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Titi Pedroche, el color y la costa de Coromandel
ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS
Los cuadros de esta exposición,
realizados por Titi Pedroche (Valencia, 1942) durante los dos últimos años,
proclaman al unísono su íntima y antigua relación con el mundo del color y su
reciente fascinación por la India, en concreto por la ciudad de Madrás y la
costa de Coromandel. El
interés de Titi Pedroche por el color, al que convierte en protagonista casi
absoluto de sus composiciones, es, en efecto, una constante de su pintura desde
hace muchos años, aunque desde finales de los noventa se ha ido traduciendo en
una creciente exhibición de delicadeza y exquisitez, cuidando de manera
extraordinaria la dimensión táctil y las diferentes texturas de la superficie
del cuadro, que, a su vez, ha ido también aproximándose a una mayor organización
compositiva, generalmente en áreas de formato cuadrado o rectangular que
semejan un campo labrado observado a vista de pájaro. Entre
las obras de aquel tiempo, destaca especialmente un lienzo de 1998, de 147 x 114
cm, titulado Paisaje. Es un cuadro de logradísima armonía cromática,
con presencia dominante de rojos, verdes y amarillos, aunque también hay alguna
zona pintada de azul, de malva, de naranja y de negro. Es una espléndida sinfonía,
cálida y embriagadora, en la que el espectador se acuerda de la gran pintura
veneciana del XVI, sobre todo de Tiziano y del Veronés, pero donde también
late el espíritu del Paul Klee que viajó a Hammamet y el de algunos pintores
del expresionismo alemán de Die Brücke, quizás más que ningún otro
Jawlensky. Me parece importante subrayar esta referencia a Klee, porque, además
de las connotaciones simbólicas del color —aspecto que, por otro lado, también vincula esta y
otras pinturas de ese período con Kandinsky—, advertimos un paralelismo
formal, una inconsciente correspondencia con la distribución organizativa de
algunos cuadros del pintor suizo. Por ejemplo, Pequeño abeto, del Museo
de Basilea, o Globo rojo, del Museo Guggenheim de Nueva York. Resuenan
entonces las palabras que el mismo Klee dejó anotadas en 1903 en sus diarios:
«El arte plástico no comienza jamás por una atmósfera o una idea poéticas,
sino por la construcción de una o de muchas figuras, por la coincidencia de
algunos colores y valores tonales o bien por el equilibrio de relaciones
espaciales, etc. Que a ello se agregue una de aquellas ideas (contenido poético)...
es posible, pero no obligatorio»[1]. Pero
hay, en tercer término, una relación estrictamente física entre aquel lienzo
de Titi Pedroche de 1998, las pequeñas obras mencionadas de Klee y los cuadros
de esta exposición, vínculo que también evoca aquel «efecto puramente físico»
al que se refería Kandinsky: «El ojo queda fascinado por la belleza y las
calidades del color»[2].
En los cuadritos de Klee se transparenta el lienzo y se advierte con toda
claridad el trenzado de la tela, lo que sin duda les otorga una maravillosa
dimensión poética curiosamente muy «táctil». Por
su lado, Titi Pedroche ya usaba óleo, acrílico y tarlatana sobre lienzo para
hacer sus cuadros de finales de los noventa, lo que les proporcionaba una
particular textura e integración de todos sus componentes. En las piezas
actuales, la suma de todos esos elementos alcanza una rara perfección. El
procedimiento es muy sencillo. Primero, pinta sobre el lienzo, configurando la
composición y buscando el color. A continuación, coloca encima de lo ya
pintado la tarlatana, a la que, untada de cola, aplasta sobre la pintura con la
ayuda de un trapo, buscando los matices. La tarlatana, dice el Diccionario
de la Real Academia, es un «tejido ralo de algodón, semejante a la muselina,
pero de mayor consistencia que esta y más fino que el linón». No hay más que
verla y tocarla para comprobar efectivamente esas cualidades, a saber, la
separación de los hilos y el grosor tan característico. Si la pintora no
consigue los matices deseados en este primer intento, coloca de nuevo otro trozo
de tarlatana encima del anterior, repitiendo la operación y pintando sobre la
gasa, hasta obtener el efecto de color buscado. Hay que tener en cuenta que los
tonos del fondo deben ser normalmente menos intensos que los de la tarlatana,
porque si fueran idénticos el resultado sería excesivamente plano y uniforme,
con lo que no se obtendrían los matices deseados. Los
