producir electrones, se vio forzado a considerar a la luz como un chorro de partículas, a las que dio el nombre de fotones. Por ello le dieron el Premio Nobel de Física en 1921. Pronto quedó claro que no sólo los electrones, sino todas las partículas subatómicas o elementales tenían un comportamiento similar, emitiéndose en forma de minúsculas unidades que reciben el nombre de cuantos de energía. Aunque esta forma de propagarse la luz por medio de corpúsculos, es decir, de partículas, estaba en contradicción con la idea del físico escocés James Clerk Maxwell (1831 – 1879) según la cual la luz, como cualquier otro tipo de radiación electromagnética, se propaga en forma de ondas continuas, la concepción de Einstein no anuló la teoría ondulatoria de la Física clásica, surgiendo así la Mecánica Cuántica, que se basa en la dualidad de ambas teorías, la ondulatoria y la corpuscular, uno de los mayores enigmas de la Física moderna. Para responder a la pregunta de qué es la luz, si una onda o un chorro de corpúsculos luminosos, es necesario aceptar que ambas teorías son complementarias, por paradójico que resulte. Esto es lo que constituye el principio de complementariedad de Niels Bohr, fundamental en la Física Cuántica. Además, según la Física Cuántica, la unidades subatómicas, dependiendo de cómo las miremos, aparecen a veces como una partícula y otras en forma de onda. Esta dualidad, a primera vista tan incomprensible, funciona en la práctica investigadora. El mencionado Principio de Complementariedad de Niels Bohr expresa «que una misma realidad puede ser objeto de dos representaciones complementarias entre sí, que mutuamente se excluyen». Otra característica de la Física Cuántica es que sus leyes son esencialmente probabilísticas, ya que sólo predicen probabilidades, no certezas.

Según la Física Cuántica, para medir simultáneamente la posición y velocidad de un electrón con suficiente exactitud, hay que verlo, y, por tanto, iluminarlo. Pero, según Max Planck, como mínimo hay que emplear un quantum de luz. Ahora bien, este quantum es suficiente para perturbar el electrón o la partícula elemental que sea en su posición y en su velocidad. De forma que cuanto más tratemos de medir la posición de una partícula, con menos precisión podremos medir su velocidad, y viceversa. De ahí que para la Física Cuántica las partículas no tengan posiciones y velocidades definidas, sino que poseen un estado cuántico, que es una combinación de posición y velocidad, dado que no se puede predecir un único resultado de cada observación, sino una serie de resultados probables. Consecuentemente con esto, las partículas elementales se comportan como ondas, al no tener una posición definida, ya que están como «esparcidas» por una extensa región en el espacio. La Mecánica Cuántica no predice un único resultado de cada observación, sino un cierto número de resultados posibles, lo cual supone que las partículas cuánticas no tienen trayectorias bien definidas, sino que cada partícula tiene una infinidad de trayectorias diferentes. Hay, pues, una aleatoriedad en los sistemas microscópicos. Esto es lo que se ha venido en llamar Principio de Incertidumbre o Principio de Indeterminación de Heisenberg, ya que fue este físico alemán, Premio Nobel en 1932, quien lo formuló. Desde Niels Bohr está demostrada la afirmación de que incertidumbre y borrosidad (en el sentido de que las partículas no tienen una posición definida, sino que están como esparcidas) son características intrínsecas del mundo cuántico. Por eso este físico danés se pregunta: «¿Qué derecho tenemos de considerar a una partícula elemental como una cosa, si no está localizada en ninguna parte ni tampoco tiene una velocidad definida?» El Principio de Incertidumbre de Heisenberg puso fin al determinismo científico del astrónomo y físico francés Pierre-Simon Laplace (1749 – 1827), para quien las leyes científicas nos permiten predecir lo que ha de suceder en el Universo, incluso que hay leyes científicas que determinan el comportamiento humano. Para Laplace, que intenta perfeccionar el sistema newtoniano, el hombre deja de tener valor moral, siendo tan sólo una máquina. La Física Cuántica, en cambio, restableció la libertad individual del hombre.

