Américo Castro.  Aspectos del vivir hispánico (1949; edición ampliada y revisada en 1970)

 

Tiene razón Menéndez Pidal en atribuir origen hispánico a la idea imperial de Carlos V. Esta idea no tiene nada que ver con la idea medieval, con el Sacro Romano Imperio o con el anhelo de Alfonso X el Sabio. Es una idea que tiene sus orígenes entre ciertos destacados judeoconversos españoles de principios del siglo XV. La maravilla de un Imperio como el español no enlaza con nada europeo, ni se explica como simple prolongación de la Reconquista.

Tal idea la hallamos en el converso Fray Diego de Valencia (ca. 1350 – después de 1410), poeta incluido en el Cancionero de Baena. También en el poeta Gómez Manrique (ca. 1412 – ca. nov 1490), estrechamente relacionado con conversos toledanos. Los anhelos y vaticinios imperialistas a comienzos del siglo XV fueron proyección del mesianismo hispano-judío, que se infiltra como importante ingrediente en el ánimo del pueblo hispánico. Estas ideas mesiánicas se proyectan sobre los Reyes Católicos, tal y como puede comprobarse en textos del cronista Andrés Bernáldez (el cura de Los Palacios, ca. 1450 – 1513), o en lo que escribe en 1479 el Bachiller [Alonso] Palma en la Divina retribución, con motivo de haber vencido el 1 de marzo de 1476 Fernando el Católico al rey Alfonso V de Portugal en la batalla de Toro, desquitándose así Castilla de la derrota de Aljubarrota (14 agosto 1385). Con motivo del nacimiento del príncipe Don Juan (30 junio 1478), hijo de los Reyes Católicos, el Bachiller Palma compara el místico desposorio de España y el príncipe Don Juan con el de Cristo y su Iglesia. Asimismo, enfatiza la idea del carácter mesiánico del Rey Católico.

Reflexionando acerca de una frase escrita durante el siglo XVIII en un muro del Ayuntamiento de Vergara (Guipúzcoa) -«oh qué mucho lo de allá; oh qué poco lo de acá»-, Américo Castro dice que, en relación a la vida española durante los Siglos de Oro, «el hispano no tiene sino dos salidas: o vivir sin vivir en sí (empresas grandiosas, ilusionismo religioso, fiebre de oro, el teatro y el arbitrismo del siglo XVII), o el triste despertar frente a la realidad inexorable, el desengaño, la huida del mundo (ascética, novela picaresca, quietismo) … Si en el más allá del horizonte no se adivina el perfil de algún fabuloso destino, el español se hunde en parálisis».

Los libros de Francisco de Osuna, voz del espiritualismo franciscano, y el teatro del siglo XVI (Juan del Encina, Lucas Fernández) se enlazan íntimamente, y entroncan a su vez con la idea de la redención de las miserias humanas por virtud de los méritos de Cristo.

También hay que reparar en Alejo Venegas de Busto (Toledo, ca. 1498 – agosto 1562), pensador moralista, humanista y lexicógrafo. Entre sus obras está la Agonía del tránsito de la muerte (1537). Para Venegas la cristiandad es un cuerpo espiritual cuya cabeza es Cristo.

El mesianismo español no fue debido al movimiento espiritual de los alumbrados que rodeaban al cardenal Cisneros, puesto que ya en el siglo XV el mesianismo dirigía su anhelo hacia los Reyes Católicos, e incluso hacia Cristo, que renacía en la conciencia de las gentes al efecto de una redención terrena.

El español, cuando no lo poseía el entusiasmo, carecía de gusto objetivo por ninguna tarea. De ahí que el teólogo y jurista Juan Ginés de Sepúlveda (1490 – 1573) toca a la esencia de lo hispano cuando reflexiona sobre la necesidad de acción y de grandes empresas de los españoles, considerando si no hubiese sido mejor para ellos no conquistar el reino moro de Granada, a fin de poder seguir ejercitando su valor [si bien es cierto que pudieron hacerlo con creces en las Indias].

El eminente historiador de las Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo (1478 – 1557), puso el acento en más de una ocasión de la diversidad de España, de tal modo que se preguntaba que cómo sería posible que en las Indias se aviniesen gentes tan distintas como los vizcaínos, navarros, gallegos, andaluces o valencianos. A este propósito, añade Américo Castro: «España fue siempre una unidad ‘regia’, no una nación objetivamente fundada» [lo que mantenía unida a la nación era la Corona]. De ahí, añade, que Bernardino Rivadavia y José de San Martín pensasen en instaurar una monarquía en los países del Río de la Plata, una vez lograda la independencia de España.

La razón de no haber entrado la nueva religión luterana en España se debe no a la Inquisición, sino a que tal doctrina descansaba sobre una base inmanente «cis-celeste» [cis: preposición latina que significa «del lado de acá de»], es decir, del lado de lo terreno, que era incompatible con la función totalizante de la creencia tradicional hispana. Lutero asfixiaba la fantasía, cortaba las amarras del más allá y decía prosaicamente que no había otra religión ni salvación, fuera de la que cada cual se forjara con sus tareas diarias, esperando así tranquilos a que el infinito sacrificio de la sangre de Cristo surtiese su efecto en cada uno. No hacía falta ninguna Inquisición para que los españoles rechazaran tal patrón de vida. Religión y forma de vida eran inseparables en España.

A propósito de lo anterior, Américo Castro trae a colación las opiniones de Pedro de Guzmán Dávila (Ávila, 1577 – Salamanca, 1620), sacerdote jesuita e historiador español de familia aristocrática. La ficha de la Real Academia de la Historia dice que nació en 1560, mientras que Pedro de Ribadeneyra (Cathalogus Scriptorum Religionis Societatis Jesu, Roma, 1676) afirma que la fecha es 1577. Escribió el libro Los bienes del honesto trabajo y daños de la ociosidad (Madrid, Imprenta Real, 1614), en el que rememora el elogio que Anaxágoras, según cuenta Aristóteles, hizo de las manos del hombre, gracias a las cuales puede trabajar y desarrollar tareas productivas, de igual modo que contrapone la virtud del gusto por el trabajo de los protestantes franceses de La Rochelle a la ociosidad predominante en España, diferencia, según Américo Castro, que es la primera vez que con rara tolerancia se señala entre los españoles y los herejes, pues hasta ese momento la distancia se había circunscrito a las cuestiones de fe.

Mucho más leído que el libro de Pedro de Guzmán lo fue el de Cristóbal Pérez de Herrera (Salamanca, ca. 1556 – Madrid, 1620), Discursos del amparo de los legítimos pobres y reducción de los fingidos (1598). Estos Discursos suponen la culminación de un ambicioso proyecto de dar cobijo y ayuda a los verdaderos pobres, al mismo tiempo que se detectaba a los impostores, los cuales habrían de emplearse en trabajos mecánicos, a fin de reducir la vagancia en España. Cristóbal Pérez de Herrera era médico de Felipe II y tratadista político-social.

