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Los últimos estertores del «nuevo realismo» cinematográfico alemán Anotaciones sobre Fräulein Else, de Paul Czinner (1929)
©ENRIQUE CASTAÑOS
La película Fräulein Else («La señorita Elsa») fue dirigida por el realizador húngaro Paul Czinner en 1929. Con un guión del propio Czinner, que contó como ayudante de dirección con Herbert Selpin, la fotografía le fue encomendada al gran Karl Freund, que también fue operador, junto con Adolf Schlasy y Robert Baberske, mientras que los decorados fueron responsabilidad de Erich Kettelhut y los productores Arthur Kiekebusch y Erich Frisch. El filme se inspira en la novela homónima del escritor y médico vienés Arthur Schnitzler (1862 – 1931), publicada en 1924 y concebida en forma de monólogo interior, una novedosa técnica narrativa que acentuaba la introspección psicológica. El guionista y director húngaro Paul Czinner (Budapest, 1890 – Londres, 1972), que había conocido poco después de 1914 al formidable guionista Carl Mayer, con quien colaboraría en dos películas a comienzos del sonoro (Ariane, de 1931, y Der Träumende Mund, de 1932), tenía en su haber dos importantes filmes antes de 1929: el protoexpresionista Inferno, de 1919, y, sobre todo, Nju, de 1924, en el que el papel protagonista correspondió a Elisabeth Bergner (Drohobych, en la región histórica de Galitzia, hoy en el oeste de Ucrania, 1897 – Londres, 1986), de soltera Elisabeth Ettel, con quien inició una relación, convirtiéndose en su esposa el 9 de enero de 1933. Con la llegada de Hitler al poder pocas semanas más tarde, ambos, que vivían y trabajaban en Berlín, se trasladaron primero a Viena y después a Londres, obteniendo la ciudadanía británica en 1938. En 1939 emigraron a los Estados Unidos, aunque regresaron a Europa en 1949, estableciéndose al año siguiente en la capital inglesa. En 1954, ella volvió durante una temporada a los escenarios alemanes. Nju significó un hito en la carrera de Paul Czinner y en la de Elisabeth Bergner. Destacado precedente, en lo que atañe al triángulo amoroso, de la mucho más famosa Varieté, de Ewald André Dupont (1925), en la que de nuevo tuvo un papel protagonista Emil Jannings, Nju, basada en una obra del escritor ruso Ossip Dimov (Osip Dymov), plantea la insatisfacción matrimonial de una mujer casada (Elisabeth Bergner) con un marido que la quiere a su modo, pero que es un tanto grosero y vulgar (Emil Jannings), por lo que se deja seducir, de manera sorprendentemente rápida, y, hasta cierto punto, caprichosa e irracional, por un mediocre escritor, que, como suele ser habitual en el actor alemán que lo encarna, Conrad Veidt, aparece envuelto en un inquietante halo de efluvios demoníacos. La joven burguesa de clase media, cuyo nombre es Nju, deja la comodidad del hogar, abandonando a un hijo pequeño y a un esposo que no comprende nada de su triste destino, se traslada a un modesto piso alquilado y cae rendida ante los oscuros y enigmáticos encantos de un hombre que pronto se cansará de ella, conduciéndola finalmente al desengaño y al suicidio. Siegfried Kracauer escribe: «Toda la película respira una tristeza que supera a la de Die Strasse [Karl Grune, 1923]. Era como si la esperanza hubiera abandonado al mundo del hogar burgués, así como el encantado mundo callejero del rebelde de la clase media»[i]. La escena inicial, con ambos esposos en la misma habitación, ajeno el uno al otro, sumidos en la monotonía y en la indiferencia, ha sido bien descrita por Roberto Paolella: «Al comienzo, la protagonista aparece extática y alucinada, incierta y casi a la espera; luego, a través de una gran panorámica, la vemos caminar por la casa, y, finalmente, detenerse en la sala, donde el marido continúa leyendo el diario sin reparar en ella»[ii]. También acierta el citado historiador italiano cuando continúa describiendo el primer cruce de miradas entre el poeta en la calle y la aburrida esposa en la ventana de su casa: «En cierto momento, la mujer se detiene detrás de la ventana cuya cortina corre deliberadamente para ver la calle donde algo llama su atención: un viejo que toca el organillo, y, luego, un hombre (Conrad Veidt) que pasa lentamente y mira hacia su ventana. Notable es la secuencia que detalla el encuentro de las miradas de la mujer y del hombre: ella tiene la imprevista sensación -por un instinto casi felino de su femineidad …- que este hombre está destinado a convertirse en su amante»[iii]. La película, que se desarrolla principalmente en ambientes cerrados y cargados de tensión dramática, con pocos diálogos y cierta indiferencia hacia los nombres propios de los personajes, puede situarse, en opinión de la ensayista y crítico Lotte Henriette Eisner que nosotros compartimos[iv], dentro del Kammerspielfilm, modalidad de «cine de cámara» concebida por Leopold Jessner, y, sobre todo, por el rumano Lupu Pick[v]. Típica