Anthony Blunt (1907 – 1983). Teoría de las artes en Italia (1450-1600). Madrid, Cátedra, 1980. La edición original inglesa es de 1940.

 

 

La generación del Quattrocento en Italia, va introduciendo sinuosamente un cambio que marcará la nueva óptica del mundo. De igual manera que en la Grecia clásica, el hombre comienza a dar los pasos de manera lenta y discreta hasta colocarse en el centro del universo, primando cada vez más las influencias humanísticas sobre las espirituales.

Uno de los ámbitos más influenciados por este renacer del hombre, es, sin lugar a dudas, el arte. Los artistas dejan de ser artesanos supeditados a las órdenes eclesiásticas y a los gremios, por lo que la simbología teológica y la rigidez temática de las obras dan paso al naturalismo del mundo real, a un comienzo de libertad artística, cuyo reflejo fiel serán los escritos de Leon Battista Alberti. Nacido en Génova en 1404, recibió su educación en el norte de Italia (Bolonia), donde estudió Derecho. Posteriormente, se trasladó a Florencia, donde transcurrió la mayor parte de su vida, salvando el periodo en el que sirvió como secretario en la Corte Papal. Alberti resume el prototipo de hombre humanista, cultivado profundamente en la filosofía, la ciencia, el saber clásico y las artes. Escritor y tratadista sublime, que imprime su propia concepción filosófica a su teoría sobre las artes. Su idea general de la filosofía se centra en esencia en la búsqueda del bien y el uso de la razón, cometido al que la sociedad debe consagrarse.

En lo que se refiere a su obra tanto pictórica como escultórica, no se ha conservado nada; sin embargo, en el campo arquitectónico su aportación es considerable. Su estilo es clásico, reflejo de un conocimiento profundo de la Antigüedad, en el que el empleo de los órdenes se combina de una forma mucho más ordenada y respetuosa. En sus edificios elimina cualquier huella del gótico, aunque continúa con la tradición de la composición simple (rasgo esencial en la obra de Brunelleschi).

Las ideas teóricas de Alberti se encuentran esencialmente en tres de sus obras: De pictura, De statua y De re aedificatoria, siendo este último modificado y completado por Alberti hasta su muerte en 1472.

Su tratado más trascendental, De re aedificatoria, comprende diez libros de arquitectura donde se reflejan los conceptos de sociedad tan arraigados en el pensamiento del autor. Para él, la arquitectura constituye una actividad cívica desde un punto de vista útil y práctico, apto para cualquier estamento social. Debe disponerse de una manera ordenada y coherente, con espacios públicos que aporten gran esplendor a la ciudad. Una ciudad hecha a medida del hombre. En lo que respecta al arte y a la escultura (sin obviar a la arquitectura), predomina de suyo la búsqueda de la belleza y la armonía de las formas, cuya herramienta no es más que el uso de la inteligencia racional y unos conocimientos universales que permitan imitar y no crear. Tomar de la naturaleza las cosas más bellas, a la vez que eliminar u ocultar cualquier vestigio de fealdad posible.

 

Pero, cuando juzgas acerca de la belleza, ello no depende de una simple opinión, sino de un juicio innato de nuestra inteligencia (animis innata quaedam ratio)

 