Aunque Américo Castro sólo menciona el nombre de Cristóbal Pérez de Herrera, sí se detiene en un extraño y aventurero personaje, Juan de Bilbao, apodado El Encubierto, quien, haciéndose pasar por el fallecido príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos, llegó a disponer durante dos años de una corte en Játiva y a promover la revuelta de las Germanías en Valencia en 1520. Don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza (ca. 1466 – 22 febrero 1523), marqués de Cenete e hijo del Cardenal Mendoza, lo mantuvo a raya desde la ciudad de Valencia. El Virrey de Valencia era Diego Hurtado de Mendoza y Lemos (ca. 1468 – 1536), hermano de Don Rodrigo e hijo también del Gran Cardenal Pedro González de Mendoza y Dª Mencía de Lemos (Américo Castro cuenta la sabrosa historia o leyenda según la cual cuando Isabel la Católica no tuvo más remedio que presentar a ambos hermanos ante la Corte, dijo: «He aquí los hermosos pecados de mi cardenal»). En 1522 [18 de mayo] Juan de Bilbao murió asesinado en Burjasot (localidad de la actual provincia de Valencia). La mención de este curioso personaje viene a cuento del clima de mesianismo que reinaba entonces en España.

 

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Espiritualismo y conversos judíos antes del siglo XVI

 

Sobre lo que sigue, debe tenerse en cuenta la importante aportación de Antonio Domínguez Ortiz, La clase social de los conversos en Castilla en la Edad Moderna (CSIC, 1955; reeditado por la Universidad de Granada en 1991).

 

Parece ser que la España cristiana bajomedieval se movía dentro de las dos opuestas tendencias que guiaban la vida medieval: el pacto de lo eclesiástico con el hombre social y mundano, de una parte; de otra, el anhelo utópico de perfección sostenido por un continuo renacer del Cristo evangélico.

Los monasterios (benedictinos y cistercienses) significaban un ademán de independencia frente a la jerarquía eclesiástica: exención respecto del obispo próximo y acuerdo con el Sumo Pontífice que se hallaba lejos. La actitud de los monasterios, a veces altanera, encierra el germen de la libre religiosidad en la época moderna. Tanto Erasmo, Rabelais y Lutero fueron frailes.

 

El canciller Pedro López de Ayala

Es hora de ocuparse brevemente del canciller Pedro López de Ayala (Vitoria, 1332 – Calahorra, 1407). Historiador, político y escritor castellano. Autor de importantes crónicas de los reinados de Pedro I el Cruel, Enrique II (primer rey de la Casa de Trastámara), Juan I y Enrique III el Doliente de Castilla, a los cuales sirvió, llegando a ser Canciller Mayor. También escribió la famosa obra Rimado de Palacio. Todas estas grandes obras fueron escritas a partir de 1490, cuando se inició el reinado de Enrique III, retirándose Ayala a meditar y escribir en Calahorra (provincia de Logroño). Menéndez Pelayo ya notó «el sentido humano» de la prosa narrativa de Ayala frente al estilo «semi-oriental» de la Crónica de Alfonso X el Sabio. Por su parte, Américo Castro señala que «en todo cuanto es decisivo en su vida y en su prosa se percibe un movimiento de retracción íntima frente al mundo que le cerca. López de Ayala es nuestro primer prosista moderno, pero lo fue sencillamente por haber hallado modo de encarnar en su estilo un propósito de interiorización … No crea un arte nuevo, no destruye nada antiguo, mas posee un ‘ánimo’ nuevo, barrunta que las vías fecundas han de ir hacia la intimidad del hombre y no hacia fuera de él … Por eso es su pluma la primera en diseñar el retrato de individuos contemporáneos suyos». En cuanto a la «actitud del Canciller en asuntos religiosos, también es de retracción hacia la zona íntima de la persona». El Rimado de Palacio es la primera ocasión en que el sentir religioso se expresa con auténtica intimidad. Escasa fue su afición a la teología, entendiendo, en cambio, perfectamente la queja dolorida de su alma como realidad concreta y actual. Se trata del primer caso de individuación sentimental en las letras de Castilla, lo cual explica su preferencia por la recién fundada Orden de San Jerónimo (Ordo Sancti Hieronymi, O. S. H., aprobada por Gregorio XI el 15 de octubre de 1373), preferencia muy en armonía con su modalidad vital. Su padre, Fernán Pérez de Ayala, al enviudar en 1374, ingresó en la Orden de Predicadores. Por su parte, el Canciller contribuyó en 1398 a fundar el monasterio jerónimo de San Miguel del Monte (en el obispado de Calahorra), gustando el eminente político y escritor de convivir (junto con su familia) con unos religiosos que habían inaugurado un nuevo estilo de espiritualidad cristiana.

La protección que los aristócratas e incluso la Casa Real de Castilla dispensaron, desde fines del siglo XIV, a la nueva Orden española, muestra que la religiosidad de las clases altas se inclinaba hacia la efusión íntima, individual, más bien que al activismo externo y dogmático de los dominicos. Los aristócratas y los jerónimos cultivaron la tolerancia y la amplitud evangélicas hasta la segunda mitad del siglo XV. Apreciamos un paso de la religiosidad épica y puramente objetiva de los dominicos al anacoretismo jerónimo, lírico y emotivo, señal de cambios profundos de la vida castellana. Los jerónimos constituyen una especie de paréntesis entre la Orden de Predicadores, fundada por Santo Domingo de Guzmán a principios del siglo XIII (aprobada por el Papa el 22 de diciembre de 1216) a fin de formar teólogos que combatiesen la herejía albigense, y la Compañía de Jesús, fundada en 1534 por San Ignacio de Loyola, cuyos miembros reanudarían la tradición épico-religiosa de la Edad Media, extendiendo por el mundo el belicismo teológico de los españoles. Frente a ambas Órdenes religiosas, los jerónimos están apegados al sentir espontáneo y personal, habiendo sido fundada la Orden por individuos desligados entre sí y no por ningún caudillo de la fe, desdeñando además toda propaganda fuera de los confines españoles y portugueses.

Resulta asimismo significativo que a fines del siglo XIV aparezca el Romancero, vaciándose de sentido los cantares de gesta y surgiendo, en cambio, los poemas breves, matizados de lirismo, y, muy a menudo, como glosa poética de sucesos coetáneos, según demostró Menéndez Pidal.

