Daniel Richter o el control del azar

Pintura. Daniel Richter. Die Palette, 1995-2007.

Centro de Arte Contemporáneo. Málaga. C/ Alemania, s/n. Hasta el 13 de julio de 2008.

La producción pictórica de Daniel Richter (Lüjtenburg, Alemania, 1962), como en otro sentido también la de Neo Rauch, es la demostración palpable de que la pintura tiene cosas importantes que decir después del bluff de la posmodernidad, aunque, como Daniel Richter. TUWENIG, 2004. Óleo sobre lienzo. 212 x 261 cm. admitía Gadamer, el padre de la hermenéutica, Hegel llevaba su buena parte de razón al afirmar que el arte no era ya, en el siglo XIX, la más alta determinación del Espíritu, lo que no significa que no tenga nada que expresar, sino que, en su esencia, pertenece siempre al pasado. Para Gadamer, lo que surgió en el siglo XIX fue algo decididamente nuevo, en cuanto que rompió de manera definitiva con la tradición cristiano-humanística occidental. Pero esto, aunque pueda parecer contradictorio, significa paralelamente que «la creación contemporánea está cada vez más a la sombra del gran pasado del arte que nos rodea como presente». En definitiva, para Gadamer «cualquier hipotético fin del arte será el comienzo de un arte nuevo».

Daniel Richter, desde 1999-2000, está llevando a cabo una prodigiosa operación de síntesis pictórica en la que se tienen muy presentes diferentes tradiciones: el gran pasado de la historia del arte, que conoce perfectamente, aunque de manera muy especial la tradición alemana, por ejemplo la contribución de Adam Elsheimer; el expresionismo abstracto estadounidense, mucho más la vertiente gestual de Pollock y De Kooning, que la de los grandes campos de color de Rothko y Newman; el lenguaje del cómic y de los medios de comunicación de masas, sobre todo el cine; y por último, la decisiva aportación de los nuevos salvajes alemanes surgidos en el decenio de 1980. Precisamente dos de estos pintores, Werner Büttner y Albert Oehlen, unos ocho años mayores que Richter y que fueron determinantes en sus años de aprendizaje, insistían en sendas entrevistas realizadas por Walter Grasskamp hacia 1984, en el hecho de que su pintura no tenía nada que ver con la espontaneidad o con el azar, esto es, que las salpicaduras están perfectamente controladas, que se sabe de antemano el aspecto que va a tener al final el chorreado, o, en caso de Oehlen, que los collages están muy elaborados, sin intervención alguna del azar.

Lo mismo ocurre en Richter, un pintor de grandes formatos, para quien, en la senda de Maurice Denis, no existe diferencia esencial entre la pintura abstracta y la figurativa, y ante quien nos hallamos con una «abundancia máxima de colores y de pintura», donde la estructura compositiva de las obras, muy pensada, se concilia con un tratamiento eléctrico o fantasmagórico de la luz, casi como si se tratase en algunos casos de una aparición, y con una temática que incide sobre los comportamientos desquiciados de las opulentas sociedades postindustriales. A Richter, y en esto es un heredero tanto de Munch como de Dreyer o de Kierkegaard, le interesa sobremanera la alienación, así como la ausencia de libertad, a la que, a mi modo de ver, coloca como bien principal del sujeto. Resulta prácticamente imposible elegir las dos o tres piezas más representativas, pues todas son magistrales, pero tanto en Tuwenig (2004) como en Poor girl (2005) se hallan algunas de sus obsesiones más profundas: la forma figurativa que enlaza con Munch, en el primero, y, como ha dicho Josué Franco Olmo, un espacio angustioso, sucio y decadente en el segundo ejemplo mencionado.

© Enrique Castaños

Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 13 de junio de 2008