de ese género cinematográfico que tanto le debió al Kammerspiel o «teatro de cámara» de Max Reinhardt, es la secuencia en la que «el marido tiene el mal gusto de leer, en presencia de un desconocido, las cartas que le había escrito su mujer en la época del noviazgo. Vemos entonces pasar por el rostro de la mujer todas las expresiones correspondientes a las frases del tiempo pasado, para dedicarlas -aun inconscientemente- al joven amigo, como reconocimiento de su afectuosa comprensión»[vi]. En realidad, ni mucho menos era tan afectuosa, como demasiado pronto tendrá ocasión de comprobar Nju respecto del voluble, y, en el fondo, insensible y egoísta escritor. Una película, Nju, en definitiva, en la que Elisabeth Bergner tendrá ocasión de demostrar su capacidad como actriz, especialmente para este tipo de intrincadas situaciones psicológicas. Con razón escribe Lotte Eisner: «Paul Czinner encontró en ella a la intérprete ideal de sus Kammerspielfilme … En Nju aparece aún más entregada, desarmada y débil, frente a un Emil Jannings, marido robusto y sin comprensión. Czinner ha sabido, gracias a ella, expresar con sutilidad toda la Stimmung [atmósfera que sugiere las vibraciones del alma] flotante, sobre todo cuando colocó junto a ella a Conrad Veidt, siempre demoníaco. Extraño interludio aquí también, donde unas pausas evocan la tensión y donde en la película muda el silencio se hace elocuente. Cuando Elisabeth Bergner, al final de esta película, se lanza al abismo arrastrada hacia abajo por las volutas de su falda larga, estamos en el apogeo del Kammerspiel»[vii]. No sería exagerado afirmar que Fräulein Else constituyó la más relevante interpretación de Elisabeth Bergner en el cine silente, así como, junto con la mencionada Nju, el más destacado trabajo de Paul Czinner antes del sonoro. De hecho, estas dos películas han sido valoradas por la crítica especializada como las mejores de su dilatada carrera, si bien merecen asimismo ser recordadas Der Geiger von Florenz («El violinista de Florencia», 1926), y The Rise of Catherine the Great («Catalina de Rusia», 1934), ambas protagonizadas por la misma menuda y nerviosa actriz nacida en uno de los centros vitales de Mitteleuropa. Aunque el guión de Czinner modifica determinados aspectos de la narración original, algunos tan irrelevantes como situar el núcleo de la acción en otro lugar geográfico, si bien similar en cuanto que en ambos casos se trata de destinos turísticos de vacaciones, el espíritu del breve relato de Schnitzler, a pesar de sesudas opiniones críticas en sentido contrario, pervive, a nuestro juicio, en lo esencial, poniendo de manifiesto la angustia y ansiedad psicológica de la protagonista, su inasible evolución espiritual y las contradicciones morales de una burguesía media-alta de rasgos muy definidos, ya que pertenece a una antigua ciudad imperial, Viena, que era por entonces un auténtico crisol y hervidero cultural, donde se entrecruzaban las más significativas e influyentes corrientes culturales de la vieja y decadente Europa. Para comprender lo que esa época y esa ciudad significaron desde la Secession de 1897 hasta la anexión (Anschluss) de Austria por Hitler en marzo de 1938, cualquier lector interesado sabe muy bien que uno de los textos fundamentales continúa siendo El mundo de ayer. Memorias de un europeo, del prolífico y exitoso escritor de origen judío Stefan Zweig, una especie de autobiografía intelectual redactada entre 1939 y 1941, poco antes de su suicidio, junto con su mujer, en la ciudad brasileña de Petrópolis, el 22 de febrero de 1942, persuadido como estaba, ante la arrolladora preponderancia militar alemana, de que todo se había perdido, desmoronándose para siempre su viejo y querido mundo de relativa tolerancia y abierto cosmopolitismo. En esto último no le faltaba razón. La historia que cuenta Fräulein Else deja traslucir varios temas que se entrelazan mutuamente: la hipocresía burguesa, la temeraria tentación especuladora a fin de mantener un estatus y un tren de vida por encima de las propias posibilidades, la distancia insalvable entre el afán de poseer bienes materiales y la sencilla y verdadera felicidad, la artificiosidad y vaciedad de la vida elegante, la responsabilidad de los padres en la educación de los hijos y la inmoralidad u obscenidad que muchas veces esconden individuos supuestamente respetables. Pero el problema crucial que aborda la película es de índole psicológica. Observamos a una jovencita, mimada y caprichosa, consentida y sobreprotegida por su condición de hija única, que va a demostrar, en el momento decisivo, una madurez y una resolución impropias de su edad y de las confortables circunstancias que hasta entonces habían rodeado su existencia. Precisamente otras circunstancias, esta vez ruines y mezquinas, así como el imperioso e incontrolable deseo de evitar que su padre, al que adora y tiene