 

 

Fundación de la Orden Jerónima

La turbulencia, angustia y desasosiego que se apoderó de Castilla durante el reinado de Pedro I el Cruel (1350 – 1369), favorecieron el que muchos se refugiaran en el interior de sí mismos, emprendiendo una vida eremítica, lejos de los conventos y monasterios existentes. Entre estos hombres encontramos a Fray Alonso de Viedma, quien, según nos cuenta el padre jerónimo Fray José de Sigüenza, historiador preclaro de su orden a finales del siglo XVI, oyó hablar de ciertos ermitaños que vivían retirados en España en montes y desiertos, imitando el modo de vida de San Jerónimo (Estridón, Dalmacia, ca. 340 – Belén, 30 septiembre 420), unos de los cuatro grandes Padres de la Iglesia occidental. De estos primitivos ermitaños brotó la nueva Orden de San Jerónimo durante la segunda mitad del decenio de 1360, la cual fue aprobada por Gregorio XI el 15 de octubre de 1373, sujetándola a la Regla de San Agustín. Nacida en España, fue siempre una orden monástica genuinamente ibérica, extendida a España y Portugal. Sus orígenes deben mirarse como un reflejo de las nuevas formas de espiritualidad más íntima surgidas en el occidente europeo en el siglo XIV, así como un eco de los ascetas y místicos sufíes.

Durante el reinado de Alfonso XI (1312 – 1350), en 1350, vino a España Fray Tomás de Siena (Tomasuccio de Foligno), afanoso de practicar la vida eremítica. Antes de su llegada ya había anacoretas en Toledo, Valencia y Portugal. Posteriormente, dos personas principales de Castilla, criados en la casa real de Alfonso XI, Fernando Yáñez de Figueroa († Monasterio de Guadalupe, 25 septiembre 1412) y Pedro Fernández Pecha (Guadalajara, ca. 1326 – Monasterio de Guadalupe, 1402), abandonaron la corte y se retiraron a una vida solitaria [el primero en hacerlo fue Fernando Yáñez, quien se retiró a la ermita de Nuestra Señora del Castañar, cerca de Toledo, donde lo visitó Pedro Fernández Pecha; poco después el grupo de ermitaños del Castañar trasladóse a la ermita de Nuestra Señora de Villaescusa, a orillas del río Tajuña, al SE de la actual provincia de Madrid; fue aquí donde se les agregó Fernández Pecha hacia 1366]. El grupo de ermitaños desplazóse a la Alcarria [hacia mayo de 1367, recalando en la ermita de San Bartolomé de Lupiana, que acabaría convirtiéndose en el primer monasterio de la nueva Orden], precisamente la comarca de Guadalajara donde más tarde germinarían los alumbrados. Asimismo, por la misma época en que abandonaron la corte los aludidos personajes, el obispo de Jaén, Alfonso Fernández Pecha, hermano de Pedro, renunció a su dignidad para vivir en soledad como un asceta.

Cuando en 1373 la nueva Orden fue aprobada por el Papa, simultáneamente, los Hermanos de la Vida Común, fundados por el holandés Gerardo Groote († 20 agosto 1384), a fin de evitar los ataques de los frailes mendicantes, también se colocaban bajo el patronato de San Jerónimo, adoptando asimismo la Regla de San Agustín. El libre monaquismo de San Jerónimo era muy del gusto de Erasmo, quien escribió su vida (Vita Hieronymi).

 

 

 

Los jerónimos en el siglo XV

La Orden de San Jerónimo llegó a su apogeo en España bajo los reinados de Carlos I y de su hijo Felipe II, aunque ya en el siglo XV poseía una gran riqueza, resultado de las donaciones de la Corona y de la nobleza, clase social de la que se nutría en no escasa medida la orden, hasta el punto de presumir el Padre Sigüenza de la prosapia de sus miembros. Aunque la orden, desde su fundación, alejóse de la teología formal y académica, y entregóse a la oración, a la meditación y al trabajo manual, desarrollándose en ella múltiples oficios y tareas industriosas, ello no impidió que, desde principios del siglo XV, debido precisamente a su creciente riqueza, la severa regla a que estaban sometidos sus miembros acabase por relajarse, cundiendo la mundanidad y alejándose de este modo no pocos monasterios del espíritu de pobreza evangélica de los fundadores. No obstante, sí hubo en germen, entre los jerónimos, la tendencia a valorar el estudio experimental de los fenómenos naturales, aplicándose al conocimiento, por ejemplo, de la anatomía humana, milagro de la naturaleza.

La tendencia inicial hacia el anacoretismo continuó existiendo, aunque hubiese de circunscribirse algunas veces a iniciativas puramente particulares, con lo cual la orden ofrecía una estructura un tanto desmañada y poco armónica, como ocurre con la arquitectura de agregados del monasterio de Guadalupe (en la provincia de Cáceres). En este monasterio, por ejemplo, cosa que tampoco era exclusiva de él, muchos hermanos prefirieron seguir siendo legos, absteniéndose de la ordenación sacerdotal, y desempeñar oficios artesanos. Estos legos eran como un eco de la piedad libre y laboriosa de los begardos [se llamaban así los escasos varones del movimiento de las beguinas durante el siglo XIII y los primeros decenios del XIV], aunque ya incluidos en el marco de una orden canónicamente establecida. Tanto el particularismo religioso como la altivez nobiliaria de muchos de sus miembros, acentuó la trayectoria irregular de la orden. En 1452 el monasterio de Guadalupe pretendió constituirse en un islote dentro de la orden, aunque tal intento no prosperó.

Hacia 1425 surgió la primera reacción contra la mundanidad de la familia jerónima encabezada por su general, Lope de Olmedo (Lope González de Costes, nacido en Olmedo, provincia de Valladolid, en 1370 y fallecido en Roma en abril de 1433), compañero de estudios en la Universidad de Perugia del futuro Martín V, con quien trabó duradera amistad (Américo Castro dice que se conocieron en París, pero no lo da por seguro). El intento de reforma de Lope de Olmedo fue concebido durante su generalato entre 1418 y 1421, aunque Fray José de Sigüenza dice que su mandato duró ocho años. Fue después cuando pretendió llevar sus ideas a la práctica, tratando de implementar una regla más estricta inspirada en el propio San Jerónimo, buscando así volver a las fuentes originarias del cristianismo. Martín V encontróse ante un dilema, resuelto de manera salomónica: dejó la orden como estaba y permitió a Lope de Olmedo que pusiera en práctica su iniciativa [la Congregación de la Observancia] en otro monasterio. Américo Castro sitúa en 1435 la realización de tales ideas, gracias a la intervención de Don Enrique de Guzmán, conde de Niebla, quien entregó a la naciente comunidad seguidora de la regla de Lope de Olmedo el monasterio de San Isidoro del Campo, en Sevilla, ocupado en ese momento por unos monjes cistercienses que vivían con excesiva laxitud. [El historiador Ignacio de Madrid (1924-2017), monje jerónimo, difiere de los datos aportados por Américo Castro, ya que, en el DBE, afirma que fue el propio Lope de Olmedo, designado administrador apostólico del arzobispado de Sevilla en 1429, quien se hizo cargo personalmente del monasterio de San Isidoro en 1431. Poco después Lope de Olmedo renunció a su cargo en el citado arzobispado y se retiró al monasterio de San Alejo, en el Aventino (Roma), donde puso también en práctica sus ideas rigoristas (soledad, austeridad y penitencia). La Congregación de la Observancia llegó a tener en España siete monasterios, que en 1567 se unieron a los de la antigua observancia].