Leonardo da Vinci nació en Florencia en 1452. En cierto sentido, aunque sin obviar diferencias, sus teorías sobre las artes prosiguen el desarrollo de los principios que Alberti había aplicado anteriormente. Para ambos, la pintura era una ciencia, cuyo fundamento se basaba en la perspectiva matemática y el estudio de la naturaleza. Los escritos de Leonardo resultaban habitualmente polémicos, pues primaba la importancia de la pintura sobre la escultura o la poesía, hecho que generó una gran controversia entre los artistas de la época. La pintura como ciencia, difiriendo de las demás actividades al implicar la producción de una obra material. En ella se reproduce una cierta parte de la naturaleza en la que se pretende imitar de manera fehaciente la realidad. Esta imitación, tan esencial para Leonardo, había de estar fundada de manera científica, por lo que dejó atrás la imitación mecánica y el realismo instalado por Alberti, el cual fijó un canon aplicable muy útil para servir como cimiento en la construcción del realismo, pero que contrastaba en ese tiempo por un exceso de uniformidad y academicismo. Manieras que Leonardo proyectaba restablecer. Su exactitud en los estudios sobre la perspectiva aérea, la luz y las sombras (que pasaron a convertirse en uno de los descubrimientos del impresionismo, en la segunda mitad del siglo XIX), dejan de una manera más que evidente la importancia que el artista daba al examen científico de la naturaleza, cuyo objetivo se fundaba en dar realidad, vida e individualidad a las formas. No sólo se limitaba a reproducir aquello material que observaba, sino que sus estudios iban más allá de lo puramente físico, alcanzando la transmisión del sentimiento humano. Todo ello ilustrado ampliamente en su teoría de la expresión, en la que advierte de la importancia de mostrar las expresiones, emociones e ideas del espíritu por medio de los gestos y la expresión facial. Para ello, repite de manera insaciable la importancia de la observación y memorización de los individuos. Así pues, el pintor no sólo se limita a imitar, sino que también creaba. Aunque con algunas limitaciones, pues su imaginación debería basarse en la creación de imágenes construidas bajo una base sólida y segura, como era el conocimiento aprendido de la naturaleza. De esa manera obtendría un resultado realista y viable.

 

Muchos juzgarán razonable despreciarme, alegando que mis pruebas son contrarias a la autoridad de unos pocos hombres muy reverenciados, mas de inexperto juicio, sin tener en cuenta que mis trabajos nacen de la mera experiencia, que es maestra verdadera. Sus reglas bastan para hacer discernir a la verdad de la mentira, porque los hombres se propongan cosas posibles y de más moderación, y no te empañe la ignorancia; de suerte que si no obtienes resultado alguno habrás, desesperado, de entregarte a la melancolía

 

Otro de los escritos que se conocen en el Quattrocento que ilustran mediante sus grabados el desarrollo de las teorías de las artes en Italia, es la Hypnerotomachia Poliphili (1499) de Fra Francesco Colonna (1433 – 1527). Fábula cuya fecha data de 1467, pero en la que muy probablemente siguiera trabajando hasta la fecha de su publicación. Ésta resulta ser la única obra escrita e ilustrada en Venecia durante la época (en las prensas de Aldo Manuzio), y por ello el único referente artístico para los artistas venecianos del Quattrocento. Los elementos artísticos del momento se encontraban profundamente calados por el gótico, hecho que frenó una total influencia clásica de la Antigüedad, alcanzando una simbiosis entre órdenes clásicos y un carácter romántico-espiritual tan característico del gótico. La descripción de los escenarios de la historia muestra espacios arquitectónicos clásicos, que rozan el límite entre la fantasía y la realidad. Espacios amplios, medidas precisas y composiciones complejas, sirven no más que de inspiración para la época. Su predilección por las ruinas, deja patente la gran carga espiritual y emocional que en él provoca. La fugacidad del tiempo y sus huellas, la fragilidad de lo material, lo inmortal, lo que perece, sentimientos de melancolía, tan característicos del Romanticismo. La temática e iconografía de la obra, ya fueran fragmentos o composiciones completas, sirvieron de inspiración para los artistas de la época, que encontraron en la Hypnerotomachia una fuente inacabable de iluminación.

Algunos de los elementos de la creación de Francesco Colonna, se encuentran de nuevo en el Tratado de arquitectura (1460-1464) de Antonio Averlino (llamado Filarete). Arquitecto y escultor florentino nacido hacia el año 1400 y cuyo desarrollo artístico se centra principalmente entre Roma y Milán, siendo su obra más conocida las puertas de bronce del antiguo San Pedro del Vaticano. Durante la época en que estuvo vinculado a la corte milanesa de Francesco Sforza, Filarete da forma a su tratado. Moldeándolo de una forma casi novelesca, describe la construcción de una ciudad imaginaria, Sforzinda. En sus descripciones, acerca su inventiva a la de la Hypnerotomachia, pero desde una base algo más racional. En cuanto a la disposición de la ciudad, se aprecia claramente la influencia de Alberti, en la que el orden, la amplitud y la creación de espacios comunes resultan esenciales.