idealizado, ingrese en prisión, forzarán un proceso de maduración extraordinariamente rápido, vertiginoso, sin apenas tiempo para la reflexión sosegada, cuya consecuencia es la toma de una decisión por parte de Elsa en la que la preservación de la integridad moral, corolario del natural pudor femenino y del respeto a ella misma, la habrán de conducir a un desenlace trágico. En poquísimas horas adquiere cabal conciencia de cuál es su deber, asumiendo con audaz y sorprendente entereza una solución que la obliga a elegir entre dos opciones radicalmente excluyentes: o salva a su padre a costa de mancillar su propio honor, o lo salva sacrificando su propia vida, pues no está dispuesta a renunciar a su preciado e íntimo tesoro. Al final, Elsa, a pesar de parecernos durante el primer tercio del filme una muchacha frívola, nos ofrece un aleccionador ejemplo de dignidad moral. Ella es el único ser verdaderamente adulto en un mundo de adultos, ella es la única que había interiorizado, sin que nadie se percatase, un severo código ético de conducta. Si aceptamos la terminología de Kracauer, Fräulein Else pertenece a ese tipo de películas centradas en «las dificultades íntimas de los jóvenes de dieciocho años»[viii] de finales del periodo de estabilización, la cortísima época de recuperación económica de poco más de un lustro, en rigor una suerte de espejismo, que vivirá la frágil República de Weimar hasta que los efectos de la Gran Depresión comiencen a sentirse en ella. No obstante, también hay en Fräulein Else rasgos evidentes de lo que el propio Kracauer denominó «nuevo realismo» cinematográfico alemán, cuyo más conspicuo exponente sería Georg Wilhelm Pabst. Para el eminente crítico, si en El violinista de Florencia se enfatizaba la androginia de Elisabeth Bergner, tratando de conciliar «frustración psicológica» y «ambigüedad sexual», en cuanto que «se refuerzan mutuamente», en Fräulein Else la versátil actriz «tuvo que cambiar del muchacho feminoide a la igualmente compleja mujer-niña»[ix]. La señorita Elsa Thalhof (Elisabeth Bergner), hija única, vive en Viena con sus padres, feliz y despreocupada, ajena por completo a los graves problemas financieros que atraviesa su padre, Alfred Thalhof (Albert Bassermann), un abogado endeudado en exceso que lleva un tren de vida por encima de sus posibilidades. Una inesperada y fuerte caída de la Bolsa, provoca la pérdida de un importante paquete de acciones que había apostado de manera irresponsable, afectando tan seriamente a su maltrecha situación económica que, además de estar arruinado, puede ingresar en prisión si no restituye de inmediato unos pagarés que se le habían confiado. Por este motivo recibe la visita de un notario, quien, seria, lacónica y firmemente le conmina a saldar la deuda contraída, concediéndole un plazo de veinticuatro horas. A fin de obtener un nuevo préstamo y salir momentáneamente del brete, recurre con la mayor urgencia a distintas entidades financieras y a supuestos amigos, pero sin ningún resultado. Poco antes de conocer la noticia de su delicada situación, había consentido, junto con su esposa (Else Heller), a que Elsa pasase unos días de vacaciones en un exclusivo hotel de Saint Moritz, en el cantón suizo de los Grisones, acompañada de su tía materna Emma (Adele Sandrock) y de su primo Paul (Jack Trevor), hijo de ésta última. La localidad alpina era a la sazón muy conocida en la alta sociedad europea por disponer de modernas infraestructuras para la práctica del esquí. Alfred Thalhof, el padre de Elsa, sabe que el único que puede acceder a prestarle el dinero que tan urgentemente necesita, es un viejo conocido suyo, el acaudalado marchante de arte von Dorsday (Albert Steinrück), justamente la última persona a cuya casa acude durante aquella acelerada e infructuosa jornada, pero el secretario del millonario le informa que se ha ausentado de Viena por unos días, sin revelarle dónde. Al enterarse la esposa de Alfred de los apuros económicos de su marido, que acaba de recibir un ultimátum a través de una escueta carta del notario, intenta consolarlo, pero, sin ella advertirlo, pues cree que permanece descansando en la alcoba, Alfred se levanta precipitadamente, se enfunda el abrigo, donde guarda en uno de los bolsillos una pequeña pistola, y se dispone a salir de la vivienda, con claras intenciones de suicidarse en algún lugar apartado. Casi por casualidad, la esposa se apercibe de la presencia del marido a punto de salir, y, dado su notorio estado de nerviosismo, le registra los bolsillos, descubriendo el arma. Logra apaciguarlo, convenciéndole de que debe desistir de cometer semejante locura, le administra un calmante y consigue dejarlo más tranquilo y medio adormilado en su aposento. Fortuitamente, en ese momento, recibe la señora Thalhof una carta de Elsa desde Saint Moritz, comunicando a sus padres que se encuentra muy contenta y que un tal señor