Pues bien, en este mismo monasterio jerónimo de San Isidoro del Campo detectóse un importante foco erasmista a mediados del siglo XVI, el cual provocó la enérgica intervención de la Inquisición, dando lugar al célebre auto de fe de 1559. Américo Castro no coincide plenamente con quienes vinculan este foco erasmista sevillano de San Isidoro con la Reforma luterana. Lo que sí está claro es que un foco semejante no se dio en ningún otro monasterio de la orden. Dieciocho monjes [según Juan Bautista Vilar fueron doce] de San Isidoro lograron escapar, principalmente a Ginebra, entre ellos Cipriano de Valera (Valera la Vieja, Badajoz, 1531 – Londres, ca. 1606), traductor de la Biblia. Américo Castro, sin embargo, sí ve conexión entre el espíritu fundador de Lope de Olmedo en San Isidoro del Campo y la posterior aparición en este monasterio de un foco erasmista con aproximaciones luteranas [de hecho Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, monjes jerónimos ambos en San Isidoro y amigos y compañeros de exilio, fueron notorios protestantes, en el caso de Cipriano de Valera de clara adscripción calvinista, siendo también los dos destacados promotores de la Leyenda Negra española, junto con Fray Bartolomé de las Casas y con Antonio Pérez, el secretario de Felipe II].

En lo que se refiere al ambiente reformador en Sevilla hacia 1540, Américo Castro se basa en la información proporcionada por Reinaldo González Montano en su libro Artes de la Inquisición [Heidelberg, 1567, convirtiéndose desde su aparición en una eficaz diatriba contra la Monarquía hispánica y en fructífero alimento de la Leyenda Negra], traducido en 1851 por Luis Usoz. Según esta fuente había por entonces en Sevilla dos clases de predicadores. Unos, místicos, rechazaban a Erasmo y recomendaban la lectura de Henrique Herpio [Enrique Herp, místico franciscano flamenco perteneciente a la corriente de la Devotio Moderna fallecido en 1477 o 1478], los opúsculos de San Buenaventura, el Abecedario del místico franciscano Francisco de Osuna († 1540, que influyó notablemente en Teresa la Santa), la Subida del Monte Sión por la vía contemplativa, del asimismo místico franciscano Bernardino de Laredo († 1540, que también influyó en Teresa de Ávila), y otros tales. El otro bando se basaba más en el Evangelio, y en él germinó el llamado luteranismo sevillano. Al primer grupo de predicadores pertenecía García Arias (el llamado Maestro Blanco), prior de linaje converso del monasterio jerónimo de San Isidoro del Campo [contra quien la Inquisición abrió proceso en julio de 1557 y que acabaría siendo quemado en Sevilla, en un auto de fe, el 28 de octubre de 1562, por «hereje luterano»].

Dado que sobre Fray Juan de la Puebla hemos hallado errores cronológicos y de datos importantes en Américo Castro, seguiremos el texto del historiador franciscano Hermenegildo Zamora Jambrina sobre este personaje (ficha de Juan de Guadalupe en el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia) y la investigación de Patricia Andrés González, profesora de Historia del Arte en la Universidad de Valladolid, a propósito del cuadro atribuido a Juan de Valdés Leal titulado El retiro del siglo de Fray Juan de la Puebla (Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología, 1997, Nº 63, págs. 453-462). El extremeño Fray Juan de la Puebla (cuyo nombre era Juan de Sotomayor y Zúñiga, mayo 1453 – mayo 1495) tomó en 1471 el hábito en el monasterio jerónimo de Guadalupe, después de renunciar al condado de Belalcázar. En 1479, con el permiso de Sixto IV, ingresó en la Orden de los Frailes Menores, viviendo durante un tiempo en Roma, en el convento de San Francisco Transtibero, y después cerca de Asís, en el convento conocido como de las Cárceles o Cárcel de San Francisco. Posteriormente, en 1486, regresó a España, incorporándose a la provincia franciscana de Castilla, en la cual fundó, en las estribaciones de Sierra Morena, la Custodia de los Ángeles (llamada así porque los conventos creados se colocaban bajo la advocación de Nuestra Señora de los Ángeles, recibiendo este nombre mariano el primero y principal de ellos, en el actual término municipal de Hornachuelos, en la provincia de Córdoba), configurada según unos rigurosos estatutos que estaban amparados por un breve de Inocencio VIII (1489), siendo la primera reforma de esa familia franciscana. No obstante, antes de ese breve, el mismo Papa había promulgado la Bula Sacrae Religiones (10 marzo 1487), autorizando a Fray Juan de la Puebla la fundación de dos conventos en Sierra Morena, a la que siguió, por intercesión de Isabel la Católica, otra Bula papal, Cum messis multa sit, para poder fundar nuevos conventos en esa desierta comarca.

En cuanto al venerable Fray Lope de Salinas (Lope de Salazar y Salinas, 1393 – 1463), acompañó a Fray Pedro de Villacreces, obispo de Burgos, al Concilio de Constanza (5 nov 1414 – 22 abril 1418), caminando descalzo y mendigando. Protegido por el conde de Haro, Don Pedro Fernández de Velasco, fundó en Briviesca (Burgos) dos conventos franciscanos de rigurosa observancia, muy criticados por muchos miembros de la orden. Es significativo que no se conserven las obras de Fray Lope de Salinas, cuyos títulos hablan por sí solos: Antídoto de los abusos que relajan la vida monástica y Escuela de la perfección regular hasta subir al perfecto amor de Dios.

 

 

Conversos y jerónimos

La gran persecución contra los hebreos que se desencadenó primero en Sevilla y después en toda España en 1391, provocó que un gran número de judíos recibiera el bautismo, surgiendo así la figura del confeso o converso. Las causas de esa terrible persecución están, fundamentalmente, en la forma de relación entre hebreos y cristianos que hasta ese momento se había dado en los reinos cristianos de la Península y en el proceso histórico de tal relación. En España la convivencia con los moros había hecho menos extraña que en otros lugares de Europa la proximidad de otra religión oriental. Además, los judíos en España eran mucho más necesarios que en otras partes gracias a su habilidad económica y manual y a su superioridad intelectual y técnica en relación a los cristianos.

