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Krimilda arquetípica La venganza de Krimilda, de Fritz Lang (1924)
© Enrique Castaños Alés
El
arte mudo del primer tercio de siglo, periodo proteico de la imagen en
movimiento, logró de una manera insuperable sustituir la ausencia de la palabra
hablada por una tan riquísima diversidad de expresiones, gestos y registros
dramáticos y humorísticos, que no resulta difícil reconocer en muchos de sus
personajes individuales y colectivos síntesis perfectas de las aspiraciones artísticas
y espirituales de nuestro tiempo, sublimes encarnaciones dotadas de una fuerza y
hondura de sentimientos sólo comparables a las creaciones de la tragedia y
comedia clásicas. Con las excepciones de
David Wark
Griffith y
Charles
Chaplin, serían casi
exclusivamente realizadores alemanes, nórdicos y soviéticos quienes
conquistasen las cimas de la belleza desnuda en el tratamiento de la moderna épica
cinematográfica.
En
esa apretada nómina, sin cuyo conocimiento se proyectaría una sombra enorme
para el correcto diagnóstico de la centuria que termina, ocupa un lugar
destacado e indiscutido la producción del realizador alemán Fritz Lang (Viena,
1890 - Hollywood, 1976), atravesada por tres características primordiales: en
primer término, la filmografía completa de Lang es una sólida construcción
arquitectónica, vasta y completa, que desde los iniciales hasta el postrer título
dibuja y cierra con extraordinaria precisión un ciclo coherente sometido a las
leyes matemáticas y exactas del lenguaje cinematográfico; sus películas,
sobre todo durante la etapa muda alemana hasta 1928, poseen profundas
innovaciones formales y estilísticas en evidente conexión con la vanguardia
expresionista del periodo de entreguerras y la tradición de las literaturas
germánicas; los personajes de Lang bullen (aspecto que se acentúa en su
producción estadounidense) en el territorio fronterizo y conflictivo de la
dualidad moral, son seres atormentados y esquinados, héroes trágicos a los que
sería inútil aplicar la tabla de valores sobre la que una moral convencional y
esclerotizada sitúa los conceptos del bien y del mal.
Quisiera
referirme aquí, como ilustración a este último aspecto, a un personaje arquetípico
de Lang, nobilísimo epítome de aquel conflicto que se concreta en imagen
visual pura, heroína altiva y desgarrada, sin sitio en el espacio y el tiempo
de la historia, habitante del mito y la leyenda, también de honda interioridad
moral y estética: la reina
Krimilda de la segunda parte de Los nibelungos
(Die Nibelungen), monumental epopeya fílmica concluida por Lang en 1924
y dividida en dos partes: La muerte de Sigfrido (Siegfrieds Tod) y
La venganza de
Krimilda (Kriemhilds Rache). Las fuentes literarias
en que se basa el director vienés para la realización de la película son las
fases más recientes del ciclo nibelúngico (las más antiguas, los Edda,
pertenecientes a la época vikinga de los siglos VIII-XI, estaban sumidas en una
oscuridad que no interesó a Lang), concretamente el Fin de los nibelungos
(Der Nibelungen Not), casi con toda seguridad redactado entre 1160 y 1170
por un juglar austriaco, y el Poema de los nibelungos (Nibelungenlied),
quizás compuesto entre 1200 y 1210 por un poeta caballero también austriaco.
También la trilogía dramática sobre los nibelungos del escritor alemán Friedrich
Hebbel (1813-1863).
El
argumento de la segunda parte del film es muy sencillo.
Krimilda, que había
jurado venganza al final de la primera parte delante del cadáver de su esposo
asesinado, consiente en casarse con Atila, rey de los hunos, para poder ejecutar
sin error el plan trazado. En efecto, persuade al
caudillo
bárbaro a que invite a su
hermano Gunther, rey de los burgundios, en la seguridad de que vendrá
acompañado de Hagen Tronje, fiel vasallo y asesino de Sigfrido.
Lang
personifica en
Krimilda una víctima del destino, idea central de Die
Nibelungen cuyo ritmo, como bien señaló
el historiador
Sigfried
Kracauer en De Caligari a
Hitler. Una historia psicológica del cine alemán (1947), viene marcado por
la siniestra presencia de Hagen Tronje, al que sólo mueve en verdad un «nihilista
apetito de poder». La idea de destino, nos recuerda Kracauer, ya había sido
abordada por Lang en otra obra maestra de 1921, Der müde tod
(literalmente «La muerte cansada», aunque traducida en los países de habla
española con el título de Las tres luces), con la diferencia de que
mientras en esta última el destino se manifiesta a través de acciones de
tiranos, en Die Nibelungen es por arranque de pasiones e instintos
ingobernables. El tesoro (hort) de los nibelungos, sepultado por Hagen en
el fondo de las aguas, simboliza el poder y dominio que todos ansían, incluso
Krimilda, pero que igualmente a todos es negado. No obstante, la reina subordina
la posesión del tesoro a un incontenible sentimiento de odio y deseo de
venganza hacia el homicida del esposo amado, hasta el extremo de sacrificar a su
propio hijo, mero instrumento para ganarse la complicidad de Atila, y permitir
el exterminio de su clan. La imagen de
Krimilda, en pie sobre los últimos peldaños
de la escalera que da acceso a la fortaleza de los hunos, contemplando impertérrita
la matanza, causa una impresión sobrecogedora. Marmórea, fría y distante,
esculpida por la cámara de Karl Hoffmann y ataviada cual emperatriz bizantina o
gran dama merovingia, sólo los ojos, vivísimos y chispeantes, parecen
descubrir una molécula de humanidad, ya que no desean la muerte de Gunther y
Gieselher, sus hermanos de sangre. Aunque también leemos en esos ojos, bellísimos
e insondables, el resto de vida que de ella exhala, fatalmente necesaria hasta
ver cumplido el desquite. En estos instantes supremos el estado anímico de la
nueva Némesis cinematográfica es un arcano que nadie podría descifrar
—«Has conseguido que nos una el odio», le dice Atila en el fragor de
la carnicería, a lo que
Krimilda responde con estas palabras: «Mi corazón
nunca estuvo tan lleno de amor como ahora».
La
escenografía wagneriana y operística de La muerte de Sigfrido, en la
que «el hombre estuvo enteramente subordinado a la plástica de las formas» (Georges
Sadoul)
y sirvió de inspiración a más de una ceremonia nazi gracias al celo propagandístico
del ministro
Joseph
Goebbels, se atenúa en la segunda parte, donde la atención se
concentra en la arquitectura ecléctica de la gran sala del banquete fatídico y
en el diseño del vestuario y maquillaje de los sujetos protagonistas de la acción.
Los juegos geométricos del vestido de
Krimilda, el peinado y los adornos
muestran meridianamente el conocimiento que tenía Thea von Harbou
(simpatizante nazi,
esposa de
Lang y principal colaboradora de sus películas hasta que el director huye a París
en 1934) de las vanguardias históricas y de las expresiones artísticas de la
antigüedad y del medievo. El agudo contraste, asimismo, entre aquellos dibujos
geométricos, que resaltan el hieratismo y monumentalidad de los personajes, y
la alternancia de luces y sombras, potencia la ambigüedad moral del drama. Por
estas y otras razones
La venganza de
Krimilda será siempre considerada
una creación inmortal. Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 28 de diciembre de 1990.
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