Dorsday la ha saludado mientras le manifestaba que conocía a su padre, a quien envía sus respetos. Esta providencial misiva le ofrece la oportunidad a la señora Thalhof, ya que su marido no está en condiciones de hacer nada, de tomar la iniciativa e intentar salvar la situación, pues Alfred ya le había informado previamente del contratiempo de no encontrar a Dorsday en su casa de Viena. La señora Thalhof hace lo posible por hablar por teléfono con Elsa, pero la línea está interrumpida a causa de la nieve. De ahí que se decida inmediatamente a escribirle una carta, en la que le dice que hable con Dorsday, lo ponga al corriente de la delicada situación y lo persuada de conceder el ansiado préstamo. La breve epístola materna la recibe Elsa en el comedor del hotel, acompañada de su tía y de su primo. Sin abrirla aún, Elsa manifiesta una infantil alegría, pero, nada más leerla, sin que sus parientes hayan mostrado ninguna curiosidad por su contenido, permanece unos instantes pensativa, mostrando por vez primera turbación en su vivaracho rostro de jovencita ajena a los crudos entresijos de la realidad. Aquella falta de curiosidad no significa indiferencia, especialmente por parte de su apuesto primo, tan atento y protector siempre con ella, pues la sigue viendo todavía como si fuese una adolescente que no ha dejado completamente de ser niña. En cuanto a su tía, aunque la trata con la atención requerida y le profesa indudable cariño, conoce bien el modo de proceder de su imprudente cuñado, a quien en más de una ocasión ha tenido que prestarle dinero a regañadientes, cosa que no puede extrañarnos, ya que, como el espectador ha podido observar en la secuencia inicial de la película, Emma le ha manifestado confidencialmente a su hermana, en el transcurso de una velada, con cierto tono de reproche, que cómo es posible que vivan con tanto lujo y despilfarro. Visiblemente perturbada por la lectura de la carta, Elsa, con una improvisada excusa, abandona la mesa, y, tal como está vestida, se dedica a perseguir furtivamente a Dorsday por los pasillos y salones del hotel, sin atreverse ni decidirse a abordarlo. Ya desde el principio de la llegada de Elsa al hotel, Dorsday había reparado en ella de manera poco honesta, aunque disimulada, sin que la alborozada jovenzuela pudiera darse cuenta. Él es un hombre de edad más que madura, relativamente grueso, vestido con trajes caros, aunque se percibe sin mucho esfuerzo el sello del nuevo rico, no muy sociable y celadamente vulgar, quizás con una pizca de excentricidad impostada, campechano con los camareros y con el servicio, y al que le gusta curiosear, no se sabe exactamente con qué propósito. Es muy probable que su principal y casi exclusivo pensamiento consista en cómo aumentar su considerable patrimonio. Albert Steinrück, el actor que encarna el personaje de Dorsday, dejó palmaria constancia en esta película de sus notables dotes actorales. Gravemente enfermo, apenas pudo terminar el rodaje. Murió el 10 de febrero de 1929, pocas semanas antes del estreno, el 8 de marzo, en el cine Capitol de Berlín. La dilatada y explícita secuencia en que Elsa espía con inocente torpeza al taimado millonario, que, aunque sin saber exactamente el designio que la anima, se ha percatado desde los primeros escarceos que la joven lo está siguiendo por diversos espacios del hotel, es una de las más conseguidas estéticamente de toda la película. La cámara se mueve de tal modo que siempre podemos calibrar la distancia física que los separa, haciendo hincapié en resaltar los malogrados intentos de la chica por evitar que sus intenciones sean descubiertas. Lo mismo se detiene a hojear un periódico, mirando por el rabillo del ojo a ese imponente caballero que sin duda la atemoriza un poco, que avanza y retrocede a un tiempo, ocultándose detrás de esquinas, pilares y columnas, mientras que Dorsday asiste un tanto extrañado, saludando cortésmente o esbozando una ligera sonrisa, a tan encantadora persecución. Por fin, es el ladino marchante quien provoca el encuentro entre ambos, sin que Elsa pueda evitar un cierto azoramiento y una pudorosa vergüenza. Dorsday, astutamente, ya que la muchacha no se decide a contarle lo que sucede con su padre, quizás porque aún no ha tomado plena conciencia de la gravedad del asunto, se limita a invitarla a que acuda, después de la cena, al baile nocturno que va a celebrarse en los salones del establecimiento. El espectador tampoco dispone de suficientes datos para poder intuir las nada limpias intenciones que impulsan al respetable capitalista. Si el primer tercio del filme transcurre en Viena, los otros dos tercios, es decir, el nudo y el desenlace, tienen lugar en la estación de esquí. Asimismo, la acción principal se desarrolla desde que Elsa recibe la carta de su madre, después del mediodía, y cerca de la una de la noche, que es cuando se consuma la tragedia.