La persecución contra los judíos que se desencadenó en Sevilla en junio de 1391, provocando la ruina de su aljama [en este contexto «aljama» hace referencia a la judería junto con las sinagogas que hubiese], tuvo como principal promotor a Ferrant [Ferrán] Martínez, clérigo de élite que era arcediano de Écija (si bien residía en Sevilla), quien, desde el decenio de 1370, estaba agitando a las masas sevillanas contra los judíos, siendo en 1378 cuando sus actividades comenzaron a ser vistas como un serio peligro por el Arzobispado de la ciudad y relevantes aristócratas. Se trataba de un rebelde que se alzaba contra los albalaes, esto es, las órdenes reales de Enrique II y Juan I que protegían a los hebreos. El 25 de agosto de 1378, hallándose en el tribunal de los alcázares de Sevilla, despreció y vituperó, delante de los mismos judíos, los albalaes que los protegían. Durante años Ferrán Martínez continuó agitando a la «gente de los menudos», es decir, a la plebe y a la chusma, para que arrasara las veintitrés sinagogas de la ciudad de Sevilla y exterminara a los hijos de Israel, a pesar de la enérgica oposición del arzobispo Gómez Barroso, que llegó a excomulgarlo, declarándolo «contumaz, rebelde y sospechoso de herejía» [Fernando Castillo Cáceres, en la ficha correspondiente del Diccionario Biográfico Español de la RAH, dice que no llegó a ser excomulgado, aunque sí suspendido a divinis y sometido a proceso, aunque la muerte de Gómez Barroso en julio de 1390 le favoreció, convirtiéndose en administrador de la archidiócesis, de igual modo que le resultó ventajosa la muerte del rey Juan I en octubre de ese mismo año y la llegada al trono de Castilla de Enrique III, todavía un niño de once años].

El pogromo de 1391 dejó herida de muerte la civilización de los hebreos españoles. Su agonía duró un siglo, exactamente el tiempo que necesitó el nuevo sujeto histórico -el pueblo, secundado por muchos judíos conversos- para someter la resistencia real y nobiliaria, la minoría razonadora y el cristianismo espiritual, débil pero exquisitamente mantenido por los monjes jerónimos hasta mediados del siglo XV. Las Órdenes mendicantes, de otro lado, erigidas en portavoces del pueblo y de los judeoconversos enemigos de su raza, pesaron más que los jerónimos, quienes acabarían cediendo. Sin estas circunstancias históricas no sería posible explicar la fatídica decisión adoptada por los Reyes Católicos en 1492: el decreto de expulsión contra los judíos españoles que no se convirtiesen al cristianismo. La crisis de la convivencia cristiano-judaica es inseparable de la debilidad de la Corona castellana durante algo más de un siglo (desde el advenimiento de Enrique II de Trastámara en 1369 hasta la consolidación de Isabel la Católica en 1479, esto es, los reinados de Enrique II, Juan I, Enrique III, Juan II y Enrique IV) y de las querellas y divisiones de los grandes señores.

Si la industria, la técnica y el comercio hebreo se arruinaron, no fue por odio religioso ni castizo, sino porque el «pueblo» -presente como personaje histórico- poseía una manera de vida -la de los cristianos viejos batalladores- muy distinta de la de los hebreos, y necesitó henchir con su sustancia total y última el ámbito de su vida.

En la primera mitad del siglo XV todo había subido de nivel en Castilla, aunque sus reyes careciesen de relieve. Había más de todo, mayor saber y más inteligencia, pero fuera de la expresión literaria no encontramos ninguna gran construcción del espíritu. El cristianismo español carecía de la solera intelectual del italiano, con figuras de la talla de Nicolás de Cusa (1401 – 1464), cardenal desde 1448.

El pueblo seguía alerta en Castilla. En 1449 se produce la sublevación toledana contra el rey Juan II y contra los hebreos, donde nuevamente la clase ínfima tuvo gran papel. Judíos y conversos sufrieron otra vez el horror de muy variados martirios. Antes de esto, en 1443, Álvaro de Luna († 2 junio 1453), condestable de Castilla, hizo firmar al rey una pragmática en la cual se intentaba proteger a los judíos hasta donde fuese posible.

El pueblo tenía otras aspiraciones distintas del trabajo técnico y manual, grato a judíos, moriscos y monjes jerónimos. El pueblo, antes informe, iba precisando su fisonomía durante el siglo XV castellano, y trataba de ascender de nivel. Un buen ejemplo de ello, así como una magna innovación literaria, es el Arcipreste de Talavera o Corbacho, escrito por Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera de la Reina, en 1438, donde por vez primera la charla de las mujerucas se alza a tema de arte.

Insistamos que a lo largo del siglo XV castellano surge un nuevo personaje en la escena histórica: el pueblo. A fines del siglo XIV el concejo abierto (reunión de todos los vecinos para tratar de los asuntos comunales, pública y democráticamente) fue sustituido por la junta de regidores, signo del trastorno y del nuevo rumbo del devenir socio-histórico. Hacia la misma época se extinguió la «behetría», o sea, el derecho de los habitantes de un lugar a elegir su señor.

Hasta mediados del siglo XV los hebreos españoles y los cristianos de casta judía habían sido tolerados y hasta estimados (salvo raras excepciones) por las clases más altas: reyes, nobles, príncipes de la Iglesia, órdenes religiosas de tipo aristocrático y espiritual como los Jerónimos. Los judíos estorbaban al hombre medio que comenzaba a surgir, a la plebe comunal y a las órdenes mendicantes, no a los aristócratas ni a las autoridades. A lo largo de la segunda mitad del siglo XV castellano, se perfilaba en el horizonte, según puso de manifiesto el historiador Andrés Bernáldez (el cura de los Palacios, ca. 1450 – 1513), una clase social con superioridad económica, científica, técnica y administrativa (judíos y conversos), justamente cuando comenzaba a desvanecerse el esquema social de que habló Don Juan Manuel (1282 – 1348): «oradores, defensores, labradores», es decir, ‘clérigos, nobles, gente de la gleba’.

De todo ello se deduce que, si los judíos se hicieron incompatibles con la masa española, ello no se debió únicamente a la diferencia religiosa.

En cuanto al antisemitismo europeo en general, los hebreos, además de deicidas, fueron para los cristianos unos testigos tan imprescindibles como enojosos. Lo esencial de la religión de Israel seguía viviendo dentro del cristianismo, que había de aceptar la palabra revelada en el Antiguo Testamento. La tragedia de Israel fue no haber desaparecido al haber dado vida a su retoño cristiano.

La «cuestión judía» ha ocupado una posición central en la historia y en la civilización españolas. Desde fines del siglo XIV fue haciéndose cada vez más incompatible la convivencia entre los cristianos y los judíos.

