La recuperación de la escultura-objeto

ENRIQUE  CASTAÑOS  ALÉS

Es bien sabido que, desde comienzos de los ochenta, cualquier discurso teórico acerca de qué debe entenderse por escultura, esto es, dónde habrían de situarse, caso de que existiesen, los precisos límites de la escultura respecto de otros géneros artísticos y cuál es su status actual, ha estado poderosamente influido por los agudos y lúcidos análisis llevados a cabo en los setenta por teóricas de la envergadura de Lucy Lippard y Rosalind Krauss. Especialmente esta última, en un libro emblemático que ha terminado por convertirse en un punto de referencia obligado, Passages in modern sculpture, llamaba la atención sobre el estado de no retorno al que había llegado la escultura en los sesenta y setenta, como consecuencia, de una parte, de la propuesta minimalista, la cual, en sus ejemplos más radicales de despojamiento de los condicionantes tradicionales del género, transmutó la obra en un objeto sin atributos, y, de otra, por efecto de la tendencia conceptual, estrechamente vinculada a la anterior y que parecía conducir a la disolución e incluso desaparición física de la pieza escultórica. En este sentido, Juan Vicente Aliaga recordaba hace unos años que, tanto el minimal art, el conceptual y todas aquellas manifestaciones agrupadas bajo la inexacta denominación de anti-form (donde se reúnen planteamientos harto distintos de artistas como Nauman, Serra, Smithson o Eva Hesse, quienes cuestionaban, entre otras cosas, la rigidez y geometría formal del minimalismo, así como algunas de sus derivaciones ideológicas de carácter puritano), contribuyeron a romper las clasificaciones decimonónicas que consideraban a la escultura desde unos principios estatuarios   —verticalidad, monumentalidad, naturalismo—.  Pero, mientras que el minimal art, continuaba diciendo Aliaga, supuso un paso adelante en la configuración de la escultura como paisaje (ahí está la obra paradigmática de Carl André), aunque al enfatizar la disposición horizontal de aquélla acabaría abogando por valores rayanos en una visión inmanente y metafísica del mundo, el arte conceptual, por su parte, si bien adoptó algunas de las premisas del minimalismo, sobre todo en su vertiente lingüística (austeridad, hermetismo, valoración de las estructuras reiterativas), terminó por incidir en los problemas de la desmaterialización  del objeto, hipótesis ésta que no llegaría a cumplirse. 

Junto al minimal y el arte conceptual, en los sesenta y setenta, lo que tradicionalmente se ha venido llamando escultura finalizó dispersándose en una serie de manifestaciones heterogéneas como el assemblage (modalidad del arte objetual que reúne materiales o fragmentos de objetos diferentes, desprovistos de sus determinaciones utilitarias y agrupados de un modo casual), el pop (presentación distante de objetos habituales o cotidianos) y el povera  (composición de materiales pobres o de deshecho ofrecidos en un orden incierto).

En correspondencia con lo anterior, Rosalind Krauss, al referirse en el citado ensayo a la escultura realizada desde los años sesenta, empleaba la fórmula de la «sintaxis del doble negativo», en cuanto que la pieza escultórica prescinde tanto de la relación con el hombre     —escala física y simbólica—   como del contexto arquitectónico. En un comentario de principios de los noventa, el crítico Francisco Calvo Serraller subrayaba que con la mencionada expresión la Krauss quería significar «un tipo de obra basada en la experimentación abstracta del espacio y la ubicación excéntrica del cuerpo, lo que en última instancia remite a una concepción de la escultura en la que espacio y tiempo se interpenetran, rompiendo definitivamente con los moldes clásicos». Esta ruptura con los moldes clásicos, pero más en concreto con el concepto clásico de estatua, ya estaba presente en el proyecto de la escultura de la vanguardia histórica del primer tercio del siglo XX, en el que la obra, más que situarse en el espacio ocupando un lugar específico, invade con voracidad insaciable el propio espacio que la circunda.

