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La danza estética y ritual de Picasso y el toro
Escultura, pintura, dibujo y grabado. Picasso. Toros. Museo Picasso Málaga. C/ San Agustín, 8. Hasta el 3 de julio de 2005.
Bien sea por influencia familiar o del ambiente de la Málaga de finales del siglo XIX o por cualquier otra causa más íntima y personal, lo cierto es, como fehacientemente prueba esta estupenda e inusual exposición, que la relación artística de Picasso con los toros y la corrida se remonta a su propia infancia, pues con nueve años tan sólo pintó ese encantador e ingenuo picador amarillo que atesora una colección particular. Una relación que va a ser muy estrecha durante su primera juventud, como lo demuestran algunos espléndidos pasteles y gouaches en los que hace ya un uso atrevido y limpio del espacio vacío como elemento compositivo esencial del cuadro, un elemento, además, cargado de tensión precisamente por el contraste que establece con las zonas donde se sitúan los personajes y las figuras. Pero en los años de gestación del cubismo, la gran innovación y contribución formal de Picasso a la vanguardia histórica, la presencia de toros y toreros parece diluirse de su producción, como si su interés estuviese únicamente concentrado en esa racional y compleja descomposición y alteración del espacio perspectivístico renacentista y no quisiese ser distraído de ese asunto principal. Esa desatención parece prolongarse hasta el periodo clásico, esto es, hasta los años finales de la Gran Guerra y los primeros veinte. ¿Fue realmente así? Esta muestra introduce una variación interesante a este respecto. Se trata de la contextualización de las obras picassianas junto a ejemplos sobresalientes de la escultura íbera. Hay también en la exposición piezas arqueológicas de procedencia persa y romana, alguna incluso de la colección del propio Picasso, aunque, en estos dos casos, su justificación intelectual está vinculada a la explicación de cómo el arte del malagueño hunde sus raíces en la cultura mediterránea. Pero, ¿y los toros íberos? Sin dejar de estar asimismo ligados a la mencionada explicación, su presencia sirve aquí también para cubrir un supuesto vacío. Es decir, que si tenemos en cuenta que la escultura íbera, como ha sido suficientemente demostrado, influye de manera decisiva en el protocubismo de Picasso del año 1906 al año 1909, eso quiere decir que los recios y contundentes toros íberos de Porcuna, de Osuna, de Arjona y de Costitx, u otros muy parecidos a ellos, influyeron nada menos que en la más revolucionaria alteración formal del pasado siglo. Contemplándolos, resulta evidente que Picasso debió admirar en esa protohistórica escultura íbera su atrevida severidad y rigorismo de líneas y de formas, su tendencia hacia la esquematización, la capacidad de expresarse de modo antirretórico, con escasos elementos y una gran economía de medios. No otra cosa, entre otras, fue también en cierto modo el cubismo. A partir de los años treinta la presencia del toro y de la corrida se intensifica en la obra de Picasso, en parte porque ambos temas le sirven de metáfora artística sobre los dramáticos acontecimientos que se vislumbran en el escenario español, europeo y mundial, y en parte también porque exorcizan quizás un recóndito sentimiento de culpa o porque constituyen el soporte de una explicación parcial de la existencia. La actividad del pintor en esos años es pródiga en ejemplos en los que, de un lado, se representan escenas de pica y de cogida, es decir, los momentos más sangrientos de la corrida, y, de otro lado, escenas en las que el toro y el caballo mantienen un duelo, un ritual de sacrificio, una danza que también es lícito interpretar en sentido sexual. En este aspecto sobresale el magistral óleo de pequeño formato cedido por el Museo de París, La muerte del torero, de 1933, en el que ya están insertos los elementos clave de la Minotauromaquia de 1935, el grabado quizás más importante de Picasso, y el Guernica, de 1937, su obra más emblemática. Con ecos que provienen de la perdida civilización cretense, con su presencia del Minotauro y del Laberinto, con resonancias de la mitología griega, con su rapto de la ninfa Europa por un Zeus metamorfoseado en hermosísimo toro blanco, aquí están, en la pequeña tabla pintada en Boisgeloup, el toro y el caballo, lo masculino y lo femenino, la fuerza y la seducción, para algunos permutadas en Guernica en la encarnación de la brutalidad y en el sufrimiento del pueblo, pero que, en realidad, no deberían sujetarse a estereotipos, pues tanto el toro como el caballo son símbolos de la dualidad de contrarios en que se basa el discurrir de la naturaleza y de la vida del hombre. Más que embestida, asistimos a un coito ritual, y ello se comprende mejor si miramos el rostro del torero: es una mujer torero, con los rasgos de María Teresa Walter. La exposición también incluye tres momentos productivos y estilísticos particularmente importantes. Son los de la Cabeza de toro, de 1942, uno de los ejemplos más concluyentes de la capacidad picassiana para manipular cualquier objeto y otorgarle una dimensión icónico-sintética con una fuerza enorme que penetra en el subconsciente; los de los nueve estados de la serie litográfica El toro, de diciembre de 1945 y enero de 1946, increíble visualización del proceso de despojamiento y depuración de las formas hasta reducirse a lo esencial, a la pura «estructura»; y los cuadros de toreros y matadores pintados en 1970, grotescos y violentos, de una libertad lingüística incomparable en todo el arte contemporáneo. © Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 8 de abril de 2005
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