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El grito sin tiempo de Guayasamín Pintura. Oswaldo Guayasamín. Museo Municipal. Málaga. Paseo de Reding, 1. Hasta el 25 de agosto de 2000. De verdadero acontecimiento cultural hay que considerar esta magna y soberbia exposición con la que clausura la temporada el Museo Municipal de Málaga, más de un centenar de piezas del más grande pintor ecuatoriano contemporáneo, Oswaldo Guayasamín (Quito, 1919 – Baltimore, 1999), procedentes de la Fundación homónima creada por el artista en su ciudad natal y la mayoría de ellas pertenecientes al desgarrador ciclo titulado La edad de la ira, pero también retratos, autorretratos y otras correspondientes al ciclo La edad de la ternura y a la colección llamada Retrospectiva. Formado inicialmente en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Quito, donde se graduó como pintor y escultor en 1941, además de especializarse asimismo en arquitectura, Guayasamín trasladóse a comienzos de ese decenio, debido a su interés por aprender la técnica del muralismo, a México, donde trabajó algunos meses en el taller de Orozco, periodo fundamental en la maduración de su ulterior y definitivo lenguaje artístico, una pintura de intenso dramatismo y honda preocupación social en la que la tradición indigenista local se fusiona con lo monumental y una expresiva épica de la miseria, aunque va a ser sobre todo la lección del también mexicano Rufino Tamayo la que le abra las inmensas posibilidades plásticas de la síntesis, eficaz contrapunto del discurso narrativo que por su propia naturaleza y contenido ofrece su pintura, y la que le enseñe a comprender las revolucionarias conquistas lingüísticas de la vanguardia europea. Si Huacayñan (palabra quechua que significa «Camino del llanto»), serie pintada entre 1946 y 1952, es un vasto relato visual de las etnias que componen el mestizaje americano, con sus culturas, sentimientos y expresiones de identidad, La edad de la ira, realizada entre 1961 y 1990, es una conmovedora y grandiosa denuncia de la violencia ejercida por el hombre contra el hombre en este siglo, un lacerante grito sin tiempo y una oración plástica que, como dice el pintor, está hecha «para herir, para arañar y golpear en el corazón de la gente». Elaborada con una prodigiosa sabiduría técnica, donde lo mismo conviven cuadros con zonas de densa materia y poderosas calidades táctiles, casi telúricas, con otros de leves emplastos y en los que se adivinan las superficies del lienzo y de la madera, contiene series, como la dedicada a las manos, los tres cuadros de personajes gritando o la de Los condenados de la tierra, que constituyen un acabado catálogo simbólico del sufrimiento y de la opresión, mientras que otras, como la magistral Mujeres llorando, asombran por su extraordinaria capacidad de síntesis y economía de medios para obtener la quintaesencia del dolor de las madres, de las esposas y de las hijas, enlutadas vírgenes de alcance universal que parecen extraídas, con un sentimiento de religiosidad terrena y laica, de la infinita tragedia del Gólgota. Junto a ellas, otras, como La edad de la ternura, donde el homenaje de amor a las madres como símbolo de la defensa radical de la vida se expresa mediante un color más encendido y vibrante, con figuras de líneas sobrias y precisas, o como ese cuadro aislado que representa una Vista de Guayaquil desde el puerto, de una simplicidad portentosa, pero cuyo exaltado simbolismo cromático y sólida estructura sólo pueden provenir de un consumado maestro del milenario arte de la pintura. ©Enrique Castaños Alés Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 3 de agosto de 2000
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