¿De qué sustancia están hechas las partículas elementales? La respuesta la da la Teoría cuántica relativista de los campos, que es una fusión de la Teoría de la relatividad y de la Teoría cuántica. Las partículas elementales, se pensaba en los últimos años del siglo XX, no existen por sí mismas, sino a través de los efectos que originan, es decir, por la proyección que determinan sus interacciones. Esta red de interacciones es la que se conoce como campo. La realidad última de lo que llamamos materia no es otra cosa que un conjunto de campos que interaccionan permanentemente entre ellos (campo gravitatorio, electromagnético, etc). Lo que describe la Teoría relativista de los campos no son las partículas como tales, sino sus continuas e innumerables interacciones. La Teoría cuántica anula toda distinción entre campo y partícula. Una segunda pregunta sería: ¿Qué transmiten estas interacciones de las partículas elementales? A ello respondemos: esquemas de información en continuo movimiento.

En el corazón de la materia no encontramos más que una idea pura, un pensamiento, un mensaje. Debajo del nivel atómico, escribía el médico alemán Hoimar von Ditfurth (1921 – 1989), el concepto de materia pierde todo lo que podía tener de masivo. Esta concepción nos retrotrae a Platón. En su libro Más allá de la Física (1971), Werner Heisenberg escribió: «Platón adjudicó a las partículas elementales la forma matemática, porque ésta es la forma más bella y sencilla (…) La Física moderna se identifica con Platón dado que las unidades mínimas de la materia no son objetos físicos en el sentido ordinario de la palabra: son formas o ideas de las que sólo puede hablarse sin equívocos con el lenguaje matemático». En la Física cuántica una partícula no sigue un único camino en el espacio-tiempo como sucede en la Física newtoniana. Una partícula no existe en forma de objeto concreto, es decir, como un objeto definido en el espacio y en el tiempo, nada más que cuando es observado. Escribe Niels Bohr: «El borroso y nebuloso mundo del átomo sólo se concreta cuando se hace una observación. En ausencia de toda observación el átomo es un fantasma que sólo se materializa cuando se busca». Cuando una partícula elemental, caso de un fotón, no es observada, entonces sólo existe como onda de probabilidad. Cuando un fotón es emitido por una fuente de luz, deja de existir como tal partícula y se convierte en una onda de probabilidad, es decir, que el fotón original es reemplazado por una serie de fotones virtuales que siguen itinerarios distintos. En su citado libro Cuerpo y alma, escribe Laín Entralgo que para la Física cuántica «el objeto no es algo puesto ante el observador y que éste no modifica al observarlo; por el contrario, la realidad es algo que se constituye por la interacción del observador y lo observado en el momento de la observación». Esto quiere decir que en el ámbito subatómico no podemos observar ese mundo sin intervenir en él, ya que lo modificamos, de forma que el mundo cuántico que observamos nunca es el real, o si se prefiere, el que habría existido sin la presencia del observador. Antes de la observación nada es real en sentido estricto, escribió Igor Bogdanov (citado por Jean Guitton en Dios y la ciencia).