En Milán, a finales del siglo XV, se publica De Divina Proportione, cuyo artífice fue el matemático Fra Luca Pacioli, proveniente de un linaje de artistas cultos. Fue discípulo de Piero della Francesca y amigo de Alberti y de Leonardo. Con una concepción casi pitagórica, que difería bastante de las de sus amigos, creía que los números poseían una significación mística estrechamente asociada con la idea de la belleza. Los escritos de Pacioli constituyen un ejemplo de la aplicación a la pintura de las ideas medievales y neoplatónicas, que se extenderá por Italia con la desintegración de las ciudades-estado y su sustitución por las tiranías.

Antes de finalizar con el siglo XV y sus teorías más representativas, resulta esencial y digna de mención la figura de Fra Girolamo Savonarola. Religioso dominico, principalmente conocido por sus famosas hogueras de vanidades y su denuncia de los lujos, la sodomía, la corrupción eclesiástica y la depravación de poderes. Alguno de los pasajes de sus Sermones, muestran que Savonarola creía en el arte, aunque desde una perspectiva mucho más medieval. Creía en una concepción de belleza, armonía y formas en la que lo espiritual se encarnase en lo material y cuya función no fuera más que la de transmitir, mediante imágenes, las enseñanzas de la Biblia a los iletrados. Bajo la premisa de un realismo inocente (tan característico del Medievo), Savonarola descartaba cualquier escena pictórica que pudiese ensuciar e incitar al espectador al pecado. De igual forma, consideraba primordial requerir para ello a los artistas más capacitados, aquellos que concibieran para la obra una realidad casi tangible, que acercase (desde la decencia) lo divino a lo mundano.

El único objetivo entre los pintores, escultores y arquitectos de la época, se resumía en el hecho de pertenecer al círculo cerrado de las artes liberales, es decir, aquellas practicadas por hombres libres. Como arma en la pintura: la perspectiva. Un nuevo método matemático-científico que aportaba una solidez intelectual a la labor y aceleraba la eliminación de etiquetas artesanales, tan deficientemente valoradas. Este proyecto generó opiniones contrapuestas en cada colectivo, donde se utilizaban argumentos que ensalzaban su propia labor, a la par que infravaloraban el resto de formas artísticas. Numerosos escritos ratifican las disputas y argumentaciones.

Tras diversas polémicas, las tres prácticas artísticas (arquitectura, escultura y pintura) fueron reconocidas como artes liberales. Su autonomía e independencia de los gremios fomentó su evolución hacia una nueva posición social, una nueva era para el artista, esto es, los inicios de las Bellas Artes.

Miguel Ángel (1475-1564) fue el gran artista plástico del Renacimiento, cuya obra viene a resumir y a culminar todos los ensayos de la escultura florentina precedente, a la vez que sirve como punto de partida para el desarrollo formal de la estatuaria florentina, italiana y europea del Quinientos. Su aprendizaje comenzó en Florencia, bajo las enseñanzas de maestros del Quattrocento. Debido a los grandes cambios desarrollados durante el Renacimiento, Miguel Ángel se impregnó de las diversas manifestaciones manifestadas en la época. Durante su primer periodo (hasta 1530), su concepción artística es la del humanismo del alto Renacimiento, cuya máxima expresión se refleja en el techo de la Capilla Sixtina, la Pietà del Vaticano y sus primeros poemas de amor.

En estas obras se reflejan los elementos que contribuyeron a la formación del artista. Al igual que Leonardo, fue esencial para su trayectoria el estudio científico de la naturaleza y la anatomía humana, que serviría como puente hacia la búsqueda de la belleza. Esta fe profunda en cuanto a lo bello, nos hace retomar las teorías de Alberti sobre la belleza, aunque con una importante distinción. Miguel Ángel buscaba lo bello, mientras que Alberti buscaba lo típico, una belleza mucho más mecánica, más rígida y estereotipada. Cánones de belleza diferentes para artistas diferentes.