Nada más acceder a la invitación de Dorsday, dirígese Elsa a uno de los salones del hotel en busca de su tía, a fin de darle la noticia sobre la situación de su padre, aunque Emma, contrariada, le hace saber que no quiere ni oír hablar del asunto y que no es la primera vez que Alfred está en apuros financieros. La negativa de Emma por ayudar a su cuñado es tajante. Toda esta enojosa cuestión supone para Elsa, en muy poco tiempo, un duro baño de realidad. Jamás habíasele pasado por la imaginación que una cosa así pudiese suceder. Pero, en tal tesitura, lo que verdaderamente la agobia y la conturba es el hecho de que la persona a quien más quiere en el mundo, su padre, se encuentre en semejante trance. Ahora bien, como confirmará la siguiente reacción de Elsa, todavía no es plenamente consciente de la gravedad de los hechos. Nada más apremiarla su tía a arreglarse adecuadamente para el baile, Elsa sube a su habitación. Meditabunda y angustiada, apoya su delicada y hermosa cabecita en el espejo del armario, diciéndose a sí misma que no puede acceder a la petición de su madre. Una mezcla de pudoroso retraimiento por tener que dirigirse a un hombre mucho mayor que ella, de orgullo y de comprensible inconsciencia juvenil, la impulsan a abandonar la estación de esquí y salir precipitadamente en el primer tren con destino a Viena. Pero, cuando está recogiendo sus cosas y preparando atolondradamente las maletas, un botones llama y le entrega un telegrama enviado por su madre. En él le requiere, esta vez sin tapujos, que debe hablar cuanto antes con Dorsday, pues su padre puede ser detenido en cualquier momento por orden de la Fiscalía. El texto del telegrama supone para Elsa un fuerte impacto. Es como si de pronto fuese consciente, como una mujer adulta, de lo que en realidad está sucediendo. La expresión de su rostro cambia por completo. En una actriz tan dotada para manifestar en su semblante las más mínimas huellas de los estados de ánimo, esa transformación se aprecia con especial intensidad. La pena y el abatimiento la embargan, apoderándose de su ser sin que ella pueda oponer la más mínima resistencia. En muy pocas horas, esta jovial, despabilada y animosa muchacha, salida apenas de la adolescencia, se ha convertido en una mujer, capaz de tomar decisiones graves y sorprendentes. Las circunstancias la han hecho madurar con una inusitada rapidez. Ahora no le está permitido dudar. Deja los preparativos del viaje y decide ir al baile. Se viste con elegancia, aunque sin abandonar por entero un cierto aire todavía adolescente. Acude presurosa al encuentro con Dorsday. Éste la invita a sentarse en unos sillones un tanto apartados, a fin de permanecer ajenos a las miradas de los curiosos. Presentimos que Dorsday intuye con bastante seguridad lo que la joven va a pedirle. Elsa, azorada y afligida, con evidente nerviosismo, le cuenta de manera sucinta a Dorsday lo que sucede. Apenas se atreve, durante la breve conversación, a levantar la cabeza, que permanece gacha casi todo el rato. Confía en este hombre de apariencia tan respetable, desconocido para ella. Él, con frío cálculo, muestra una leve reticencia inicial, pero, casi sin solución de continuidad, se pone de pie y accede al ruego. A Elsa se le muda el rostro, que de la congoja pasa en segundos al regocijo. Se levanta y expresa efusivamente su agradecimiento. Pero, no ha hecho más que manifestarlo, cuando Dorsday, inesperadamente, con seguridad y premeditada parsimonia, le pone una condición. Ella aguarda. «Quisiera verla …», dice Dorsday, dirigiendo su mirada y señalando con la mano a una consola próxima, en cuya superficie vemos un único adorno: una estatuilla femenina de mármol, imitación de cualquier Venus antigua, completamente desnuda. Elsa, abochornada y humillada, apenas puede encajar un golpe tan bajo y miserable. Profundamente entristecida y desconcertada, sube a su habitación. Duda. Reflexiona. Cada minuto que pasa se encuentra más abatida, más desesperada, más sola y abandonada. Al fin, se decide a ayudar a su padre, pero, al mismo tiempo, adquiere nítida conciencia del callejón sin salida en el que la han metido. La única solución honorable que le queda es la muerte. El director tiene buen cuidado en huir de lo melodramático. A partir de ese momento todo transcurrirá con una imperturbable serenidad, salvo el afán de la muchacha en que no se trunque la resolución adoptada. Ella, una jovencísima mujer con ideas independientes y libres, no puede tolerar ser tratada como una vulgar prostituta. La drástica decisión no es otra que el suicidio: ingerir una considerable dosis de Veronal, un potente somnífero que había caído casualmente en sus manos esa misma mañana o el día anterior, cuando Paul, casi como si se tratase de un juego, se lo había arrebatado a una amiga, Cissy Mohr (Grit Hegesa), con la que había intimado desde su llegada, cuando los tres daban un paseo en trineo, entregándoselo rápidamente y a hurtadillas a su prima, quien introduce el tubo con las pastillas en el bolsillo