Sin embargo, aunque en la actualidad aprehender el concepto de escultura sólo es posible desde una dimensión amplia, desbordada, expanded, por emplear el mismo término usado por la estudiosa norteamericana, es obligado reconocer que a partir del decenio de los ochenta y durante los noventa han podido detectarse actuaciones tendentes a la recuperación de la escultura-objeto, bien es cierto que todavía aisladas y sometidas a una temporalización lenta, pues tampoco debe olvidarse que la escultura, a diferencia de la pintura, por la naturaleza propia del medio, ha sufrido un retardo y una evolución mucho menos acelerada que el resto de las artes durante el ciclo que llamamos contemporáneo. La laboriosidad, relativa ineficacia, especial incomodidad y peculiar obsolescencia de la escultura ya fueron advertidas por Baudelaire en uno de sus célebres salons de 1846 al calificarla como un arte esencialmente aburrido. Esto no quiere decir que la escultura, aunque resguardada en un discreto segundo plano y con una producción teórica vinculada a ella bastante más reducida que en el caso de la pintura, no haya seguido desarrollándose hasta el presente; incluso llegó a hablarse en el decenio anterior, especialmente en España, de una verdadera eclosión de la práctica escultórica. Ahí es donde habría que situar la mencionada recuperación de la escultura-objeto, por supuesto que, debido a la enriquecedora experiencia de la vanguardia y la neovanguardia, con una saludable libertad de planteamiento, técnicas y materiales, permitiendo la entrada de nuevas posibilidades narrativas, simbólicas y formales. Con ella, por citar algunos ejemplos de todos conocidos, se relacionan buena parte de los trabajos de Jaume Plensa, Francisco Leiro, Susana Solano, Cristina Iglesias, Miquel Navarro, Sergi Aguilar, Andrés Nagel, Evaristo Bellotti, Manolo Paz y un largo etcétera.

La XI edición del ya bien consolidado Premio de Escultura Suso de Marcos, patrocinado por la Diputación, Ayuntamiento y Universidad de Málaga, constituye una oportuna muestra de lo que acabamos de decir. Más aún: los tres premios concedidos y, en general, todas las obras seleccionadas son un claro exponente del panorama ecléctico y diversificación estilística en el que en estos momentos se desenvuelve la creación escultórica en nuestro país. Me limitaré, en las líneas siguientes, a hacer un breve comentario de las piezas finalmente elegidas.

El autor del primer premio, Manuel Moreno Espina, nos ofrece en Despertares una espléndida cabeza realizada en mármol cuyo transparente velo permite entrever el instante en el que la figura abandona el sueño en el que ha estado sumergida, compenetrándose poéticamente la visión objetiva y subjetiva, esto es, sin netas barreras entre lo físico y lo psíquico, en sugerente evocación de ciertas obras del gran escultor italiano Medardo Rosso.  El segundo de los galardonados, Adrián García, presenta una figura antropomórfica cuyos rasgos e iconografía remiten al lenguaje de la historieta y de las películas de ciencia-ficción, pero en la que el interés se centra en el atrevido uso de los materiales, principalmente madera quemada y plástico en plancha, este último convenientemente manipulado después de haber sido sometido a los efectos de una fuente de calor. Por lo que atañe al tercer premiado, Pablo Zalduondo, emplea en Trío y azar, ejecutada en madera pintada de negro, una sintaxis neoconstructivista donde la pura línea geométrica mantiene una particular tensión con los planos espaciales resultantes de la propia estructura compositiva.

En cuanto al resto de la obra seleccionada, Leslie Sánchez Orellana, con una pieza en madera, aluminio, latón y pigmento azul, Desnudo con navegación nocturna, muestra su inclinación por lo escenográfico, la cita clásica culta y los significados simbólicos; Antonio Mayor Trujillo, quien presenta en Partida de dominó una obra elaborada con materiales de muy diversa procedencia (escayola, pasta de modelar, papel, cartón, trapo y madera), sorprende por su lenguaje desenfadado, lleno de humor e ironía; José de la Calle se aleja ostensiblemente en Hoces sin martirios del vocabulario neodadaísta y assemblage que había caracterizado su producción precedente, apostando de modo firme y seguro por la forma abstracta estilizada y el uso del hierro; Antonio Vicente Gallero Delgado, con una pieza de chapa soldada y escayola de larguísimo e irónico título, se mueve todavía en la órbita posmoderna más afecta a los objetos cotidianos, con evidentes referencias al pop; Bayard Osborn revela en su impecablemente trabajado bronce 5 mujeres unas especiales dotes para la escala monumental; Aurelio Robles Catalán, con la pieza de acero EMB-01, se muestra deudor de la gramática minimalista; Nicolás Osborne formula en Guerra una crítica, no exenta de candidez, contra las perversas consecuencias y el absurdo intrínseco de los conflictos bélicos; Pablo Díaz García añade humor a un rotundo volumen de hierro en el que resuenan los ecos de la primera vanguardia soviética; Sofía Grandía Muñoz, Eduardo Roberto Pérez, Rosa María Jiménez Mugarza, José Antolín Álvarez Chamorro, Rafael Domínguez Sánchez, Blanca Rosa López Barreda, Elisa Ramos Rubio y Francisco Martín Molina, en fin, con materiales que van desde el cristal y el hierro hasta la madera y la piedra, giran en torno a la figuración y el esquematismo de signo abstracto.

Publicado originalmente en el catálogo de la exposición celebrada en la sala de arte de la Diputación de

Málaga (calle Ancla) con motivo del XI Concurso de Escultura Suso de Marcos en marzo de 1998