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Léon Bloy, novicio de la eternidad
© ENRIQUE CASTAÑOS
Entre las múltiples efemérides de este 2017, no debería pasar desapercibido que el pasado 3 de noviembre se cumplió un siglo del fallecimiento del escritor francés Léon Bloy, nacido en 1846. Católico heterodoxo, de hondas convicciones religiosas, temible polemista, articulista y escritor prolífico, moralmente insobornable, muy crítico con la democracia, sobre todo la que encarnaba la III República, despreciado por casi todos, económicamente pobre, Bloy fue un implacable fustigador de la hipocresía moral de sus contemporáneos, de las mezquindades de los ricos, de las vanidades de los presuntuosos, de las opiniones biempensantes y acomodaticias, pero, por encima de todo, fue un auténtico flagelo contra la actitud cobarde y filistea de la pequeña burguesía y contra la podredumbre moral de muchos católicos fariseos, corruptos y traidores hacia el verdadero espíritu evangélico. Admirador de Villiers de L’Isle Adam, nunca le perdonó a Huysmans, un autor demasiado artificioso, el haberlo «secuestrado» a sus amigos. Tampoco le agradaron nunca los lloriqueos de Lamartine y de Chateaubriand, le asquearon las procaces blasfemias de George Sand y de Baudelaire, así como el ego inmenso de Víctor Hugo. Entre sus múltiples escritos, los que quizás mejor lo representan sean dos novelas, El desesperado (1883) y La mujer pobre (1897), pues en ambas hallamos sin contención alguna sus ideas y creencias más íntimas. En la primera, Bloy nos habla a través del protagonista, Caín Marchenoir, un martirizado personaje de marcado carácter autobiográfico. En la segunda, también fija su posición sin ambages: «Dios es el Pobre… La Pobreza es el Rostro mismo de Cristo, el Rostro escupido que hace huir al Príncipe del mundo». En la primera, ya se nos había dicho: «Las generaciones humanas siempre devoradas en el banquete de los poderosos… y el Pobre, cuyo destino asombroso es representar a Dios mismo, el pobre siempre vencido, escarnecido, abofeteado, violado, maldecido, destrozado, pero sin morir jamás, arrojado a puntapiés debajo de la mesa, como una basura… sin tener una sola hora de tregua». Todo es angustioso y desasosegante en Bloy. Como Pascal, cree que «Jesucristo seguirá en agonía hasta el fin del mundo» y que «hay que velar durante ese tiempo». Tiene hambre de Dios. Pero sabe lo que cuesta prescindir de la Carne, lo que vale la Carne. Al igual que Marchenoir, sabe que «ningún misticismo ha podido suprimir la carne, que no puede agitarse sin que el espíritu se trastorne y que todas las descomposiciones de la muerte no podrán impedir que resucite en el fin de los fines». Como para Marchenoir, para Bloy la muerte era la única soberana con poder de dignificar a la canalla humana, la única que iguala a los hombres. Quería saber, como nuestro Unamuno, dónde estaban las personas muertas que él había amado, dónde estaría él mismo después de muerto. Con su ansia de inmortalidad, Bloy es un novicio de la eternidad. A diferencia de Dostoyevski, para quien la libertad es la posibilidad inalienable de elegir entre el bien y el mal, o de Ramiro de Maeztu, para quien la verdadera libertad es aquella que nos liberta del pecado, Bloy parece decantarse por el concepto de libertad que encierra la Regla de los Cartujos: la posibilidad de elegir, entre todos los bienes, aquel que nos parece el mejor. Para Bloy, «toda la filosofía cristiana consiste en la importancia inexpresable del acto libre y en la noción de una envolvente e indestructible solidaridad. Si Dios, en un eterno segundo de poder, quisiera hacer lo que jamás hizo—aniquilar a un solo hombre—es probable que toda la Creación se convierta en polvo. Pero lo que Dios no puede hacer, en virtud de su justicia y misericordia, lo puede hacer el hombre, que mata a otros hombres». En oposición a los materialistas, Bloy acoge la libertad y rechaza el azar, «intolerable blasfemia». Feroz defensor de su individualidad, Bloy es todo lo contrario a un individualista, menos aún a un utilitarista. Su corazón sangraba de verdad por cada uno de los pobres, de los desgraciados, de los enfermos, de las prostitutas, de las mujeres maltratadas, de los débiles y de los indefensos que conoció. La Humanidad no era para él una abstracción. La injusticia se concreta en personas con nombres y apellidos. Como a Marchenoir, le torturaba saber por qué tantos débiles y humildes fueron perseguidos y aplastados a lo largo de los siglos. ¿No será que una extraña y misteriosa justicia distributiva, una ininteligible ley trascendente del equilibrio sobrenatural condenase a los inocentes a pagar el rescate de los culpables? Hasta los animales escarnecidos, los perros o los caballos, parecen tener que arrostrar, con su sufrimiento, las consecuencias de la Caída del hombre en el Paraíso. Los animales y las bestias, sí, ya que como dijera il poverello d’Assisi, también son criaturas de Dios. Sus paradojas, no tan sutiles como las de Chesterton, pueden parecer a veces kierkegaardianas, pero son sólo expresión de una fe y de una capacidad de amar muy profundas. Como cuando afirma que la Virgen María, como Madre de Dios, es sin duda la única criatura que haya verdaderamente concebido. Sin embargo, más que paradojas, Bloy es la voz que clama en el desierto la desolación de un mundo sin Dios. Al igual que también lo hicieron Charles Péguy o Georges Bernanos, por citar dos fervientes e incómodos hombres de fe de su amada Francia, la de Santa Radegunda, la de Santa Clotilde, la de Juana de Arco, la de San Luis. Porque la Edad Media es la única época verdaderamente religiosa, especialmente entre los sencillos y los humildes, entre los pobres de espíritu, época primero teocéntrica, pero después preclaramente cristocéntrica. Sólo los ignorantes o los maliciosos rechazarían que Cristo es el centro de la Historia. Aquí suscribiría Bloy lo que subrayase una y otra vez Maeztu, que Cristo es la Verdad y sólo la verdad nos hace libres. La soberbia antropocéntrica del Renacimiento inicia la decadencia espiritual del hombre, y éste es, ante todo, espíritu, en el que se refleja el Espíritu. Asimismo, percibió muy pronto el mal abismal que se ocultaba tras el nihilismo ruso. La opinión de Bloy sobre la mujer no es agradable de oír a los biempensantes. La expresa maravillosamente en La mujer pobre: «Para la mujer, criatura temporalmente, ‘provisionalmente’ inferior, no existen más que dos aspectos esenciales, a los que es indispensable que se avenga el Infinito: la Beatitud o la Voluptuosidad. Entre las dos sólo existe la Mujer Decente, es decir, la hembra del Burgués, el réprobo absoluto al que no redime ningún holocausto. Una santa puede caer en el lodo y una prostituta subir hacia la luz, pero jamás ninguna de las dos podrá transformarse en una mujer decente—porque la horrorosa vaca árida llamada mujer decente, que antaño le negó la hospitalidad de Belén al Niño Dios, sufre la eterna impotencia de evadirse de su nada por medio de la caída o de la ascensión». Franz Kafka, que lo leyó traducido al moldavo, dijo de Bloy que «es el profeta de los tiempos modernos, ante los cuales todos los demás parecen mudos». En estos de hoy, casi definitivamente neopaganos, resulta imprescindible leerlo. Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 28 de noviembre de 2017 |