de su abrigo. Sin prestarle ninguna importancia lo había guardado en un cajón del escritorio de su habitación. La secuencia completa de la reacción de Elsa, está construida de tal manera que incluye una elocuente elipsis, omitiendo así la acción de desvestirse. Cuando se ha quedado enteramente desnuda, se cubre el cuerpo con un lujoso e inmaculado abrigo blanco de pieles, ingiere todo el frasco de comprimidos, y, envuelta en tan simbólico sudario, se dirige a la habitación de Dorsday. Éste había abandonado su suite a la una menos veinte de la noche, cansado de esperar a la joven. Al no encontrarlo en sus habitaciones, recorre desesperada el hotel, creyendo con razón que no va a darle tiempo, pues el veneno está produciendo ya sus letales efectos. Los clientes, viéndola pasar por los salones, la observan asombrados, ya que la indumentaria que lleva no se corresponde con la agradable temperatura ambiental producida por la calefacción del edificio. Elsa se tambalea un poco. Por fin ve a Dorsday en la barra de la cafetería, junto a numerosos huéspedes. Se detiene. Está situada de espaldas al espectador, de pie, en el centro del encuadre, con la bulliciosa cafetería delante, en un eje simétrico. Avanza lentamente, recorriendo con conmovedora gallardía la despejada distancia que la separa del friso horizontal donde se sitúa el público. Pronuncia débilmente el nombre de Dorsday. Todos se vuelven y la miran, incluido el marchante. Elsa, entonces, apenas ya sin fuerzas, con la visión borrosa, se desprende con indecible galanura del abrigo, que cae cual un luminoso despojo, desvaneciéndose simultáneamente la muchacha, hasta quedar tumbada en el suelo. Todos los presentes han podido advertir fugazmente su impoluta desnudez, que una vez más permanece oculta al ojo del espectador. El más sorprendido es Dorsday, aunque su canallesca condición le impide sentir la más mínima compasión. Se produce un gran revuelo y ajetreo. Alguien cubre inmediatamente el cuerpo sin vida de Elsa y lo trasladan a la habitación. Acude el médico, pero sólo para certificar la defunción. Entretanto, cuando el médico se encontraba aún en la habitación, llegaba Paul al hotel, acompañado de su amiga Cissy, después de haber pasado la velada fuera. En el vestíbulo es informado de lo que le ha ocurrido a su prima, motivo más que suficiente para subir corriendo a su lado. En la última secuencia vemos a Paul, arrodillado junto a la cama donde yace muerta su prima Elsa, cuyo rostro, capturado de perfil por la cámara, destaca por su candorosa belleza y placidez. Entre la primera toma y la segunda, idéntica a la anterior, del semblante de la joven, se intercala una vista panorámica de las inmensas montañas cubiertas de nieve, dejando entrever lo ajena que permanece la grandiosa Naturaleza a los acontecimientos y desgracias de los seres humanos. La película deja abierto el interrogante de si Dorsday cumplirá su palabra, aunque no parece probable que eso pueda ya importar a nadie. Entre las críticas que se publicaron inmediatamente después del estreno, deben recordarse al menos tres: la de Ernst Jäger (en marzo, en el nº 59 de la revista Film-Kurier), la de Rudolf Kurtz (también en marzo, en el nº 57 de la revista Lichtbild–Bühne) y la de Siegfried Kracauer, en el periódico Frankfurter Zeitung (14 de abril de 1929). Ernst Jäger enfatizó la extraordinaria atención de la que gozó Elisabeth Bergner durante toda la película, concebida por Paul Czinner para que la cámara la escrutase sin descanso, tanto de cerca como de lejos. El movimiento de la cámara logra entrelazar la figura de la menuda actriz con las distintas dependencias y el mobiliario del hotel. La sobriedad con la que Arthur Schnitzler construye a su personaje femenino protagonista, a pesar de su densa penetración psicológica, es alterada por Czinner en el sentido de asociar estrechamente a ese mismo personaje al movimiento de la cámara, que la persigue con tenaz insistencia. No obstante, para este crítico la fotografía de la película resulta ser más teatral que cinematográfica. Por su parte, Rudolf Kurtz, a diferencia de Ernst Jäger, subraya el hecho de que Czinner sacrifica los efectos teatrales estridentes por otros más estrictamente dramáticos y silenciosos. También pondera toda esa secuencia a la que nos hemos referido anteriormente de la persecución de Dorsday por Elsa a través de los pasillos y salones del hotel, insistiendo en la habilidad con la que se ofrecen los adelantos y los retrocesos de la joven, su ocultamiento detrás de las columnas, hasta que el encuentro final entre ambos, provocado por quien se supone que es el perseguido, constituye una especie de liberación dramática, deshaciendo la tensión acumulada durante todos esos minutos. Aunque de menor duración temporal, la secuencia en la que Elsa, ingerido ya el veneno, va en busca de Dorsday, está rodada con idénticos medios, si bien ahora, creemos nosotros, se intensifica la angustia de la acción dramática, pues la vida se le está escapando de las