Hacia 1530, los intentos del Papa por formar un Estado secular en Italia habían fracasado. La reforma había dividido a la Iglesia y debilitado la posición del papa Clemente VII. Toda la estructura social sobre la que reposaban los cimientos del humanismo del Alto Renacimiento se fueron diluyendo. Los hombres experimentaron una sensación de malestar ante la posible extinción de la Iglesia católica y con ella la sociedad italiana. Esta situación de cambio generó diversos efectos. Los humanistas más antiguos, los hombres de la época de Miguel Ángel, sintieron que la Iglesia romana necesitaba una reforma, aceptando en buena parte la concepción luterana; sin embargo, se sentían estrechamente vinculados a la Iglesia católica, por lo que les fue imposible seguir a Lutero cuando se planteó el cisma en la Iglesia.  Así es como se formó un partido de humanistas que deseaba una reforma interna y un compromiso con los protestantes alemanes. Este partido recibió el apoyo de Pablo III y como guías a hombres como el cardenal y estadista veneciano Gasparo Contarini (1483 – 1542), el cardenal inglés Reginald Pole (1500 – 1558) o el cardenal y humanista Jacopo Sadoleto (1477 – 1547), de los que Vittoria Colonna y Miguel Ángel eran fervientes seguidores.

Desde entonces la religiosidad de Miguel Ángel se hizo mucho mayor, y tomó la forma de una piedad seria pero no fanática, acorde, aunque con leves modificaciones, con el pensamiento humanista. Como era de esperar, este cambio de perspectiva espiritual y teológica, se refleja en sus siguientes creaciones, como en el fresco del Juicio Final. En él se advierte un cristal diferente para ver y crear la belleza. La intención imitativa de la realidad al recrear los cuerpos cambia, evoluciona, se torna diferente. Probablemente su concepción hacia lo bello se volvió efímera e insignificante, resultando para él mucho más esencial la visión espiritual de los cuerpos frente al lenguaje físico que de su perfección y belleza pudiera transmitirse. Este concepto místico-espiritual, aplicado a sus obras pictóricas, fue igualmente aplicado a las esculturas, donde el artista era el medio por el que la naturaleza divina actuaba. Y probablemente lo fuera, divino, quiero decir. Pues su negativa constante en cuanto al uso de cualquier norma, regla, tratado o medida, no influía en el resultado final de sus obras, ya que éstas resultaban sublimes e irrepetibles. En los últimos años de la vida del artista otro giro modifica lo antes aplicado, aunque en ciertos aspectos pueda interpretarse como una intensificación de las características del arte y de las ideas finales de los años treinta y principios de los cuarenta.

Después de 1545 la situación del Papado cambia y el cisma protestante alcanza su fase más aguda. Desde la Dieta de Ratisbona, en 1541, está claro que ya no es posible un compromiso de ningún género. Por eso la posición del partido moderado se debilita paulatinamente. La Iglesia ya no puede permanecer por más tiempo con sus métodos moderados y ha de adoptar una política mucho más drástica. Incluso Pablo III se ve obligado a abandonar las tentativas de conciliación y aceptar que los fanáticos de la Contrarreforma pongan en práctica sus ideas. Una de las consecuencias fue que los moderados fueron dejados de lado; por ello Miguel Ángel adoptó una posición desesperada, cuyo reflejo, de nuevo, se encuentra en su obra, en la que el misticismo toma un carácter más introspectivo. La obra más representativa de esta etapa es el último grupo que esculpió, la Pietà Rondanini, que a su muerte dejaría inacabada. En ella logra privar a la obra de cualquier cualidad corporal, consiguiendo así la transmisión puramente espiritual de las figuras. En su última etapa su concepción neoplatónica se radicaliza, dejando patente su aversión hacia lo mundano y su imperiosa necesidad de ascensión divina. Sus magistrales sonetos hablan por sí mismos.

 

1º etapa “Dime por favor, oh amor, si mis ojos ven (fuera de mí) la verdadera belleza a la que aspiro o si la tengo en mí, cuando a cualquier parte que mire, veo la imagen esculpida de su cara”

2º etapa “No es mortal lo que mis ojos vieron cuando encontré en vuestros bellos ojos una paz perfecta, pero vieron en vos, allí donde todo mal nos molesta, a aquel que transporta mi alma a un amor que la hace parecida a él”

3º etapa “Mi vida, frágil barca en un mar tempestuoso, ha llegado al puerto común, allí donde se entra para rendir cuentas de toda acción mala o buena. De suerte que ahora sé cuánto la afectuosa fantasía, que hizo del arte mi ídolo y mi rey, estaba equivocada”.