colores son vivísimos y se inspiran en la honda impresión que Madrás y la
costa de Coromandel dejaron en la retina de la pintora en un inolvidable viaje a
la India. Madrás, cuyo nuevo nombre oficial es Chennai, es en la actualidad el
mayor puerto de la costa oriental y la cuarta ciudad en población de la Unión
India, con más de cinco millones de habitantes, inmediatamente después de
Calcuta, Bombay y Nueva Delhi. Madrás está considerada, después del enclave
de Goa, como la más antigua ciudad de la India fundada por los europeos,
estando su origen en el Fuerte St. George que la Compañía Británica de las
Indias Orientales instaló en ese lugar hacia 1636, siendo el comercio del algodón
y sus fábricas textiles la razón principal de su desarrollo y de su
prosperidad, lo que llegó a convertirla en la primera ciudad en importancia de
la India en el siglo XIX, hasta que finalmente el crecimiento de Calcuta la fue
desplazando. De esa centuria es su bahía artificial, protegida por un rompeolas
y construida sobre la arenosa costa de Coromandel. Considerada por la mayoría
de los viajeros como la más tranquila, indolente y humana de las grandes
aglomeraciones indias, a pesar de su ajetreo y de su dinamismo, Madrás es el
centro de la cultura tamil, con su particular danza, música y folclore, así
como depositaria de un importante legado artístico y arquitectónico. Esa
vistosidad, ese ritmo que imponen la vida y las creencias de los habitantes de
esa privilegiada región natural del mundo, con sus colores llenos de fuerza y
de intensidad, con los geométricos y decorativos dibujos de las vasijas, las
alfombras y los tapices que inundan las tiendas, los mercadillos y los bazares,
es la imagen visual que Titi Pedroche ha querido trasladar a sus lienzos, en los
que unas veces parece advertirse el perfil de lejanas crestas montañosas, o
bien una línea en zig-zag, o bien un sol crepuscular que parece un inaccesible
y enorme planeta. El color de estos cuadros también quiere transmitirnos la
pureza cristalina y la infinita variedad cromática de los fondos submarinos de
la costa de Coromandel, con sus largas lenguas de arena fina, inundadas de sol y
donde el mar es una presencia permanente. Pero
los colores empleados por Titi Pedroche, como decía antes, están, por un lado,
emparentados con la simbología y efecto psicológico que Kandinsky atribuye a
aquellos. La vitalidad del verde, el carácter típicamente terrestre y la
ausencia de profundidad del amarillo, el carácter celeste del azul, con ese
hondo desarrollo del elemento de quietud, la tranquilidad absoluta del verde
absoluto, la fuerte nota de gran potencia y tenacidad del rojo. De otro lado,
hay aquí unas incuestionables resonancias simbólicas orientales. Por ejemplo,
en el amarillo, que para el tantrismo búdico corresponde al centro raíz y al
elemento tierra; en el azul, que en el budismo tibetano es el color de la
Sabiduría transcendente, de la potencialidad, aunque simultáneamente también
de la vacuidad, de ese vacío que la inmensidad del cielo azul parece
representar; en el rojo, un color que en Extremo Oriente evoca de manera general
el calor, la intensidad, la acción y la pasión. Pierre Grison dice de él que
es «el color de rajas, la tendencia expansiva», una apreciación que resulta
de gran interés al observar un cuadro como Madrás VII, dividido en
franjas por medio de rajas que parecen heridas. En aquella región del mundo,
asimismo, el rojo es el color del fuego, de la vida, de la sangre, de la
belleza, de la riqueza, de la unión y de la inmortalidad; en el verde, que es
el color que adopta la cara de Vishnú, el portador del mundo, cuando se le
representa como una tortuga. La exposición incluye también una selección de los últimos grabados de Titi Pedroche, realizados bajo idéntico clima espiritual y concepción estética que los lienzos. Están hechos mediante la técnica del collagraph y la plancha o matriz, en vez de ser de metal, es de cartón, de una enjundiosa textura y muy trabajada. En algunos collagraph, sin embargo, el diseño compositivo parece acercarse a una especie de diagrama cósmico. [1] HESS, W.: Documentos para la comprensión del arte moderno. Buenos Aires, Nueva Visión, 1983, página 114. [2] KANDINSKY, V.: De lo espiritual en el arte. Barcelona, Barral – Labor, 1983, página 55. Texto de presentación del catálogo de la muestra individual de Titi Pedroche celebrada en el Centro Cultural Provincial de Málaga entre marzo y mayo de 2004 |