Dentro de la Orden de San Jerónimo se percibe el drama de los conversos en toda su amplitud. Abundan en ella los conversos, atraídos no sólo por la opulencia de la orden, sino por ser «pequeña, humilde, escondida y recogida» (Fray José de Sigüenza, Historia de la Orden de San Jerónimo, 1595-1605, I).

Américo Castro admite desconocer en qué consistieron las herejías judaicas penadas por la Inquisición en el monasterio de Guadalupe (Cáceres) en 1485, y que dieron lugar a siete autos de fe. Tanto Guadalupe como la Sisla (monasterio de Santa María de la Sisla, comarca de la Sisla, cerca de Toledo) y otros monasterios jerónimos fueron centros de inquietud religiosa en el siglo XV. A mediados de ese siglo los jerónimos cultivaban la idea de un cristianismo universal, espiritual (paulino), interior y bíblico. Ello coincidía con la sensibilidad religiosa de ciertos aristócratas castellanos, como el conde de Haro o el conde Niebla, que dio albergue a la disidencia jerónima de Lope de Olmedo (ver supra). Sabido es cómo el maestre de la Orden de Calatrava, don Luis González de Guzmán († 1443), hizo traducir el Antiguo Testamento (Biblia de la Casa de Alba) directamente del hebreo al rabí Moisés Arragel de Guadalajara.

Los conversos estimularon el humanismo cristiano, en lo que tenía de retorno a las fuentes y a la perfección primitiva. Para las clases cultas el descender de los hebreos valía como una ejecutoria de nobleza, según leemos en el De vita beata (1463), del converso Juan de Lucena. No es, pues, casualidad que de la culta y aristocrática orden jerónima surgiera el más apasionado defensor de los conversos, Fray Alonso de Oropesa († 28 octubre 1468, seguramente un converso, en opinión de Américo Castro, mientras que el historiador jerónimo Ignacio de Madrid, en el DBE, dice que era hijo de cristianos viejos), elegido general de la orden en 1457. En 1465 terminó el libro titulado Lumen ad revelationem gentium. Su tesis es que los conversos vinieron a la fe de Cristo lo mismo que antes los gentiles, y no cabía, por tanto, separar a unos de otros. Oropesa, en nombre del espíritu cristiano-paulino, adoptaba una actitud radical frente al ímpetu de la masa, lo mismo que cincuenta años más tarde harán los erasmistas. Lo que «es» hay que buscarlo en la idea que se tiene de lo que «debe ser». La fuerza del razonamiento de Oropesa descansaba en que su tolerancia hacia los conversos iba acompañada de severidad con los judíos no bautizados, rasgo propio de bastantes conversos. Oropesa era un ideólogo moderado, aferrado al paulinismo como lo fueron más tarde los erasmistas.

El libro de Alonso de Oropesa fue la última manifestación de la tesis cristiano-espiritualista dentro de los jerónimos. En 1486, un nuevo general de la orden, Gonzalo de Toro, propuso la no admisión de los conversos, a pesar de la bula de Nicolás V (1449), de las razones de Alonso de Oropesa (1465) y de la actitud del general Fray Rodrigo de Orenes (1477-1486), predecesor de Gonzalo de Toro, y muy sostenido del Gran Cardenal Mendoza y por el duque del Infantado (tanto por Diego Hurtado de Mendoza y Suárez de Figueroa como por su hijo Íñigo López de Mendoza y de la Vega). Con Gonzalo de Toro la espiritualidad jerónima se había desvanecido; la soledad contemplativa del siglo XIV, el paulinismo del siglo XV, cedían al oleaje de la masa, que, a la postre, arrastrarían a los mismos Reyes Católicos, últimos sostenedores de la idea cristiana frente al cinismo mundano de aquellos frailes. Aún hay que decir en honor de los Reyes Católicos que no fueron ellos quienes otorgaron a los jerónimos el estatuto de limpieza de sangre, sino Alejandro VI en 1495. El pueblo, la masa como fuerza total y homogénea, había vencido. El sueño ilusionista de Fray Alonso de Oropesa se agostó. El honor mundano prevaleció sobre la espiritualidad cristiana, con lo cual los jerónimos perdieron su sentido histórico y se convirtieron en un eco de sí mismos, vacío ya de toda sustancia.

Grandes zonas de la historia hispana habrán de reconstruirse al hilo de sus órdenes monásticas. La historia hispana -con la creencia como eje- fue más religiosa que secular … en ella lo profano fue casi siempre un tenso forcejeo con lo religioso -la forma especial de catolicismo de la casta triunfante en el siglo XV. Los jerónimos intentaron llevar a Castilla por nuevos rumbos, el de la valoración del hombre interior y de un tipo de actividades ejemplares que, al secularizarse, hubieran creado una clase media como las nacidas en Europa gracias a la curiosidad de la mente y al trabajo de inteligentes artesanos.

 

 

Visión retrospectiva del siglo XV

Galicia, ignorante de la épica, y muy afectada por Provenza, cultivó el lirismo que Castilla se vedó a sí misma antes del siglo XIV. Y qué casualidad, Galicia fue la región en «donde rara vez fueron los judíos víctimas de la ira popular» (José Amador de los Ríos, Historia social, política y religiosa de los judíos de España y Portugal).

Las formas castellanas de la individualidad retraída -poética o religiosa- coincidieron con la infiltración cada vez más intensa de los judíos acogidos al refugio místico o al lirismo poético. Sem Tob (ca. 1390 – ca. 1369), rabino y poeta hebreo nacido en Carrión de los Condes (Palencia) y autor de los llamados Proverbios morales, fue el primer poeta castellano enteramente lírico [influyó en el marqués de Santillana, 1398 – 1458]; con él enlazan los judíos y conversos de los Cancioneros del siglo XV. El poeta cordobés Juan de Mena (1411 – 1456), autor del Laberinto de Fortuna, fue también un converso.

En el siglo XV, repetimos una vez más, el pueblo bajo aparece ya como entidad bien perceptible.

Junto al impulso épico-teológico de Santo Domingo de Guzmán, hay que destacar el del valenciano San Vicente Ferrer (1350 – 1419), fraile dominico, férreo hombre de acción e intelectualista implacable. Su lema pudiera ser «nosotros para Dios», frente al «Dios para nosotros» de los jerónimos y cartujos. Su Tractatus de Vita Christi es el reverso de la Imitatio Christi de Tomás de Kempis, cuya devotio moderna enlaza con la de nuestros monjes jerónimos. En enlace con la épica religiosa de Castilla, San Vicente Ferrer fue sistemático, lógico, intolerante y actuó de martillo contra el judaísmo. De su Tractatus brotan los Exercitia de San Ignacio de Loyola.