 

Durante la época del Alto Renacimiento en Italia, no se desarrollaron, como cabía esperar, grandes teorías sobre las artes, puesto que los comienzos del Cinquecento se desenvolvieron de acuerdo a los cimientos teóricos establecidos en la etapa anterior.

Cabe destacar a un pequeño grupo de críticos florentinos, como el pintor y escritor Paolo Pino (1534 – 1565), el médico Michelangelo Biondo (1500 – 1565) y el escritor y gramático Lodovico Dolce (1508/1510 – 1568), que, aun sin aportar nada especialmente interesante en cuanto a teorías artísticas se refiere, nos acercan a una idea aproximada de lo que los venecianos pensaban sobre la pintura de mediados del Cinquecento. Estos tratados fueron escritos en un momento en el que la pintura veneciana oscilaba indecisa entre las fronteras del Renacimiento y el Manierismo. Así se reflejan las influencias de ambas corrientes en sus escritos, siendo los de Dolce los más cercanos al Renacimiento.

Las revueltas acaecidas en diferentes partes de Italia a comienzos del siglo XVI, ocasionaron cambios gubernamentales, siendo Florencia la ciudad menos afectada por el espíritu reformista de la situación política. Aun así, el arte florentino de mediados del siglo XVI es también puro arte de corte. En él se encuentran aún vestigios renacentistas, donde los elementos clásicos se adaptan al «tono de la corte» y donde las manifestaciones manieristas pierden su carácter racional y agresivo, para tornarse más elegantes e ingeniosas.

El equivalente teórico de la pintura florentina lo constituyen las Vite de Giorgio Vasari (1550). En ellas, Vasari ofrece un examen biográfico de los artistas, en las que incluye un tratado característico de los periodos en cuestión (sin obviar los estudios técnicos, en pintura, arquitectura y escultura). Todo ello bajo una influencia aparentemente renacentista.

Para Vasari, como para Alberti, la base de cualquier teoría de la pintura reside en la observación de la naturaleza, aunque para Vasari la reproducción de la naturaleza no consiste en una imitación fiel de ésta. Propone el estudio del medio natural como aprendizaje, cuya finalidad reside en el ensamblaje mental de elementos aprendidos, que darían lugar a la combinación de una belleza perfecta. Esta construcción intelectual convertiría unos elementos individuales en un todo armónico y bello, sujeto al juicio del ojo y no al matemático (como ocurre en Alberti). El juicio o el gusto visual se encuentran intrínsecamente ligados al concepto de grazia entendido por Vasari. Cualidad que prima sobre la belleza, que no deja de ser un aspecto racional sujeto a unas determinadas reglas. La grazia de Vasari nace de un trabajo realizado con rapidez y confianza que hace de la pintura algo sencillo y automático, fruto de unos conocimientos, una cualidad innata y un trabajo previo. Para Vasari, el momento de la creación resulta algo sagrado y fluido, como una acción inconsciente, en la que la libertad imaginativa traza con avidez las formas que dan lugar a esa gracia dulce y suave que se sitúa a medio camino entre lo visible y lo invisible. Ello deja atrás cualquier aptitud forzada y tecnicista en la que las formas se tornan secas y duras, fruto de la tensión y la pesadez del artista durante su elaboración.