Por su parte, Francisco López Rupérez, Doctor en Ciencias Físicas, en su libro Más allá de las partículas y de las ondas (1994), escribe que el físico que intenta observar un electrón, al tratar de conocer la realidad, altera la realidad previa que sólo existía como potencialidad. Asimismo, el físico y matemático húngaro-estadounidense Eugene Paul Wigner (1902 – 1995), Premio Nobel en 1963, ha dicho que la conciencia del observador es lo que altera la función de onda, porque modifica nuestra apreciación de las probabilidades. Esta afirmación ya la habían hecho en 1939 el físico francés Edmond Bauer (1880 – 1963) y el físico judío alemán Fritz Wolfgang London (1900 – 1954): «No es una interacción misteriosa entre el aparato y el objeto lo que produce una nueva función de onda del sistema durante la medición. Es la conciencia de un yo que constituye, en función de su observación, una nueva objetividad». Este tipo de conclusiones rompe con el dualismo entre mente y cuerpo establecido por Descartes. Ahora sabemos que una cosa es el cerebro y otra la mente. Ésta última es una sustancia intangible, efímera, acoplada a nuestro cuerpo y nuestro cerebro. Si el cerebro se considera sólo como una máquina eléctrica sujeta a las leyes físicas que controla nuestro comportamiento, entonces el hombre queda reducido a un mero autómata, desprovisto de una voluntad libre. Muchos son los científicos que defienden que es la mente, la propia conciencia del observador, la que determina y constituye la realidad. Ya se ha citado a John Archibald Wheeler. También está Rudolf Peierls (1907 – 1995), Catedrático de Física en Oxford, para quien «la conciencia juega un papel fundamental en la naturaleza de la realidad». De nuevo dice: «La descripción cuántica se realiza en términos de conocimiento. Y el conocimiento requiere alguien que conozca. Un ordenador, por avanzado y sofisticado que sea, no puede conocer (…) Existe una cualidad de los seres humanos llamada conciencia o mente, que nos distingue de los otros objetos de nuestro entorno, y que es absolutamente necesaria para dar sentido a la Física fundamental». En el dominio de las dimensiones cuánticas el observador no sólo modifica la realidad de lo observado, sino que esta realidad se constituye y depende de la conciencia del observador. La realidad de las partículas elementales es indeterminada, y al depender de la conciencia de un observador, se desvanece la concepción única y puramente materialista de la realidad. Necesariamente, no todo puede ser materia, si aceptamos que algo tan inmaterial como la conciencia del observador no sólo modifica, sino que determina esa realidad. La Física cuántica hace evidente que existe una íntima y estrecha unidad entre el espíritu y la materia, una interpenetración entre la materia y el espíritu. Ambos son elementos complementarios de una misma realidad.

Hemos dicho que las partículas elementales, más que objetos, son, en realidad, el resultado siempre provisional de incesantes interacciones. Consecuentemente con ello, la Teoría Cuántica sugiere una noción de inseparabilidad, de tal modo que el concepto de espacio que separa dos objetos se desvanece sea cual sea la distancia entre los mismos. La Física Cuántica considera que el Universo es un todo indivisible. En contra de esta concepción se llevó a cabo un experimento (en gran parte mental, esto es, teórico) en 1935 conocido como la paradoja E. P. R., que, curiosamente, se volvió en contra de sus autores, reafirmando aún más la teoría que pretendían contradecir. Esos tres autores, y de ahí las siglas, fueron Albert Einstein, el físico judío ruso Borís Podolski (1896 – 1966) y el físico israelí Nathan Rosen (1909 – 1995). El experimento consistió en hacer rebotar dos electrones A y B uno contra otro y esperar a que se separasen lo suficiente como para no poder influirse mutuamente. Según Einstein, dos electrones que se alejan en direcciones contrarias nunca podrían influir el uno en el otro. Opinión distinta era la de Niels Bohr. En 1982 el físico francés Alain Aspect (nacido en 1947), Premio Nobel en 2022, demostró experimentalmente que la hipótesis de Einstein se desvanecía ante la intuición de Bohr. En definitiva, la Física Cuántica establece el llamado Principio de Inseparabilidad, según el cual por muy alejados que estén dos electrones, forman parte de la misma totalidad. Aunque dos partículas terminen en los confines del Universo, han de ser tratadas como un todo indivisible. Todo el Universo, hasta la más ínfima de sus partículas, está íntimamente entrelazado. Surge así la fascinante hipótesis de que si todo el Universo, en su origen, estaba concentrado en una singularidad, no resulta extraño que los componentes de ese mismo Universo, 15.000 millones de años después, continúen unidos por ese vínculo primigenio. Muchos científicos defienden la tesis de que «entre materia, conciencia y espíritu hay una misteriosa interacción, que hace que estos tres elementos formen parte de una misma realidad» (Jean Guitton). Esta misma tesis la comparte el físico y matemático francés Louis de Broglie (1892 – 1987), Premio Nobel en 1929. De la misma opinión es el físico estadounidense David Bohm (1917 – 1992), quien se hace eco, en el libro Ciencia, orden y creatividad (1987), escrito en colaboración con el físico inglés David Peat (1938 – 2017), de unas palabras de Werner Heisenberg: «La división común del mundo entre sujeto y objeto, mundo interno y mundo externo, cuerpo y alma, ha dejado de ser adecuada». El mismo David Bohm escribe, en sintonía con la Teoría Holística del Universo (el todo y las partes son inseparables): «La Teoría Cuántica demuestra que el Universo es necesariamente una totalidad interrelacionada entre sí». Según la Teoría Holística, en el Universo cada partícula elemental forma parte solidaria con el Universo entero. El físico estadounidense Heinz Pagels (1939 – 1988) escribió: «El Universo es un mensaje redactado en código secreto, un código cósmico, y la tarea del científico consiste en descifrar ese código».