manos. Rudolf Kurtz entiende que el guión escrito por Czinner pensando exclusivamente en Elisabeth Bergner, adolece de cierta rigidez, lo que no impidió que la gran actriz mostrase los más exquisitos matices emocionales, incluso una delicada evolución espiritual que no es más que la expresión de la propia vida interior, aspectos del arte de la interpretación para los que estaba particularmente dotada Elisabeth Bergner. Ahora bien, siendo esta capacidad interpretativa valiosa en sí misma, no es suficiente, según Kurtz, para garantizar la eficacia de una película. Un filme necesita que el efecto dramático pueda traducirse a través de medios puramente ópticos, visuales, cinematográficos. Para que las inusualmente raras cualidades interpretativas de una actriz como Elisabeth Bergner puedan brillar con luz propia, se requiere un marco dramático bien asentado, a fin de que tales cualidades puedan desenvolverse y adecuarse a la acción. Rudolf Kurtz, como varios decenios después hizo Lotte H. Eisner, no se cansa en su crítica de alabar las excepcionales dotes de Elisabeth Bergner, según él una de las más preciadas posesiones del cine alemán. Escribe: «Difícilmente hay una actriz en todo el mundo cuyo rostro y cuyo cuerpo sean una expresión tan pura de su vida interior». «Con una claridad incomprensible, continúa escribiendo el mismo crítico, su expresión habla del dolor y de la alegría de su alma». Estamos de acuerdo con el agudo crítico, sobre todo cuando prestamos especial atención a las transformaciones que se operan en el rostro de la actriz, pero no sólo en él, sino en todo su cuerpo, en sus gestos y en sus movimientos, que transitan desde un agitado e inquieto nerviosismo hasta el detenimiento provocado por la forzosa reflexión. Concluye Kurtz afirmando que sólo una actriz de alto rango, como es el caso de la Bergner, es capaz de llevar a cabo dilatados monólogos visuales, sin acompañamiento alguno, confiando únicamente en sí misma, de tal manera que genera una tensión interior cuyos efectos han de ser necesariamente dramáticos. Tales observaciones, incluso con mayor motivo, podrían igualmente aplicarse a otra de las más grandes actrices del cine mudo europeo, la danesa Asta Nielsen[x]. El menos entusiasta es Kracauer, quien ve un defecto en el hecho de que la película no haya construido su trama desde la perspectiva de la protagonista, perdiendo así significado el conjunto de acontecimientos, que acaban articulándose en una concatenación obsoleta. Según el inconfundible y polémico crítico, Paul Czinner debería haberse ceñido más al texto de Arthur Schnitzler. En el filme, a diferencia de lo que ocurre en la novela, lo psicológico cede ante lo social. Sólo las condiciones que sustentan la incardinación de Elsa en la novela, permiten que sus acciones resulten comprensibles. Tales condiciones no han sido tenidas en cuenta por Paul Czinner, es decir, que Elsa no nos es mostrada como una jovencita en la que se pueda confiar, precisamente porque en ella se conjugan armoniosamente la inocencia con la reflexión, sino que es colocada en medio de ese mundo despreocupado y frívolo de la clase media-alta alemana durante la segunda mitad del decenio de 1920. El realizador desaprovecha las complejas asociaciones que podrían desprenderse del comportamiento y de las reacciones psicológicas de Elsa, empobreciendo de ese modo la trama y completándola de manera mecánica. Es como si el espectador fuese testigo involuntario de todo el viaje en tren desde Viena hasta Saint Moritz, emprendido por Elsa en compañía de su tía y de su primo, quedando asimismo atrapado en los nimios acontecimientos del hotel de lujo con sus pequeños e insignificantes detalles. Todo esto termina siendo visto como si tuviese entidad en sí mismo, pero está desprovisto de vida al no ser contemplado desde la experiencia interior de Elsa. En definitiva, que para Kracauer la actriz Elisabeth Bergner, debido a la dirección de Paul Czinner, tiene dificultades para hacer comprensible su personaje de la señorita Elsa. Sin embargo, la intrínseca capacidad expresiva de la actriz no puede ser silenciada, asistiendo a escenas e instantes verdaderamente intensos. Naturalmente, no compartimos el juicio crítico de Kracauer, que, como en otras ocasiones, pretende establecer un vínculo inmutable entre dos creaciones artísticas diferentes, en este caso concreto la novela de Schnitzler y la película de Czinner, rechazando la autonomía de la segunda respecto de la primera. Eso no quiere decir que una película, si se inspira directamente o es una adaptación de un relato, no deba conservar el espíritu que impregna a este último, pero no tiene por qué mimetizarlo, no sólo porque un filme, por regla general, no puede dar cumplida cuenta de los pormenorizados detalles y de las situaciones o estados de ánimo que a veces solamente permiten ser desarrollados o sugeridos en una novela, género que admite, por su propia idiosincrasia, unos recursos expresivos y unos monólogos interiores particularmente sutiles, sino