Como resultado final de los sucesos que siguieron al sacco de Roma de 1527, el Papado comienza a ser consciente de que, dada la situación de los Estados italianos y la presión de Carlos V, la única esperanza residía en la alianza con España. Ésta contribuyó decisivamente en la extinción del humanismo y el libre pensamiento, que fueron arrastrados hacia el pensamiento medieval católico y feudal, aún tan fuertemente arraigado en el Imperio español. El efecto de la Contrarreforma en el arte fue similar al de los demás ámbitos del pensamiento. El constante control de la Iglesia fomentaba el abandono de los ideales renacentistas retomando los conceptos del Medievo, en los que la temática herética quedaba firmemente vetada. Todas las artes que no se circunscribieran a la puritana órbita eclesiástica eran censuradas o trasformadas. Sin embargo, la Antigüedad clásica estaba firmemente arraigada en los hábitos intelectuales de los italianos. La Iglesia optó por eliminar sólo aquellas formas que resultasen peligrosas e inventó excusas para conllevar el resto.  Un sistema bastante temido para la Iglesia era el filosófico, pues podría resultar una amenaza para el pensamiento que se pretendía instaurar. Sin embargo, la mitología fue bastante tolerada, ya que resultaba un medio bastante inofensivo con el que los italianos satisfacían su sentimiento romántico por la Antigüedad.

Retomando la materia artística, es digno de mención lo sucedido en julio de 1573. Pablo Veronés fue llamado ante el Tribunal de la Inquisición para defender su cuadro Cena en casa de Leví, de 1573 (hoy en la Galería de la Academia, en Venecia). Las principales objeciones del tribunal contra el cuadro consistían en que el Veronés había introducido en él perros, enanos, un loco con un loro, hombres armados a la alemana y una sirvienta sangrando por la nariz, detalles que no aparecían reseñados en ningún momento en la historia bíblica y que por ello se encontraban fuera de lugar en una pintura religiosa. Sus explicaciones no fueron aceptadas y tuvo que modificar la obra de acuerdo a las directrices marcadas por la Iglesia. En la obra, las ideas renacentistas del artista quedaban más que patentes en su interés por la belleza del conjunto y la omisión de la espiritualidad, tan requerida por las autoridades del momento.

Antes del Concilio de Trento, el concepto de decencia no presumía de mucha importancia para la Iglesia, exceptuando casos como el de Savonarola. Sin embargo, después del Concilio, la óptica decente había cambiado, llegando a convertirse en la premisa fundamental de la obra. Objeto de los más violentos ataques fue el Juicio Final de Miguel Ángel, en el que, tras muchos escándalos y controversias, los desnudos del fresco hubieron de ser cubiertos. Objeto de esta censura e incluso de forma más severa, fue el ámbito literario, en el que cualquier intención de imprimir, vender o incluso poseer algún libro prohibido, se convirtió en delito criminal. Esta cultura casta y púdica inundó todas las esferas sociales de la época, en ocasiones bajo una opinión totalmente impregnada de decencia y escándalo hacía lo pecaminoso u obsceno, y otras bajo una aptitud de sinceridad cuestionable. De una u otra manera, la perspectiva artística evolucionó o… involucionó, no sabría bien cómo verlo. Con este cambio, nuevas teorías bajo nuevas directrices salieron a flote.

San Carlos Borromeo (1538 – 1584), autor de las Instructiones Fabricae et Supellectillis Ecclesiasticae, es fiel reflejo del espíritu contrarreformista del siglo XVI, cuyas influencias culminaron en el XVII. Su ideal de la arquitectura religiosa aconseja ensalzar majestuosamente las iglesias y servicios religiosos, con el fin de abrumar de forma inconsciente al espectador. Como recomendación, la planta de cruz latina, elevada del suelo para poder dominar el entorno. El exterior dotado con imágenes de santos y «adornos serios y decentes». Las puertas adinteladas, al igual que las antiguas basílicas cristianas. Un altar mayor amplio y elevado, unido a unos brazos del crucero rematados con capillas. Todo ello dentro de un marco cristiano en el que ricas vestiduras aportarían dignidad a las ceremonias.

Pietro Cataneo (1510 – 1569), en sus I primi quattro libri d’architettura, sostiene, al igual que San Carlos Borromeo, que la iglesia ha de tener planta cruciforme, en alusión a las proporciones de Cristo. Sin embargo, su concepción en lo que a decoración se refiere, resulta mucho más simbólica. Sugiere que la decoración interior ha de ser más rica que la exterior, ya que simboliza el alma de Cristo. El exterior se construiría mediante órdenes simples y el interior mediante órdenes compuestos. A lo largo de sus Instructiones, Borromeo resalta la importancia de la colaboración entre sacerdotes y artistas, siendo de especial importancia la orientación teológica para los programas pictóricos.