 

 

Ilusionismo erasmista

A los partidarios de Erasmo en España les interesaba ser erasmistas mucho más que el erasmismo. Aquí hace Américo Castro una digresión sobre el carácter español. Frente al «l’État c’est moi» de Luis XIV, el español nunca creyó que el Estado fuera otra cosa sino él mismo. La ausencia de tabiques racionales, conceptuales, es el determinante de la grandeza y de la miseria de la vida española, las cuales grandeza y miseria tampoco está dicho que en un momento no puedan darse la mano y brincar hasta cualquier insospechada altura. Es inútil aplicar métodos de intelección lógica al estudio de nada hispánico si no se incluye en la explicación el modo español de existir. La mente española, forjada al hilo de la Reconquista y de la gran empresa de su Imperio, no despega nunca enteramente de la base vital en que se halla colocada. Crear artísticamente, sentir religiosamente, pensar, vivir, en suma, viene a ser para el español la escenificación y la representación integral de su mismo existir.

El proyecto de concilio fue uno de los muchos ilusionismos de aquel tiempo, pues el Concilio de Trento resultó, a la postre, algo muy distinto de lo que soñaban el Emperador y sus erasmistas. Ni las costumbres variaron esencialmente, ni el protestantismo fue afectado por Trento. El Concilio actuó sobre el dogma, el arte y el pensamiento, más que sobre la moral (Lope de Vega, aun siendo sacerdote, tuvo alguna amante; Tirso de Molina, esto es, el mercedario Fray Gabriel Téllez, escribió comedias más que mundanas y de una sensualidad poco conocida entonces).

El erasmismo es una faceta del modo de estar existiendo los españoles en aquel periodo de sus luchas casticistas.

En oposición con el escolasticismo, que hacía del individuo un ser receptivo, a merced de la gracia trascendente que llenara su existir, el humanismo de tradición neoplatónica y estoica acentuó la firmeza y autonomía de la personalidad. Tal estado de espíritu se difundió con las obras de Petrarca y sus continuadores, llegando a su cima con los pensadores de la Academia de Florencia, principalmente Marsilio Ficino y Giovanni Pico della Mirandola, para quienes el hombre resultaba ser la síntesis de todas las realidades que lo integraban, y Cristo la cúspide de todo lo humano. De ahí deducirá Erasmo su «Philosophia Christi», de una humanidad como cuerpo místico, cuya cabeza sería Cristo.

Se dibujaban dos claras direcciones en el siglo XVI: una hacia el idealismo moral y religioso (místico) de base individual; otra hacia la aprehensión inteligente de la naturaleza sentida como divina maravilla. Lo primero tuvo frondoso desarrollo en España; lo segundo, muy escaso. Ahora bien, la naturaleza sí fue objeto de la proyección lírica de la espiritualidad sobre lo material, según se ve en las embelesadas integraciones de la Introducción al Símbolo de la Fe, del maestro dominico Fray Luis de Granada (1504 – 1588).

La característica de España frente al llamado Renacimiento fue su escasa atención por la ciencia natural, y su afán por cuanto atañe a la persona humana, como sujeto de experiencias morales, religiosas y artísticas. Durante el siglo XVI el subjetivismo idealizante, de base neoplatónica, se incorporó al vivir auténtico de poetas como Garcilaso de la Vega († octubre 1536). El neoplatonismo arraigó fecundamente en poetas de genio, como el mencionado Garcilaso o el eximio humanista agustino Fray Luis de León (1527/28 – agosto 1591).

Si el neoplatonismo idealizante se salvó fuera de lo religioso en la gran lírica, como experiencia religiosa de tipo erasmista sirvió en último término para fecundar zonas muy distantes de lo religioso. Ejemplos de esto último son tres autores: Alfonso de Valdés, Andrés Laguna y Jorge de Montemayor.

Alfonso de Valdés, fallecido en Viena en octubre de 1532, fue un destacado escritor erasmista y secretario para cartas latinas de Carlos V. Entre sus obras destacan Diálogo de las cosas acaecidas en Roma y Diálogo de Mercurio y Carón. En éste último, el autor introduce múltiples recursos, bien sean expresiones ponderativas o abundancia enumerativa, que reflejan el ánimo abstracto de la obra. Como perfecto erasmista, Alfonso de Valdés cultivó la inmanencia de la idea [la «idea» como una finalidad en sí misma], lejos del espacio y tiempo experimentables. Marcelino Menéndez y Pelayo, José Fernández Montesinos (1897 – 1972) y Marcel Bataillon (1895 – 1977) notaron uno tras otro el utopismo de Alfonso de Valdés en cuanto al «buen rey»; pero el idealismo recubre la obra y la personalidad total del secretario del Emperador, y además todo el erasmismo.

En cuanto al médico y escritor Andrés Laguna (Segovia, ca. 1510/11 – Guadalajara, 28 diciembre 1559), de linaje judeoconverso, toma el camino excepcional del estudio de la ciencia de la naturaleza y se acerca a la vida con una serena claridad. La seguridad y señorío de su estilo estaba destinada a permanecer oculta y sin posibilidad de difusión en la España del Quinientos. Pretendía barrer con su pura idea todo el empirismo religioso de los españoles. Refinado erasmista, reduce la totalidad de la religión a una partícula ideal e infinita de la hostia consagrada, símbolo de una idea, de mi idea, en la cual todo se encierra, neoplatónicamente hablando. El delicioso Viaje a Turquía que muchos le atribuyen sin demostración fehaciente, permaneció inédito hasta 1905.

Por lo que atañe a Jorge de Montemayor (Portugal, ca. 1520 – Italia, ca. 1561), fue un escritor portugués en lengua castellana de ascendencia judía, autor de la novela pastoril Los siete libros de la Diana (1558 o 1559), que, junto a la manera de su religiosidad, coinciden en el vértice de su idealismo sentimental, siendo aspectos de un mismo cerrado subjetivismo. En 1554 se publicó en Amberes Las obras de devoción de Jorge de Montemayor, un conjunto de piezas líricas que fue prohibido en el primer índice inquisitorial del Inquisidor general Fernando de Valdés (1559). [En realidad la obra se titula Las obras de Jorge de Montemayor, conocida también como Cancionero, y se divide en dos partes: la primera de temas profanos, y la segunda de temas religiosos, que es a la que alude Américo Castro. Esta obra lírica fue editada por el arabista y crítico literario Ángel González Palencia en Madrid, Sociedad de Bibliófilos Españoles, 1933].