Werner Heisenberg dejó escrito: «El Principio de Complementariedad ha puesto fin para siempre al dualismo cartesiano entre materia y espíritu; una y otro son elementos complementarios de una misma realidad». Por su parte, Max Planck también escribió: «La materia visible, pero perecedera, no es lo real, ya que la materia no se sustenta sin el espíritu, es decir, que lo verdadero es el espíritu invisible e inmortal». Por último, el filósofo francés Henri Bergson (1859 – 1941), dice: «El corazón de la materia está hecho de espíritu».

Cuando se trata de una partícula individual sólo se pueden predecir probabilidades, pero dado el conocimiento de los promedios estadísticos, la teoría cuántica permite describir con gran precisión el comportamiento, cuando se trata de un grupo de partículas.

La conciencia es un fenómeno cualitativo, subjetivo e interno, que puede definirse por tres propiedades fundamentales: a) la inmediatez, ya que los actos de la conciencia carecen de intermediario; b) la de ser incomunicable e inviolable, ya que nadie puede penetrar en la conciencia de otro, aunque sí puede ser expresada; c) su inmaterialidad.

La inmensa mayoría de los filósofos y de los neurobiólogos piensan que nunca se podrá descubrir la esencia de la conciencia por medio de exploraciones electro-físicas. Entre los más relevantes científicos que piensan esto se encuentra el físico inglés Nevill Francis Mott (1905 – 1996), Premio Nobel en 1977, quien escribió: «La Ciencia por sí sola nunca podrá explicar la conciencia humana, es decir, el conocimiento inmediato del yo íntimo, porque es algo que está fuera y más allá de la Física y de la Química». Cuando Einstein afirmó que «Dios es sutil, pero no malicioso», quería indicar que «el mundo puede ser difícil y complicado, pero no es arbitrario ni ilógico». Por eso dejó dicho: «Difícilmente encontraréis entre los talentos científicos más profundos uno solo que carezca de un sentimiento religioso propio (…) Mi propia religión consiste en la adoración humilde un ser espiritual infinito, de naturaleza superior, que se manifiesta en los pequeños detalles que alcanzamos a percibir con nuestros débiles e imperfectos sentidos. Esa profunda convicción del sentimiento, que nos hace estar seguros de la existencia de una inteligencia superior, que se manifiesta en el impenetrable Universo, constituye el contenido de mi concepto de Dios». El gran físico Wolfgang Pauli, escribió poco antes de morir en 1958: «El Principio de Complementariedad de Niels Bohr, según el cual al analizar la realidad hay que aceptar supuestos que nos parecen absolutamente antagónicos y contradictorios, pero que, al mismo tiempo, son necesarios para una descripción completa, nos lleva al convencimiento de que nunca debe afirmarse que las tesis expuestas mediante formulaciones racionales, son los únicos presupuestos posibles de la razón humana».