Junto a las instituciones reformadoras más austeras, también crecieron organismos conscientes de la necesaria adaptación de la fe católica a la vida moderna. Los principales agentes de esta transformación fueron los jesuitas (la Compañía de Jesús, fundada por San Ignacio de Loyola en 1534), cuya proposición era la de hacer más accesible la religión al pueblo, no por medios racionales (como hicieron los protestantes), sino mediante el halago de las emociones. Este tipo de religión mundana, emocional e intuitiva, tuvo su equivalente en el campo de las artes. Durante la totalidad del siglo XVII, el movimiento Barroco se asoció íntimamente a los jesuitas.

A finales del siglo XVI, el Manierismo comienza a ser reemplazado por el eclecticismo. La corriente manierista a la que nos referimos puede adjetivarse como académica y ecléctica. Este grupo de artistas italianos fue muy consciente de la decadencia que sobrevenía al arte italiano desde la época de León X Médicis; con ello, optaron por el retorno del estudio y la imitación de los grandes artistas del Renacimiento. Estos manieristas académicos pueden considerarse como miembros de dos grupos principales. El primero, organizado en torno a la Academia de Dibujo de Roma, cuyo personaje más importante fue Federico Zuccaro. El otro, el grupo milanés, tuvo menos importancia en pintura y mayor desde un punto de vista teórico, pues produjo los tratados de Giovanni Paolo Lomazzo, en los que se exponen detalladamente las doctrinas del Manierismo tardío.

Las posiciones de ambos diferían en los autores que los influenciaron: mientras Zuccaro estudiaba las tradiciones romanas y venecianas, Lomazzo se fijaba en Leonardo, Rafael y Miguel Ángel. Asociado al grupo romano, encontramos a Federico Zuccaro (o Zuccari), que publicó unos pequeños tratados entre los que destaca L’Idea de’ pittori, scultori et architetti (Turín, 1607). También Giovanni Battista Armenini, cuyas influencias artísticas de la Escuela de Roma se hacen más que patentes. Después de su partida de Roma, Armenini recorrió toda Italia estudiando a los maestros de cada escuela. Mucho más tarde se hizo sacerdote. Publicó su única obra sobre pintura en 1587, con el título De veri precetti della pittura. El interés del grupo milanés se centra en Giovanni Paolo Lomazzo. Nacido en 1538, se formó en la escuela de Gaudenzio Ferrari. En 1571 se quedó ciego y fue obligado por tanto a abandonar la pintura, por lo que se centró en la teoría de las artes. Subrayamos su Trattato dell’Arte della Pittura, Scultura e Architetura e Idea del Tempio della Pittura.

Así como la Contrarreforma supuso una regresión hacia el feudalismo, el Manierismo fue en muchos aspectos una vuelta hacia el medievalismo.

Las ideas estéticas de Lomazzo y Zuccaro difieren en numerosos puntos, pero contienen un rasgo común: la idea contenida en el espíritu del artista es la fuente de toda belleza. Entre los manieristas existe una tendencia al abandono del raciocinio renacentista y una vuelta hacia los valores teológicos medievales. Sin embargo, Lomazzo admite en cierta medida el carácter matemático de las proporciones, al contrario que su coetáneo.

Al igual que Vasari, los manieristas consideran esencial la grazia como ingrediente fundamental en el arte. La trascendental combinación de ésta y el placer sensorial, aparece figurada en un pasaje junto al sapore y al spirito, cualidades vitales que destruiría una excesiva sumisión a las reglas de las matemáticas. La preocupación de los manieristas en cuanto a la decadencia artística del momento se muestra reflejada en varios de sus escritos, en los que argumentan que los pintores descuidan el aspecto intelectual de sus obras, primando en ellas talantes tales como capriccio, frenesia, furore y bizzarria, cuando lo que debían mostrar era disegno, grazia, decoro, maestà, concetti y arte. La esperanza de los manieristas se centraba en evitar mediante un impecable academicismo el irrefrenable declive artístico.