La religión de Montemayor es una pura experiencia intelectual y emotiva entre Dios y él; están ausentes el ardor y el estremecimiento místicos, pues no cesa un momento de razonar lúcidamente, sin que la emoción del poeta empañe su razón. Montemayor excluye en su Cancionero los temas eclesiásticos y todo lo maravilloso e inefable del catolicismo. Seguía apegado al Antiguo Testamento, y se había acogido a la doctrina erasmiana. En el Cancionero no se habla sino de la religión del espíritu, descartándose todas las prácticas materiales del culto. La salvación se debe a estar justificados por la fe en Cristo, y no hay alusiones a las obras, pero Montemayor no dice heréticamente que las obras sean inútiles, aunque tampoco dice que sean necesarias, rasgo muy propio del erasmismo. Dios no quiere sino alabanzas de su grandeza, sacrificios espirituales y nada más: ni ofrendas de riquezas, ni sacrificios del propio cuerpo, los cuales deben ser mesurados con la razón. La Iglesia visible, la de los templos suntuosos y culto esplendente y complicado, no es grata a Dios. La reconciliación con Dios acontece en lo íntimo del corazón, al sentir la angustia de la ofensa inferida con el pecado. La confesión como acto ritual es algo secundario; lo importante es la interioridad eficaz del arrepentimiento. En Jorge de Montemayor la piedad erasmiana se mezcla, como en Fray Luis de Granada, con la del predicador dominico Girolamo Savonarola [quemado vivo en la hoguera, en la Plaza de la Señoría de Florencia, el 23 de mayo de 1498]. En ciertos momentos del Cancionero transcribe de manera personal la meditación de Savonarola acerca del salmo 51 (50) [el nº 51 corresponde a la numeración de la Biblia hebrea, mientras que el nº 50 corresponde a la Biblia griega y a la Vulgata], que comienza diciendo «Miserere mei Deus» [miserere: expresión latina que significa «ten compasión», «apiádate»], traducido en la Biblia de Jerusalén como «Tenme piedad, oh Dios». [Se trata de un salmo penitencial y ofrece un estrecho parentesco con la literatura profética, especialmente Isaías y Ezequiel. Savonarola, estando ya encarcelado, meditó sobre este salmo y sobre el nº 31 (30)]. En definitiva, Montemayor siente la necesidad de expresar una angustiada situación de ánimo. Como todo utopista idealizante, cae en radicalismo absoluto, que excluye matices y compromisos.

 

 

Algunas deducciones de lo anterior

El español nunca construyó, como una invención suya, los motivos determinantes de su vivir colectivo. El quehacer le fue impuesto a comienzos de la llamada Edad Media por la brega contra el moro; luego por los señuelos europeos y transmarinos. La sustancia de España se vertió en las Indias como en una expansión del propio vivir. En los países europeos ocupados por los españoles su huella se percibe en la literatura, en el arte y en la religión. La zona sur de los Países Bajos, esto es, el condado de Flandes, perteneció a España desde Carlos I hasta 1713, y lo que hoy llamamos Bélgica existe gracias a la dominación española, pues de lo contrario hubiese sido absorbida por Francia o por Holanda. Pero ni en Flandes ni en Italia desarrollaron ni aprendieron los españoles actividades científicas o técnicas, ni inyectaron en su propia tierra nada de la cultura racional de Occidente. Casi nada les preocupa realmente a los españoles. De haber meditado, el español y el portugués no hubieran ido tan lejos en sus andanzas. España fundó pueblos que, mientras sean, seguirán siendo hispánicos, pero no logró convertir la astrología en astronomía. Lo contrario de la creencia no fue para el español el pensamiento crítico, sino el desengaño, o la inacción total, distraída a veces con el infecundo deporte de deshacerse incivilmente unos a otros. La gran cultura iniciada en el siglo XVI -ciencias naturales, estudio de culturas primitivas, caracterología (Andrés Laguna, Bernardino de Sahagún, Juan Huarte de San Juan- quedó ahogada por el prurito de la limpieza de sangre [véase De la edad conflictiva].

El auténtico contenido de la historia hispana se da en la vivencia de estar viviéndose, en la integral absorción del objeto en el sujeto que convierte al creyente y su creencia en unidad vital. El estilo de vida español afectó al de otros pueblos europeos: la actitud personal del español hizo patente a otros el conflicto inevitable entre el ser de la persona y su estar existiendo, entre lo que se quiere y lo que se debe, entre aspirar y realizar, pues el español se ocupó menos con las dificultades halladas fuera de sí que con las ofrecidas por la propia persona. El Cid del Romancero y de Guillén de Castro (1618) expresaba la pugna entre su amor y su hidalguía, entre el «más acá» de sus sentimientos y el «más allá» de su dimensión social como caballero. En el caso del francés Pierre Corneille, su drama Le Cid (1636) se inspira en el caso vivo español.

Antes de Corneille, el humanista francés Michel de Montaigne (1533 – 1592), el autor de los Essais, aprendió en el obispo español Fray Antonio de Guevara (ca. 1480 – 1545) cómo el hombre genérico se personaliza al revolverse inquieto entre las vivencias de la propia conducta. El padre de Montaigne hablaba de Antonio de Guevara, un escritor amplísimamente difundido por Europa, con gran entusiasmo. Aunque Montaigne desestimaba las Epístolas familiares (1530-1541) de Guevara (traducidas en francés como Épîtres dorées), en realidad aprendió en ellas a sentirse existiendo mientras se debatía consigo mismo al pretender hallar un sentido a los vaivenes de su ser interior. Montaigne debe a Guevara (autor también del Relox de príncipes, de 1529, y de Menosprecio de corte y alabanza de aldea, de 1539) un desvío en la forma francesa de su existir, muy poco inclinada al autobiografismo y a la confesión; en la confesión se expresa la totalidad de la persona, y no simplemente su facultad discursiva.

Además del vivo ejemplo de Antonio de Guevara, hay que tener en cuenta que la madre de Montaigne, Antonia López, pertenecía a la segunda generación de judíos salidos de España, ya muy bautizados y cristianizados, pero siempre muy hispano-judíos en su forma esencial de vida. La familia López procedía de Aragón y se había enriquecido en Toulouse con el comercio. El padre de Montaigne tenía en muy alta estima a su esposa, y junto a ella aprendería el gran humanista francés a conceder importancia a vivir sintiéndose y expresándose a sí mismo, porque eso es lo español.

Otro aspecto de la presencia de España en Europa se revela en el tipo de conquistador y colonizador de tierras lejanas. Partían de España los conquistadores, llevándosela literalmente a cuestas; colocaban en lugares increíbles ciudades, templos y palacios, engastados en la lengua, las instituciones, las creencias y los usos de su tierra. La inflexión vital que hizo posible el nuevo rumbo de la vida europea fue sugerida e impuesta por el prestigio de la forma hispánica de vida.

 

 

 

 

Ver también:  http://www.enriquecastanos.com/dostoyevski_idiota.htm

http://www.enriquecastanos.com/dostoyevski_adolescente.htm

www.enriquecastanos.com/bronte_anne_inquilina.htm

www.enriquecastanos.com/stoker_dracula.htm

www.enriquecastanos.com/unamuno_manuel_bueno.htm

www.enriquecastanos.com/riefenstahl_luz_azul.htm