también porque se trata de géneros distintos, cada uno con su propio lenguaje y sus genuinos e intransferibles procedimientos estéticos y estilísticos. La novela de Schnitzler, según hemos dejado constancia al comienzo de estas líneas, está construida en forma de monólogo interior, técnica extremadamente difícil de adecuar a las posibilidades técnicas del cine. Incluso el teatro se adapta mejor a ella. Un buen ejemplo de esa dificultad lo tenemos en las novelas de la escritora inglesa Virginia Woolf, tan renuentes a ser llevadas a la pantalla. Sin embargo, ese mismo tipo de novelas se adaptan mejor a la representación teatral, como ocurre con alguna del escritor español Miguel Delibes. No creemos que el hecho de que la realización de Czinner excluya la visión subjetiva de la protagonista, impida radicalmente la plasmación de los complejos estados espirituales y psicológicos de Elsa, los cuales evolucionan o se transforman al hilo de los acontecimientos que se narran. Tampoco estamos plenamente de acuerdo en que lo social prevalezca sobre lo psicológico. La película dibuja el comportamiento de una determinada clase social, pero sin impedir el libre desenvolvimiento psicológico y espiritual del personaje principal. Kracauer, y esto lo compartimos con él, es muy proclive a interesarse por los aspectos y motivaciones psicológicas de los personajes de las películas que examina, pero esa propensión no tiene necesariamente que minimizar otros aspectos. En otros lugares nos hemos referido a la excesiva ideologización de muchos de los análisis de Kracauer[xi]. Deseamos concluir con el referido retrato que de Elisabeth Bergner hizo Lotte H. Eisner, del que ya hemos adelantado algunas líneas. Escribe: «Vibrante, sensitiva, animada de una intelectualidad nerviosa, Elisabeth Bergner había tomado, por así decirlo, en la segunda mitad de los años 20, la sucesión de Asta Nielsen. Hasta el advenimiento de Hitler, encarnó el espíritu de una época que estuvo llena de tensión, de vida espiritual intensa y muy próxima aún del éxtasis expansivo de la inmediata posguerra. Se vivía con prisa, con inquietud, como si se presintiera que esa cultura y ese impulso iban a desaparecer pronto. Se reparó en Elisabeth Bergner cuando encarnó, siendo mujer-niña llena de frágil encanto, en los escenarios de Max Reinhardt, a las jóvenes heroínas de Shakespeare; su cuerpo de efebo revestía un traje del Quattrocento, como Reinhardt la prefería, con sus hombros ligeramente alzados hacia su débil cuello. Al igual que Asta Nielsen, sabía llevar un vestido de adolescente sin que su aspecto fuera vulgar … sin traicionar su feminidad … Sus expresiones tenían miles de facetas y miles de matices»[xii].
Málaga, 8 de abril de 2021.
[i] Siegfried Kracauer. De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán. Barcelona, Paidós, 1985, pág. 121. La edición original inglesa es de 1947. [ii] Roberto Paolella. Historia del cine mudo. Buenos Aires, Eudeba, 1967, pág. 331. La edición original italiana es de 1956. [iii] Ibídem, págs. 331-332. [iv] Lotte H. Eisner. La pantalla demoníaca. Las influencias de Max Reinhardt y del Expresionismo. Madrid, Cátedra, 1996, pág. 257. La edición original francesa es de 1952. [v] Véase nuestro artículo «Hintertreppe, un notable y temprano ejemplo del Kammerspielfilm», escrito en febrero de 2021 (http://www.enriquecastanos.com/hintertreppe.htm). [vi] Roberto Paolella, pág. 332. [vii] Lotte H. Eisner, pág. 257. [viii] Siegfried Kracauer, pág. 153. [ix] Ibídem. [x] Entre las más encendidas palabras de admiración por Asta Nielsen, destacan las de Lotte H. Eisner en uno de los apéndices de su estudio La pantalla demoníaca. Véase a este respecto nuestro artículo «Los expresivos ojos y los pesados párpados de Asta Nielsen. Anotaciones a Der Absturz, de Ludwig Wolff (1922)», de finales de marzo de 2021 (http://www.enriquecastanos.com/wolff_absturz.htm). [xi] Esta cuestión la hemos abordado en dos artículos: «Reflexiones sobre la película Das Blaue Licht, de Leni Riefenstahl (1932)», de diciembre de 2014 (http://www.enriquecastanos.com/riefenstahl_luz_azul.htm), y «Mädchen in Uniform (1931), una obra maestra de la realización y la interpretación», de enero de 2015 (http://www.enriquecastanos.com/sagan_leontine_madchen_in_uniform.htm). El primero de los dos artículos fue publicado en Fedro. Revista de Estética y Teoría de las Artes, nº 16. Universidad de Sevilla, julio de 2016; el segundo en la revista Gibralfaro, nº 92. Universidad de Málaga, julio-septiembre de 2016. [xii] Lotte H. Eisner, págs. 257-258.
Publicado en la revista Gibralfaro, nº 113. Universidad de Málaga, octubre - diciembre 2022 Ver también: http://www.enriquecastanos.com/dostoyevski_idiota.htm http://www.enriquecastanos.com/dostoyevski_adolescente.htm www.enriquecastanos.com/bronte_anne_inquilina.htm www.enriquecastanos.com/stoker_dracula.htm www.enriquecastanos.com/unamuno_manuel_bueno.htm www.enriquecastanos.com/riefenstahl_luz_azul.htm
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